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Bajo la Luna

Salarrué
La laguneta se iba durmiendo en la anochecida caliente. Rodeada de bosques negros iba perdiendo sus sonrojos de mango sazón y se ponía color de campanilla, color de ojo de ciego. El camalote anegado en los aguazales le hacía pestaña. El cielo brumeaba como quemazón de potrero, donde eran brasas los últimos apagos del poniente. Abajo había, en balsa de ramalada, dos garzas blancas; la una, mirando atenta la gusanera del viento en el vidrio verde de las ondas; la otra, mirando como asustada el cielo en donde apuntaba una estrella con inquietudes de escama cobarde.

Guelía a mumuja de palo podrido, a zompopera, a chira de mateplátano, a talepate y a julunera triste. Había ahogados en todas las oriyas, ahogados hamaqueantes, sobreagüeros, de troncón y de basura. En las pescaderas, las varas ensambladas estaban prietas sobre el claror, y se reflejaban culebriando guindoabajo. Pringaba jenjén y zancudo. A lotra oriya se oiba patente el butute del guauce, llamando a la pareja para beber sombra. En el escobillal oscuro de la noche, el cielo y el agua quedaban trabados, como guindajos arrancados a una sombrilla de seda desteñida. El día se alejaba, lento y cabecero, echando polvo con las patas como los toros cimarrones.

Llegada la noche, un tufo a tigre sopló los matorrales, la laguneta sonaba como una cuerda diagua a cada respiro, y de cuando en cuando se oían los chukuces de las mojarras asustadas.

La ranchería del vallecito estaba en una ensenada oscurecida de tamarindos y voladores. Había ranchos hojarasquines, y ranchos palma barrendera, coludos como pajuiles, y ranchos empalizados a través de cuyas paredes de esqueleto, la luz candilera —esa tristura de querencia nocturna— se filtraba a los patios de barro desnudo, alargándose en caprichosas luminarias.
​

Los chuchos empezaban a ladrar con persistencia; con su quejumbre peculiar, los tuncos revolvían las sobras de huate que bueyes forasteros habían dejado al pie de los morros, de troncos limados por las cornamentas. Una guitarra escondida roía el sueño de la noche. Venía saliendo la luna con una fogarada platera que daba gusto. La luz chele y tristona se tendía en los playones bocabajo, alagartada entre los troncos torcidos, chafando las trompas de los cayucos varados en seco. Los jocotes botaban sus frutas de rato en rato, en el blando estiércol espolvoreado. Iban los primeros temblores de luz, estremeciendo a lo ancho el agua friolenta.
​* * * 
Con un trágico sonar de cartucheras y caitazos, el rancho de Miguel se vio rodiado por la escolta guarera. Sobre la puerta, de cuyas rendijas manaba resplandor de alma, el cabo Remigio López dio tres fierrazos con la cruz de su daga. De dentro naide respondió y la luz se apagó, dejando más en luna la entrada. 

A una seña del cabo, los chicheros empezaron a culatiar la puerta, hasta que de golpe se jue en blanco. La ventana trasera estaba cuidada por tres hombres y cuando se abrió fue como la boca de una trampa. Hubo una refriega que atrajo algunos curiosos; y pronto los cuatro sacadores cogidos, salían del caserío con las ollas y los telengues al hombro. 

El camino estaba como el día, y la arenita fresca acariciaba los pies. Iban los ocho de la escolta distrayéndose con los luceros; y el cabo, montado, jumando su puro, se agachaba dormilón. Sólo los presos conversaban. El cabo les oiba, perdonero. 

Llegado que hubieron a las ruinas del obraje, hubo un descanso. El cabo López se acercó amigable a Miguel y le dijo: 

—Esa ña Pabla Portillo de que hablaba usté, joven, ¿ónde vive? —En Las Isletas. Es mi mama...

—¿Tiene hermanas su mama?

—La ña Dolores Portillo, de San Juan. 

—Es la mía...

—Entonce, usté es Remigio López, el marido de la Felicia. —El mesmo.

—¡Ah, ya jodimos!...

—Me vuá quedar con vos atrás, y te golvés...

Miguel sonrió apenado y se miró las manos.

—Veya, primo, si me va a soltar sólo a yo, mejor alléveme. El cabo vaciló, honorífico.

—Es que el deber, hermano... la vaina... 

Como Miguel le miraba fijo y callando, el cabo López se alejó lento a la sombra oscura de una fila de isotes y llamó a los soldados, que le fueron rodeando curiosos. Al mismo tiempo Miguel se unió a los presos y les arrimó al puro de la resignación, la brasa de la esperanza.
 
Después de un buen rato de espera, los sacadores vieron llegar al cabo que se arrimaba caviloso. Se paró enfrente, con los brazos cruzados encima de la daga. Los miró uno a uno como juido. Naide habló palabra. Lejano se oiba el río, siempre despierto. Como en trance sin remedio, el cabo dijo por fin: 

— ¡Desgránense, desgraciados; no seya que me arripienta!...
 
Semejando cercenadas cabezas de gigantes, las ollas se quedaron sólitas junto al cerco de púas, como diciendo: "¡Achís, ¿qué pasaría?!..." 

​FIN
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