HISTORIA DE LA PUERTA
Utterson, el notario, era un hombre de cara arrugada, jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y empachada, retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin embargo, de alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino era de su gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin embargo, que no llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba en los mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y claramente, en los actos de su vida.
Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia, la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a socorrer que a reprobar.
—Respeto la herejía de Caín —decía con agudeza—. Dejo que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
Por este talante, a menudo solía ser el último conocido estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas, procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste era el caso de Utterson.
Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería idoneidad de su objeto.
La amistad que lo unía a Richard Enfield, el conocido hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra, aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas, no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los compromisos más serios.
Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por comercios y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista del paseante.
A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su frontón triangular. Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas: sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a arreglar lo estropeado.
Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón indicando:
—¿Os habéis fijado en esa puerta? —preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro—: Está asociada en mi memoria a una historia muy extraña.
—¿Ah, sí? —dijo Utterson con un ligero cambio de voz—. ¿Qué historia?
—Bien —dijo Enfield—, así fue. Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.
»Bien, señor —prosiguió Enfield—, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de personas alrededor de la niña que gritaba.
»Él se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del médico, o boticario que fuese.
»Era —explicó Enfield—, el clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa especie de mueca negra y fría.
»Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os aseguro, un diablo!
»Al final nos dijo: “¡Pagaré, si es lo que queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad”. La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.
»Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.
»Sacó la llave —continuó Enfield—, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus anchas. “No se preocupen —dijo—, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y cobraré el cheque personalmente”. De esta forma nos pusimos en marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
—¡Huy, huy! —dijo Utterson.
—Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield—. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas buenas personas que «hacen el bien», como suele decirse…
»Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente para explicar todo… —concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.
Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le preguntó algo bruscamente:
—¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
—Un lugar poco probable, ¿no creéis? —replicó Enfield—. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.
—¿Y no os habéis informado nunca sobre…, sobre la casa tras la puerta?
—No, señor, me pareció poco delicado —fue la respuesta—. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.
—Norma excelente —dijo el notario.
—Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —retomó Enfield—. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.
Y los dos siguieron paseando en silencio.
—Enfield —dijo Utterson después de un rato—, vuestra norma es excelente.
—Sí, así lo creo —replicó Enfield.
—Sin embargo, a pesar de todo —continuó el notario—, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.
—¡Bah! —dijo Enfield—, no veo qué mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.
—¡Huy! —hizo Utterson—. ¿Y qué aspecto tiene?
—No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
El notario se quedó absorto y taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.
—¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
—Pero ¿y esto? —dijo Enfield sorprendido.
—Sí, lo sé —dijo Utterson—, lo sé que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
—Me molesta que no me lo hayáis advertido antes —dijo el otro con una pizca de reproche—. Pero soy pedantemente preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.
Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:
—He recibido otra lección sobre la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.
—De acuerdo, Richard —dijo el notario—. No hablaremos más.
Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia, la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a socorrer que a reprobar.
—Respeto la herejía de Caín —decía con agudeza—. Dejo que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
Por este talante, a menudo solía ser el último conocido estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas, procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste era el caso de Utterson.
Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería idoneidad de su objeto.
La amistad que lo unía a Richard Enfield, el conocido hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra, aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas, no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los compromisos más serios.
Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por comercios y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista del paseante.
A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su frontón triangular. Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas: sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a arreglar lo estropeado.
Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón indicando:
—¿Os habéis fijado en esa puerta? —preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro—: Está asociada en mi memoria a una historia muy extraña.
—¿Ah, sí? —dijo Utterson con un ligero cambio de voz—. ¿Qué historia?
—Bien —dijo Enfield—, así fue. Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.
»Bien, señor —prosiguió Enfield—, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de personas alrededor de la niña que gritaba.
»Él se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del médico, o boticario que fuese.
»Era —explicó Enfield—, el clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa especie de mueca negra y fría.
»Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os aseguro, un diablo!
»Al final nos dijo: “¡Pagaré, si es lo que queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad”. La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.
»Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.
»Sacó la llave —continuó Enfield—, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus anchas. “No se preocupen —dijo—, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y cobraré el cheque personalmente”. De esta forma nos pusimos en marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
—¡Huy, huy! —dijo Utterson.
—Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield—. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas buenas personas que «hacen el bien», como suele decirse…
»Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente para explicar todo… —concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.
Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le preguntó algo bruscamente:
—¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
—Un lugar poco probable, ¿no creéis? —replicó Enfield—. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.
—¿Y no os habéis informado nunca sobre…, sobre la casa tras la puerta?
—No, señor, me pareció poco delicado —fue la respuesta—. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.
—Norma excelente —dijo el notario.
—Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —retomó Enfield—. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.
Y los dos siguieron paseando en silencio.
—Enfield —dijo Utterson después de un rato—, vuestra norma es excelente.
—Sí, así lo creo —replicó Enfield.
—Sin embargo, a pesar de todo —continuó el notario—, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.
—¡Bah! —dijo Enfield—, no veo qué mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.
—¡Huy! —hizo Utterson—. ¿Y qué aspecto tiene?
—No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
El notario se quedó absorto y taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.
—¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
—Pero ¿y esto? —dijo Enfield sorprendido.
—Sí, lo sé —dijo Utterson—, lo sé que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
—Me molesta que no me lo hayáis advertido antes —dijo el otro con una pizca de reproche—. Pero soy pedantemente preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.
Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:
—He recibido otra lección sobre la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.
—De acuerdo, Richard —dijo el notario—. No hablaremos más.
EN BUSCA DE HYDE
Cuando por la noche volvió a su casa de soltero, Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos, después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a la cama.
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre con el rótulo «Testamento del Dr. Jekyll», y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus bienes pasarían a su «amigo y benefactor Edward Hyde», sino que, en caso de que el doctor Jekyll «desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de calendario»; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
—Pensaba que fuese locura —dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo. «Si alguien sabe algo es Lanyon», había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
—Lanyon —dijo—, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no?
—Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes —bromeó Lanyon—, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
—¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes —dijo Utterson.
—Los teníamos —fue la respuesta—, pero luego Henry Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante —añadió poniéndose de repente rojo— ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
«Habrán discutido por alguna cuestión médica», pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: «¡Y si no es esto!». Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido:
—¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal… protegido de Jekyll, llamado Hyde?
—¿Hyde? —repitió Lanyon—. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso, por la noche bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.
«Si él es el señor Esconde —había pensado—, yo seré el señor Busca». Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de sus reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
—¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
—Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
—Veo que vais a entrar —contestó el notario—. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
—Si buscáis a Jekyll no está en casa —contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza—: ¿Cómo me habéis reconocido?
—¿Me haríais un favor? —dijo Utterson.
—¿Cómo no? —contestó el otro—. ¿Qué favor?
—Dejadme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.
—Así os habré visto —dijo Utterson—. Podrá valerme en otra ocasión.
—Ya, importa mucho que nos hayamos encontrado —contestó Hyde—. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección —añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.
«¡Buen Dios! —se dijo el notario—, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?». Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
—Y ahora decidme —dijo el otro—. ¿Cómo me habéis reconocido?
—Alguien os describió —fue la respuesta.
—¿Quién?
—Tenemos amigos comunes —dijo Utterson.
—¿Amigos comunes? —hizo eco Hyde con una voz un poco ronca—. ¿Y quiénes serían?
—Jekyll, por ejemplo —dijo el notario.
—¡Él no me ha descrito nunca a nadie! —gritó Hyde con imprevista ira—. ¡No pensaba que me mintieseis!
—Vamos, vamos, no se debe hablar así —dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.
«Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay —se repetía perplejo el notario—. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo».
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores, arquitectos, abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
—¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? —preguntó el notario.
—Voy a ver, señor Utterson —dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
—Aquí, gracias —dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para anunciar que el doctor Jekyll había salido.
—He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica —dijo—. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa?
—Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
—Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole —comentó el notario con una mueca.
—Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole—. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
—Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? —preguntó Utterson.
—Pues, claro que no, señor —dijo el otro—. Él no viene nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
—Bien, buenas noches, Poole.
—Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño.
«¡Pobre Henry Jekyll —pensó—, tengo miedo de que esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción…».
«Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error».
Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.
«A este señorito Hyde —se dijo—, si se le estudia de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol».
«Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Henry… ¡Pobre Henry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…».
«¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!».
«¡Sí! ¡Si al menos me lo permitiese!», se repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre con el rótulo «Testamento del Dr. Jekyll», y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus bienes pasarían a su «amigo y benefactor Edward Hyde», sino que, en caso de que el doctor Jekyll «desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de calendario»; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
—Pensaba que fuese locura —dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo. «Si alguien sabe algo es Lanyon», había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
—Lanyon —dijo—, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no?
—Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes —bromeó Lanyon—, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
—¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes —dijo Utterson.
—Los teníamos —fue la respuesta—, pero luego Henry Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante —añadió poniéndose de repente rojo— ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
«Habrán discutido por alguna cuestión médica», pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: «¡Y si no es esto!». Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido:
—¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal… protegido de Jekyll, llamado Hyde?
—¿Hyde? —repitió Lanyon—. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso, por la noche bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.
«Si él es el señor Esconde —había pensado—, yo seré el señor Busca». Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de sus reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
—¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
—Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
—Veo que vais a entrar —contestó el notario—. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
—Si buscáis a Jekyll no está en casa —contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza—: ¿Cómo me habéis reconocido?
—¿Me haríais un favor? —dijo Utterson.
—¿Cómo no? —contestó el otro—. ¿Qué favor?
—Dejadme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.
—Así os habré visto —dijo Utterson—. Podrá valerme en otra ocasión.
—Ya, importa mucho que nos hayamos encontrado —contestó Hyde—. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección —añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.
«¡Buen Dios! —se dijo el notario—, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?». Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
—Y ahora decidme —dijo el otro—. ¿Cómo me habéis reconocido?
—Alguien os describió —fue la respuesta.
—¿Quién?
—Tenemos amigos comunes —dijo Utterson.
—¿Amigos comunes? —hizo eco Hyde con una voz un poco ronca—. ¿Y quiénes serían?
—Jekyll, por ejemplo —dijo el notario.
—¡Él no me ha descrito nunca a nadie! —gritó Hyde con imprevista ira—. ¡No pensaba que me mintieseis!
—Vamos, vamos, no se debe hablar así —dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.
«Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay —se repetía perplejo el notario—. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo».
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores, arquitectos, abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
—¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? —preguntó el notario.
—Voy a ver, señor Utterson —dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
—Aquí, gracias —dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para anunciar que el doctor Jekyll había salido.
—He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica —dijo—. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa?
—Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
—Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole —comentó el notario con una mueca.
—Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole—. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
—Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? —preguntó Utterson.
—Pues, claro que no, señor —dijo el otro—. Él no viene nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
—Bien, buenas noches, Poole.
—Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño.
«¡Pobre Henry Jekyll —pensó—, tengo miedo de que esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción…».
«Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error».
Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.
«A este señorito Hyde —se dijo—, si se le estudia de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol».
«Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Henry… ¡Pobre Henry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…».
«¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!».
«¡Sí! ¡Si al menos me lo permitiese!», se repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento
EL DOCTOR JEKYLL ESTABA TRANQUILO
QUINCE días después, por una afortunada coincidencia, el médico ofreció una de sus agradables cenas a cinco o seis viejos amigos, todos ellos personas inteligentes, respetables y entendidos en vinos, y el señor Utterson se las arregló para quedarse cuando se fueron los demás. Lo cual no tenía nada de inusitado y había ocurrido muchas veces antes. Utterson era una persona muy apreciada por quienes le conocían. A sus anfitriones les alegraba retener al seco jurista, cuando los frívolos y los cotillas tenían ya el pie en el umbral, les gustaba pasar un rato en su discreta compañía, prepararse para la soledad y sosegar el espíritu con el elocuente silencio de aquel hombre tras el desgaste y el esfuerzo de tanta alegría. El doctor Jekyll no era ninguna excepción a esa regla; y cuando se sentó al otro lado del fuego —un hombre grande y bien proporcionado de unos cincuenta años, tal vez con cierta astucia en la expresión, pero de aspecto capaz y bondadoso— se notaba por su mirada que abrigaba por el señor Utterson un afecto cálido y sincero.
—Llevo un tiempo queriendo hablar contigo, Jekyll —empezó este último—. ¿Recuerdas lo de tu testamento?
Un observador atento habría reparado en que el asunto le desagradaba, pero el médico lo soportó con buen humor.
—Mi buen Utterson —dijo—, has tenido mala suerte de tenerme como cliente. Nunca he visto a nadie tan preocupado como lo estás tú por mi testamento, a no ser ese dogmático sectario de Lanyon, respecto a lo que llamó mis «herejías científicas». ¡Oh!, ya sé que es un buen tipo…, no hace falta que frunzas el ceño…, es un tipo estupendo, y lamento que no nos veamos más a menudo, pero también es un dogmático sectario, un dogmático ignorante e irredento. Nadie me ha decepcionado tanto como Lanyon.
—Ya sabes que nunca estuve de acuerdo —prosiguió Utterson pasando por alto el nuevo tema de conversación.
—¿Con lo de mi testamento? Sí, claro, lo sé —respondió el médico con un poco de brusquedad—. Ya me lo has dicho.
—Pues te lo repito ahora —continuó el abogado—. He averiguado algunas cosas del joven señor Hyde.
El rostro grande y apuesto del doctor Jekyll empalideció, y sus ojos adquirieron un brillo siniestro.
—No quiero oír más —dijo—. Pensaba que habíamos acordado no hablar más del asunto.
—Lo que he oído de él es abominable —insistió Utterson.
—No me hará cambiar de idea. Tú no comprendes mi situación —replicó el médico con cierta incoherencia—. Estoy atravesando unas circunstancias muy penosas, Utterson, mi situación es muy extraña…, mucho. No se trata de uno de esos asuntos que se resuelven con una charla.
—Jekyll —dijo Utterson—, tú me conoces: sabes que se puede confiar en mí. Confiésame lo que sea y estoy seguro de que podré sacarte del aprieto.
—Mi querido Utterson —respondió el médico—, no encuentro palabras para agradecerte tu interés, eres la bondad en persona. Sé que me hablas con sinceridad, y, si de mí dependiera, confiaría en ti antes que en nadie, sí, incluso antes que en mí mismo; pero no es lo que te imaginas, no es nada tan malo, y, para tranquilizar tu buen corazón te diré una cosa: puedo librarme del señor Hyde cuando quiera. Deja que te estreche la mano y te lo agradezca otra vez; solo añadiré una cosa más, Utterson, y espero que no te lo tomes a mal: este es un asunto privado, y te ruego que no le des más vueltas.
Utterson reflexionó un poco mirando el fuego.
—No me cabe duda de que sabes lo que haces —dijo por fin, poniéndose en pie.
—Bien, pero ya que has mencionado la cuestión, y espero que por última vez —prosiguió el doctor—, hay algo que quiero que comprendas. Lo cierto es que tengo un gran interés por el pobre Hyde. Sé que lo has visto, me lo dijo, y temo que fuese grosero contigo. Pero la verdad es que tengo un grandísimo interés por ese joven; y, si muero, Utterson, quiero que me prometas que serás ecuánime con él y que defenderás sus derechos. Sé que lo harías si estuvieras al tanto de todo, y, si me lo prometieras, me quitarías un gran peso de encima.
—No puedo fingir que llegará a caerme simpático —dijo el abogado.
—No es eso lo que te pido —rogó Jekyll cogiéndolo del brazo—, solo te pido que seas justo y que lo ayudes en mi nombre, cuando yo no esté.
Utterson soltó un irreprimible suspiro.
—De acuerdo —dijo—. Lo prometo.
—Llevo un tiempo queriendo hablar contigo, Jekyll —empezó este último—. ¿Recuerdas lo de tu testamento?
Un observador atento habría reparado en que el asunto le desagradaba, pero el médico lo soportó con buen humor.
—Mi buen Utterson —dijo—, has tenido mala suerte de tenerme como cliente. Nunca he visto a nadie tan preocupado como lo estás tú por mi testamento, a no ser ese dogmático sectario de Lanyon, respecto a lo que llamó mis «herejías científicas». ¡Oh!, ya sé que es un buen tipo…, no hace falta que frunzas el ceño…, es un tipo estupendo, y lamento que no nos veamos más a menudo, pero también es un dogmático sectario, un dogmático ignorante e irredento. Nadie me ha decepcionado tanto como Lanyon.
—Ya sabes que nunca estuve de acuerdo —prosiguió Utterson pasando por alto el nuevo tema de conversación.
—¿Con lo de mi testamento? Sí, claro, lo sé —respondió el médico con un poco de brusquedad—. Ya me lo has dicho.
—Pues te lo repito ahora —continuó el abogado—. He averiguado algunas cosas del joven señor Hyde.
El rostro grande y apuesto del doctor Jekyll empalideció, y sus ojos adquirieron un brillo siniestro.
—No quiero oír más —dijo—. Pensaba que habíamos acordado no hablar más del asunto.
—Lo que he oído de él es abominable —insistió Utterson.
—No me hará cambiar de idea. Tú no comprendes mi situación —replicó el médico con cierta incoherencia—. Estoy atravesando unas circunstancias muy penosas, Utterson, mi situación es muy extraña…, mucho. No se trata de uno de esos asuntos que se resuelven con una charla.
—Jekyll —dijo Utterson—, tú me conoces: sabes que se puede confiar en mí. Confiésame lo que sea y estoy seguro de que podré sacarte del aprieto.
—Mi querido Utterson —respondió el médico—, no encuentro palabras para agradecerte tu interés, eres la bondad en persona. Sé que me hablas con sinceridad, y, si de mí dependiera, confiaría en ti antes que en nadie, sí, incluso antes que en mí mismo; pero no es lo que te imaginas, no es nada tan malo, y, para tranquilizar tu buen corazón te diré una cosa: puedo librarme del señor Hyde cuando quiera. Deja que te estreche la mano y te lo agradezca otra vez; solo añadiré una cosa más, Utterson, y espero que no te lo tomes a mal: este es un asunto privado, y te ruego que no le des más vueltas.
Utterson reflexionó un poco mirando el fuego.
—No me cabe duda de que sabes lo que haces —dijo por fin, poniéndose en pie.
—Bien, pero ya que has mencionado la cuestión, y espero que por última vez —prosiguió el doctor—, hay algo que quiero que comprendas. Lo cierto es que tengo un gran interés por el pobre Hyde. Sé que lo has visto, me lo dijo, y temo que fuese grosero contigo. Pero la verdad es que tengo un grandísimo interés por ese joven; y, si muero, Utterson, quiero que me prometas que serás ecuánime con él y que defenderás sus derechos. Sé que lo harías si estuvieras al tanto de todo, y, si me lo prometieras, me quitarías un gran peso de encima.
—No puedo fingir que llegará a caerme simpático —dijo el abogado.
—No es eso lo que te pido —rogó Jekyll cogiéndolo del brazo—, solo te pido que seas justo y que lo ayudes en mi nombre, cuando yo no esté.
Utterson soltó un irreprimible suspiro.
—De acuerdo —dijo—. Lo prometo.
EL ASESINATO DE CAREW
APROXIMADAMENTE un año después, en octubre de 18…, sobrecogió Londres un crimen de una violencia inusitada, que resultaba aún más notorio por la elevada posición de la víctima. Los detalles eran pocos y sorprendentes. Una sirvienta, que vivía sola en una casa no lejos del río, había subido a su cuarto para acostarse a eso de las once. Aunque de madrugada la niebla cubrió la ciudad, las primeras horas de la noche el cielo estuvo despejado, y el callejón al que daba la ventana del cuarto estaba iluminado por el claro de luna. Por lo visto era un poco novelesca, pues se sentó en el arcón que había justo debajo de la ventana, y se quedó sumida en sus ensoñaciones. Nunca (decía, cuando contaba, con lágrimas en los ojos, su vivencia) se había sentido tan en paz con la humanidad, ni el mundo le había parecido un lugar tan placentero. Y, mientras estaba allí sentada, reparó en un anciano y apuesto caballero de cabello cano que se acercaba por el callejón, y en otro señor muy bajo que le salió al encuentro y a quien al principio apenas prestó atención. Cuando estuvieron lo bastante cerca para poder hablarse (justo debajo de la ventana de la sirvienta) el caballero de más edad hizo una reverencia y se acercó al otro con cortesía. No parecía que el motivo de la conversación tuviera gran importancia, y, de hecho, por el modo en que señalaba, daba la impresión de que se hubiera perdido y estuviera preguntando el camino. La luna le iluminaba la cara y la joven se deleitó contemplándola, pues daba la impresión de emanar una anticuada e inocente amabilidad y, al mismo tiempo, cierta altivez satisfecha. Después se fijó en el otro y le sorprendió reconocer en él a un tal señor Hyde, que en una ocasión había ido a visitar a su amo y le había inspirado una gran antipatía. Llevaba en la mano un pesado bastón con el que no paraba de juguetear, no le respondió una palabra y daba la impresión de escucharle con mal contenida impaciencia. De repente, estalló en cólera y empezó a dar patadas en el suelo, a blandir el bastón y a comportarse (tal como lo describió la sirvienta) como un loco. El anciano caballero retrocedió unos pasos, en apariencia muy extrañado y ligeramente ofendido, y en ese momento el señor Hyde perdió el control por completo y de un golpe lo derribó al suelo. Instantes después, estaba pisoteando a su víctima, presa de un frenesí simiesco, y descargaba sobre ella tal tunda de palos que se oía el crujido de los huesos al romperse y el cuerpo rodó por la calle. Horrorizada por lo que acababa de presenciar, la sirvienta se desmayó.
A eso de las dos de la mañana, volvió en sí y llamó a la policía. El asesino había huido hacía tiempo, pero su víctima seguía tirada en mitad del callejón, increíblemente desfigurada. El bastón con que se había cometido el crimen, aunque era de una madera rara, muy dura y pesada, se había partido por la mitad en aquella insensata crueldad: una mitad astillada había rodado hasta el arroyo y la otra, sin duda, se la había llevado consigo el asesino. Sobre la víctima se encontraron un monedero y un reloj de oro, pero ni tarjetas de visita ni otros documentos, salvo un sobre cerrado y lacrado, que probablemente iba a llevar al correo y que iba a nombre del señor Utterson.
Esa misma mañana se lo llevaron al abogado antes de que se levantara de la cama, y, en cuanto lo leyó y le explicaron las circunstancias del caso, adoptó una expresión muy seria.
—No diré nada hasta haber visto el cadáver —dijo—, parece un asunto muy grave. Tengan la bondad de esperar mientras me visto. —Y con la misma solemnidad desayunó a toda prisa y partió hacia la comisaría, adonde habían llevado el cadáver. Nada más entrar en la celda, asintió con la cabeza—: Sí, lo reconozco. Lamento decir que se trata de sir Danvers Carew.
—¡Dios mío! —exclamó el policía—, ¿será posible? —Y, un instante después, brilló en sus ojos la ambición profesional—. Esto va a hacer mucho ruido —dijo—. Tal vez pueda usted ayudarnos a encontrar a ese hombre.
Y le narró brevemente lo que había visto la criada y le mostró el bastón roto.
El señor Utterson se estremeció al oír el nombre de Hyde, pero cuando le enseñaron el bastón no pudo abrigar más dudas: a pesar de lo roto y estropeado que estaba, vio que se trataba de uno que él mismo le había regalado hacía unos años a Henry Jekyll.
—¿Sabe si ese tal Hyde es una persona de corta estatura? —preguntó.
—La sirvienta dijo que era muy bajo y muy malencarado —respondió el oficial.
El señor Utterson reflexionó, luego alzó la cabeza y afirmó:
—Si me acompañan en un coche, creo que puedo llevarles a su casa.
Para entonces eran cerca de las nueve de la mañana, y la primera niebla de la temporada se cernía sobre la ciudad. Una enorme mortaja de color chocolate se esforzaba por ocultar el cielo, pero el viento soplaba sin cesar y dispersaba aquel ejército de vapores, así que, mientras el coche rodaba muy despacio por las calles, el señor Utterson contempló una increíble variedad de gradaciones y matices de luces crepusculares: aquí estaba tan oscuro como en plena noche, allí brillaba un llamativo resplandor de color pardo, que parecía producto de alguna extraña explosión, y aquí la niebla se dispersaba un momento y se vislumbraba un exangüe rayo de luz entre los jirones arremolinados de la bruma. Visto bajo esas luces cambiantes, el sórdido barrio del Soho, con sus callejones embarrados, sus andrajosos habitantes y sus farolas, que nadie había apagado, o que habían vuelto a encender para combatir aquella triste invasión de las tinieblas, le pareció al abogado un barrio de una ciudad de pesadilla. Además, sus pensamientos no podían ser más lúgubres y cuando miró a su acompañante sintió ese terror que infunden a veces la ley y los agentes de la ley incluso a las personas más honradas.
Cuando el coche se detuvo en la dirección indicada, la niebla levantó un poco y mostró una calle sucia, una taberna barata, una casa de comidas francesa, un local donde vendían panfletos sensacionalistas a un penique y ensaladas a dos, muchos niños harapientos apiñados en los umbrales de las puertas, y varias mujeres de diversas nacionalidades que salían, llave en mano, a tomar la primera copa de la mañana; un instante después volvió a abatirse la niebla tan negra como el hollín y lo aisló de tan sórdidos alrededores. Allí vivía el protegido de Henry Jekyll, el presumible heredero de un cuarto de millón de libras.
Una anciana de rostro marfileño y cabello plateado les abrió la puerta. Tenía un rostro pérfido suavizado por la hipocresía, pero sus modales fueron exquisitos. Sí, afirmó, aquel era el domicilio del señor Hyde, pero ahora no estaba en casa; había llegado muy tarde esa noche, pero había vuelto a salir al cabo de una hora. No le había extrañado, pues tenía costumbres muy raras y se ausentaba con frecuencia; por ejemplo, hasta la noche pasada llevaba casi dos meses sin verlo.
—En ese caso, queremos ver sus habitaciones —dijo el abogado, y, cuando la mujer empezó a decir que eso era imposible, añadió—: Será mejor que le diga quién es este señor: se trata del inspector Newcomen de Scotland Yard.
Un destello de odioso regocijo cruzó el semblante de la mujer.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Así que se ha metido en un lío! ¿Qué es lo que ha hecho?
El señor Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
—No parece ser un hombre muy popular —observó este último—. Y ahora, señora mía, deje que este señor y yo echemos un vistazo.
De toda la casa, habitada solo por la vieja, el señor Hyde había utilizado solo dos habitaciones, aunque estaban amuebladas con lujo y buen gusto. La despensa estaba llena de botellas de vino, la vajilla era de plata, la mantelería elegante, de la pared colgaba un buen cuadro, regalo (supuso Utterson) de Henry Jekyll, que era todo un entendido, y las alfombras eran gruesas y de colores agradables. En ese momento, no obstante, las habitaciones parecían haber sido registradas a toda prisa: había ropa tirada por el suelo con los bolsillos vueltos del revés, los cajones estaban abiertos, y en la chimenea había una pila de ceniza, como si hubiesen quemado en ella muchos papeles. El inspector desenterró de aquel montón el lomo de un talonario de cheques de color verde que había resistido el fuego; encontraron la otra mitad del bastón detrás de la puerta, y, como eso confirmaba sus sospechas, el inspector se mostró encantado. Una visita al banco, donde encontraron varios miles de libras en una cuenta a nombre del asesino, completaron su alegría.
—Créame, señor mío —le dijo al señor Utterson—, lo tenemos en nuestras manos. Debe de haber perdido la cabeza, de lo contrario no se habría dejado olvidado el bastón y, sobre todo, no habría quemado el talonario. ¡Tarde o temprano necesitará dinero! No tenemos más que esperar a que acuda al banco y preparar unos pasquines.
Sin embargo, esto último no resultó tan sencillo, pues el señor Hyde tenía muy pocos amigos, incluso el amo de la sirvienta lo había visto solo dos veces; tampoco hubo forma de dar con su familia, nunca se había hecho fotografiar, y, como suele suceder, los pocos que podían describirlo no lograban ponerse de acuerdo. Tan solo coincidían en una cosa: en la inquietante sensación de inenarrable deformidad que producía el fugitivo en quienes lo veían.
A eso de las dos de la mañana, volvió en sí y llamó a la policía. El asesino había huido hacía tiempo, pero su víctima seguía tirada en mitad del callejón, increíblemente desfigurada. El bastón con que se había cometido el crimen, aunque era de una madera rara, muy dura y pesada, se había partido por la mitad en aquella insensata crueldad: una mitad astillada había rodado hasta el arroyo y la otra, sin duda, se la había llevado consigo el asesino. Sobre la víctima se encontraron un monedero y un reloj de oro, pero ni tarjetas de visita ni otros documentos, salvo un sobre cerrado y lacrado, que probablemente iba a llevar al correo y que iba a nombre del señor Utterson.
Esa misma mañana se lo llevaron al abogado antes de que se levantara de la cama, y, en cuanto lo leyó y le explicaron las circunstancias del caso, adoptó una expresión muy seria.
—No diré nada hasta haber visto el cadáver —dijo—, parece un asunto muy grave. Tengan la bondad de esperar mientras me visto. —Y con la misma solemnidad desayunó a toda prisa y partió hacia la comisaría, adonde habían llevado el cadáver. Nada más entrar en la celda, asintió con la cabeza—: Sí, lo reconozco. Lamento decir que se trata de sir Danvers Carew.
—¡Dios mío! —exclamó el policía—, ¿será posible? —Y, un instante después, brilló en sus ojos la ambición profesional—. Esto va a hacer mucho ruido —dijo—. Tal vez pueda usted ayudarnos a encontrar a ese hombre.
Y le narró brevemente lo que había visto la criada y le mostró el bastón roto.
El señor Utterson se estremeció al oír el nombre de Hyde, pero cuando le enseñaron el bastón no pudo abrigar más dudas: a pesar de lo roto y estropeado que estaba, vio que se trataba de uno que él mismo le había regalado hacía unos años a Henry Jekyll.
—¿Sabe si ese tal Hyde es una persona de corta estatura? —preguntó.
—La sirvienta dijo que era muy bajo y muy malencarado —respondió el oficial.
El señor Utterson reflexionó, luego alzó la cabeza y afirmó:
—Si me acompañan en un coche, creo que puedo llevarles a su casa.
Para entonces eran cerca de las nueve de la mañana, y la primera niebla de la temporada se cernía sobre la ciudad. Una enorme mortaja de color chocolate se esforzaba por ocultar el cielo, pero el viento soplaba sin cesar y dispersaba aquel ejército de vapores, así que, mientras el coche rodaba muy despacio por las calles, el señor Utterson contempló una increíble variedad de gradaciones y matices de luces crepusculares: aquí estaba tan oscuro como en plena noche, allí brillaba un llamativo resplandor de color pardo, que parecía producto de alguna extraña explosión, y aquí la niebla se dispersaba un momento y se vislumbraba un exangüe rayo de luz entre los jirones arremolinados de la bruma. Visto bajo esas luces cambiantes, el sórdido barrio del Soho, con sus callejones embarrados, sus andrajosos habitantes y sus farolas, que nadie había apagado, o que habían vuelto a encender para combatir aquella triste invasión de las tinieblas, le pareció al abogado un barrio de una ciudad de pesadilla. Además, sus pensamientos no podían ser más lúgubres y cuando miró a su acompañante sintió ese terror que infunden a veces la ley y los agentes de la ley incluso a las personas más honradas.
Cuando el coche se detuvo en la dirección indicada, la niebla levantó un poco y mostró una calle sucia, una taberna barata, una casa de comidas francesa, un local donde vendían panfletos sensacionalistas a un penique y ensaladas a dos, muchos niños harapientos apiñados en los umbrales de las puertas, y varias mujeres de diversas nacionalidades que salían, llave en mano, a tomar la primera copa de la mañana; un instante después volvió a abatirse la niebla tan negra como el hollín y lo aisló de tan sórdidos alrededores. Allí vivía el protegido de Henry Jekyll, el presumible heredero de un cuarto de millón de libras.
Una anciana de rostro marfileño y cabello plateado les abrió la puerta. Tenía un rostro pérfido suavizado por la hipocresía, pero sus modales fueron exquisitos. Sí, afirmó, aquel era el domicilio del señor Hyde, pero ahora no estaba en casa; había llegado muy tarde esa noche, pero había vuelto a salir al cabo de una hora. No le había extrañado, pues tenía costumbres muy raras y se ausentaba con frecuencia; por ejemplo, hasta la noche pasada llevaba casi dos meses sin verlo.
—En ese caso, queremos ver sus habitaciones —dijo el abogado, y, cuando la mujer empezó a decir que eso era imposible, añadió—: Será mejor que le diga quién es este señor: se trata del inspector Newcomen de Scotland Yard.
Un destello de odioso regocijo cruzó el semblante de la mujer.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Así que se ha metido en un lío! ¿Qué es lo que ha hecho?
El señor Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
—No parece ser un hombre muy popular —observó este último—. Y ahora, señora mía, deje que este señor y yo echemos un vistazo.
De toda la casa, habitada solo por la vieja, el señor Hyde había utilizado solo dos habitaciones, aunque estaban amuebladas con lujo y buen gusto. La despensa estaba llena de botellas de vino, la vajilla era de plata, la mantelería elegante, de la pared colgaba un buen cuadro, regalo (supuso Utterson) de Henry Jekyll, que era todo un entendido, y las alfombras eran gruesas y de colores agradables. En ese momento, no obstante, las habitaciones parecían haber sido registradas a toda prisa: había ropa tirada por el suelo con los bolsillos vueltos del revés, los cajones estaban abiertos, y en la chimenea había una pila de ceniza, como si hubiesen quemado en ella muchos papeles. El inspector desenterró de aquel montón el lomo de un talonario de cheques de color verde que había resistido el fuego; encontraron la otra mitad del bastón detrás de la puerta, y, como eso confirmaba sus sospechas, el inspector se mostró encantado. Una visita al banco, donde encontraron varios miles de libras en una cuenta a nombre del asesino, completaron su alegría.
—Créame, señor mío —le dijo al señor Utterson—, lo tenemos en nuestras manos. Debe de haber perdido la cabeza, de lo contrario no se habría dejado olvidado el bastón y, sobre todo, no habría quemado el talonario. ¡Tarde o temprano necesitará dinero! No tenemos más que esperar a que acuda al banco y preparar unos pasquines.
Sin embargo, esto último no resultó tan sencillo, pues el señor Hyde tenía muy pocos amigos, incluso el amo de la sirvienta lo había visto solo dos veces; tampoco hubo forma de dar con su familia, nunca se había hecho fotografiar, y, como suele suceder, los pocos que podían describirlo no lograban ponerse de acuerdo. Tan solo coincidían en una cosa: en la inquietante sensación de inenarrable deformidad que producía el fugitivo en quienes lo veían.
EL INCIDENTE DE LA CARTA
ERA ya tarde cuando el señor Utterson llamó a la puerta del doctor Jekyll, donde le recibió Poole, que le hizo pasar enseguida y lo llevó, a través de las cocinas y por un patio que antes había sido jardín, hasta el edificio que conocían indistintamente como el laboratorio o la sala de disección. El médico les había comprado la casa a los herederos de un famoso cirujano, y como sus gustos se inclinaban más por la química que por la anatomía, había cambiado el uso de las dependencias al fondo del jardín. Era la primera vez que recibían al abogado en aquella parte de la casa, y observó con curiosidad el sucio edificio sin ventanas, y miró en torno suyo con una desagradable sensación de extrañeza al cruzar el anfiteatro anatómico, antaño repleto de estudiantes inquietos y hoy vacío y silencioso, con las mesas llenas de instrumental químico, el suelo cubierto de paja y cajas de embalar, y la luz colándose débilmente por la neblinosa cúpula. Al otro extremo, un tramo de escaleras conducía hasta una puerta forrada de bayeta roja, a través de la cual entró por fin el abogado en el gabinete del médico. Era una sala grande, llena de vitrinas y amueblada, entre otras cosas, con un espejo de cuerpo entero y una mesa de despacho, y tenía tres ventanas con barrotes de hierro que daban al patio interior. El fuego ardía en la chimenea y había una lámpara encendida sobre la repisa, pues la niebla empezaba a espesar incluso dentro de las casas; y allí, al calor de la lumbre, estaba el doctor Jekyll con muy mal aspecto. No se levantó para recibir al visitante, pero le tendió una mano helada y le dio la bienvenida con una voz que sonaba distinta.
—Y bien —dijo el señor Utterson, nada más marcharse Poole—, ¿te has enterado de la noticia?
El médico se estremeció.
—Estaban pregonándolo por la plaza —respondió—. Lo he oído desde el comedor.
—Antes de nada —le interrumpió el abogado—. Carew era mi cliente, pero también lo eres tú, y quiero saber a qué atenerme. ¿No habrás sido tan loco de ocultar aquí a ese tipo?
—Utterson, te juro por Dios —gritó el médico—, te juro por Dios que no volveré a verle jamás. Te doy mi palabra de honor de que he acabado con él para siempre. Todo ha terminado. Y además él no quiere que le ayude, no lo conoces tan bien como yo; está a salvo, totalmente a salvo. Recuerda mis palabras: jamás se volverá a saber de él.
El abogado le escuchó con aire consternado, pues no le gustaba el aspecto febril de su amigo.
—Pareces muy seguro de él —dijo—, y espero por tu bien que tengas razón. Si llegase a celebrarse un juicio, podría salir a relucir tu nombre.
—Lo estoy —replicó Jekyll—. Y tengo motivos que no puedo confiar a nadie. Pero hay una cosa en la que sí puedes aconsejarme. He…, he recibido una carta, y no sé si debería avisar a la policía. Lo dejo en tus manos, Utterson, tengo absoluta confianza en ti y sé que obrarás con ecuanimidad.
—Supongo que temes que pueda conducir a su detención —observó el abogado.
—No —respondió el otro—. Me trae sin cuidado lo que le ocurra a Hyde, he terminado con él. Pensaba en mi propia reputación, que este odioso asunto ha puesto en peligro.
Utterson reflexionó un instante, pues le sorprendía —y al mismo tiempo le aliviaba— el egoísmo de su amigo.
—De acuerdo —dijo por fin—, déjame ver la carta.
Estaba escrita con una letra rara de trazos verticales y firmada «Edward Hyde». En ella se decía, de forma muy sucinta, que el doctor Jekyll, el benefactor de quien la escribía, a quien tan mal había pagado su infinita generosidad, no debía preocuparse por su seguridad, pues tenía medios para escapar en los que confiaba plenamente. Al abogado le complació aquella carta, pues otorgaba a aquella amistad un tono mejor del que imaginaba, y se culpó por haber sospechado de él en el pasado.
—¿Tienes el sobre? —preguntó.
—Lo quemé antes de saber de qué se trataba —replicó Jekyll—. Pero no llevaba sello. La carta vinieron a traerla en mano.
—¿Te importa que me la quede y lo consulte con la almohada? —preguntó Utterson.
—Quiero que decidas tú por mí —respondió—. He perdido la confianza en mí mismo.
—De acuerdo, lo pensaré —replicó el abogado—. Una cosa más: ¿fue Hyde quien dictó los términos de tu testamento respecto a tu posible desaparición?
El médico pareció sufrir una especie de desvanecimiento, apretó los labios y luego asintió con la cabeza.
—Lo sabía —afirmó Utterson—. Pensaba asesinarte. Has tenido mucha suerte, te has librado de milagro.
—No solo he tenido suerte —replicó el médico en tono solemne—: también he aprendido una lección…, ¡Dios mío, Utterson, no imaginas qué lección!
Y se cubrió un momento la cara con las manos.
Al salir, el abogado se detuvo e intercambió unas palabras con Poole.
—A propósito —dijo—, hoy han traído una carta. ¿Qué aspecto tenía el que la entregó?
Pero Poole estaba seguro de que no habían recibido nada que no fuera por correo.
—Y no eran más que unas circulares —añadió.
Esas noticias hicieron que el visitante se marchara con todos sus temores renovados. Era evidente que la carta había entrado por la puerta del laboratorio, tal vez incluso la hubiesen escrito en el gabinete, y, de ser así, había que juzgarla de otro modo y manejarla con la mayor cautela. En la calle los vendedores ambulantes de periódicos gritaban hasta enronquecer: «¡Edición especial! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!». Esa era la oración fúnebre de un cliente y un amigo, y no pudo sino temer que el buen nombre de otro amigo pudiera verse arrastrado por el torbellino del escándalo. La cuestión era, como mínimo, peliaguda; y, aunque estaba acostumbrado a decidir por sí mismo, empezó a concebir la idea de pedir consejo. No podía pedirlo directamente, pensó, pero tal vez pudiera obtenerlo de manera indirecta.
Poco después estaba sentado junto a su propia chimenea en compañía del señor Guest, su principal pasante, con una botella de vino añejo que había reposado largo tiempo en los cimientos de la casa, colocada justo entre ambos a una calculada distancia del fuego. La niebla seguía dormitando sobre la ciudad sumergida, donde las farolas brillaban como carbunclos; a través de la sofocante mordaza de aquellas nubes caídas, la vida de la gran ciudad seguía circulando por sus grandes arterias con un rumor parecido al de un fuerte viento. Pese a todo, la luz de la lumbre alegraba la habitación. En la botella los ácidos se habían atemperado hacía ya mucho, el color imperial se había suavizado con los años, igual que el color de las vidrieras se vuelve más profundo con el paso del tiempo, y el resplandor de la cálida tarde otoñal en los viñedos estaba a punto de liberarse y dispersar las nieblas londinenses. El abogado se fue ablandando insensiblemente. Con nadie tenía tan pocos secretos como con el señor Guest, y no siempre estaba seguro de guardar tantos como pretendía. Guest había visitado a menudo a Jekyll por motivos profesionales, conocía a Poole, tenía que haber oído hablar de la familiaridad del señor Hyde con aquella casa; podía sacar conclusiones: ¿no sería mejor que viera una carta que solventaba aquel misterio? Y, teniendo en cuenta que Guest era un especialista en grafología, ¿no lo tomaría por una deferencia natural? El pasante, además, era un hombre acostumbrado a dar consejos: difícilmente podría leer un documento tan extraño sin dar su opinión, y esa opinión le serviría al señor Utterson para determinar lo que hacer en el futuro.
—Un triste asunto lo de sir Danvers —dijo.
—Sí, señor, ciertamente. Ha causado un gran revuelo —respondió Guest—. Es evidente que ese hombre está loco.
—Me gustaría saber su opinión al respecto —replicó Utterson—. Precisamente tengo aquí un documento de su puño y letra, aunque debe quedar entre usted y yo, porque se trata de un asunto muy delicado y todavía no sé qué hacer. Pero ahí lo tiene, justo su especialidad: el autógrafo de un asesino.
A Guest se le iluminó la mirada y se sentó enseguida a estudiarlo con sumo interés.
—No, señor —dijo—, esto no lo ha escrito ningún loco, aunque sin duda es una letra muy rara.
—Y un escritor muy raro —añadió el abogado.
Justo en ese momento entró un sirviente con una nota.
—¿Es del doctor Jekyll, señor? —preguntó el pasante—. Me pareció reconocer la letra. ¿Se trata de algún asunto confidencial, señor Utterson?
—Es solo una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiere usted verla?
—Solo un momento. Gracias, señor. —El pasante colocó las dos hojas de papel la una junto a la otra y comparó minuciosamente su contenido—. Gracias —dijo por fin, devolviéndoselas—, es un autógrafo muy interesante.
Se hizo una pausa, en la que el señor Utterson se debatió consigo mismo.
—¿Por qué las ha comparado, Guest? —preguntó de pronto.
—En fin, señor —replicó el pasante—, tienen un singular parecido. Las dos letras son casi idénticas: solo se distinguen en su inclinación.
—Qué raro —dijo Utterson.
—Sí que lo es —respondió Guest.
—Yo no hablaría con nadie de esta carta —dijo el jurista.
—No, señor —repuso el pasante—. Lo comprendo.
En cuanto el señor Utterson se quedó solo, guardó la nota en la caja fuerte. «¿Qué está pasando aquí? —pensó—. ¡Henry Jekyll cometiendo una falsificación para un asesino!».
Y se le heló la sangre en las venas
—Y bien —dijo el señor Utterson, nada más marcharse Poole—, ¿te has enterado de la noticia?
El médico se estremeció.
—Estaban pregonándolo por la plaza —respondió—. Lo he oído desde el comedor.
—Antes de nada —le interrumpió el abogado—. Carew era mi cliente, pero también lo eres tú, y quiero saber a qué atenerme. ¿No habrás sido tan loco de ocultar aquí a ese tipo?
—Utterson, te juro por Dios —gritó el médico—, te juro por Dios que no volveré a verle jamás. Te doy mi palabra de honor de que he acabado con él para siempre. Todo ha terminado. Y además él no quiere que le ayude, no lo conoces tan bien como yo; está a salvo, totalmente a salvo. Recuerda mis palabras: jamás se volverá a saber de él.
El abogado le escuchó con aire consternado, pues no le gustaba el aspecto febril de su amigo.
—Pareces muy seguro de él —dijo—, y espero por tu bien que tengas razón. Si llegase a celebrarse un juicio, podría salir a relucir tu nombre.
—Lo estoy —replicó Jekyll—. Y tengo motivos que no puedo confiar a nadie. Pero hay una cosa en la que sí puedes aconsejarme. He…, he recibido una carta, y no sé si debería avisar a la policía. Lo dejo en tus manos, Utterson, tengo absoluta confianza en ti y sé que obrarás con ecuanimidad.
—Supongo que temes que pueda conducir a su detención —observó el abogado.
—No —respondió el otro—. Me trae sin cuidado lo que le ocurra a Hyde, he terminado con él. Pensaba en mi propia reputación, que este odioso asunto ha puesto en peligro.
Utterson reflexionó un instante, pues le sorprendía —y al mismo tiempo le aliviaba— el egoísmo de su amigo.
—De acuerdo —dijo por fin—, déjame ver la carta.
Estaba escrita con una letra rara de trazos verticales y firmada «Edward Hyde». En ella se decía, de forma muy sucinta, que el doctor Jekyll, el benefactor de quien la escribía, a quien tan mal había pagado su infinita generosidad, no debía preocuparse por su seguridad, pues tenía medios para escapar en los que confiaba plenamente. Al abogado le complació aquella carta, pues otorgaba a aquella amistad un tono mejor del que imaginaba, y se culpó por haber sospechado de él en el pasado.
—¿Tienes el sobre? —preguntó.
—Lo quemé antes de saber de qué se trataba —replicó Jekyll—. Pero no llevaba sello. La carta vinieron a traerla en mano.
—¿Te importa que me la quede y lo consulte con la almohada? —preguntó Utterson.
—Quiero que decidas tú por mí —respondió—. He perdido la confianza en mí mismo.
—De acuerdo, lo pensaré —replicó el abogado—. Una cosa más: ¿fue Hyde quien dictó los términos de tu testamento respecto a tu posible desaparición?
El médico pareció sufrir una especie de desvanecimiento, apretó los labios y luego asintió con la cabeza.
—Lo sabía —afirmó Utterson—. Pensaba asesinarte. Has tenido mucha suerte, te has librado de milagro.
—No solo he tenido suerte —replicó el médico en tono solemne—: también he aprendido una lección…, ¡Dios mío, Utterson, no imaginas qué lección!
Y se cubrió un momento la cara con las manos.
Al salir, el abogado se detuvo e intercambió unas palabras con Poole.
—A propósito —dijo—, hoy han traído una carta. ¿Qué aspecto tenía el que la entregó?
Pero Poole estaba seguro de que no habían recibido nada que no fuera por correo.
—Y no eran más que unas circulares —añadió.
Esas noticias hicieron que el visitante se marchara con todos sus temores renovados. Era evidente que la carta había entrado por la puerta del laboratorio, tal vez incluso la hubiesen escrito en el gabinete, y, de ser así, había que juzgarla de otro modo y manejarla con la mayor cautela. En la calle los vendedores ambulantes de periódicos gritaban hasta enronquecer: «¡Edición especial! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!». Esa era la oración fúnebre de un cliente y un amigo, y no pudo sino temer que el buen nombre de otro amigo pudiera verse arrastrado por el torbellino del escándalo. La cuestión era, como mínimo, peliaguda; y, aunque estaba acostumbrado a decidir por sí mismo, empezó a concebir la idea de pedir consejo. No podía pedirlo directamente, pensó, pero tal vez pudiera obtenerlo de manera indirecta.
Poco después estaba sentado junto a su propia chimenea en compañía del señor Guest, su principal pasante, con una botella de vino añejo que había reposado largo tiempo en los cimientos de la casa, colocada justo entre ambos a una calculada distancia del fuego. La niebla seguía dormitando sobre la ciudad sumergida, donde las farolas brillaban como carbunclos; a través de la sofocante mordaza de aquellas nubes caídas, la vida de la gran ciudad seguía circulando por sus grandes arterias con un rumor parecido al de un fuerte viento. Pese a todo, la luz de la lumbre alegraba la habitación. En la botella los ácidos se habían atemperado hacía ya mucho, el color imperial se había suavizado con los años, igual que el color de las vidrieras se vuelve más profundo con el paso del tiempo, y el resplandor de la cálida tarde otoñal en los viñedos estaba a punto de liberarse y dispersar las nieblas londinenses. El abogado se fue ablandando insensiblemente. Con nadie tenía tan pocos secretos como con el señor Guest, y no siempre estaba seguro de guardar tantos como pretendía. Guest había visitado a menudo a Jekyll por motivos profesionales, conocía a Poole, tenía que haber oído hablar de la familiaridad del señor Hyde con aquella casa; podía sacar conclusiones: ¿no sería mejor que viera una carta que solventaba aquel misterio? Y, teniendo en cuenta que Guest era un especialista en grafología, ¿no lo tomaría por una deferencia natural? El pasante, además, era un hombre acostumbrado a dar consejos: difícilmente podría leer un documento tan extraño sin dar su opinión, y esa opinión le serviría al señor Utterson para determinar lo que hacer en el futuro.
—Un triste asunto lo de sir Danvers —dijo.
—Sí, señor, ciertamente. Ha causado un gran revuelo —respondió Guest—. Es evidente que ese hombre está loco.
—Me gustaría saber su opinión al respecto —replicó Utterson—. Precisamente tengo aquí un documento de su puño y letra, aunque debe quedar entre usted y yo, porque se trata de un asunto muy delicado y todavía no sé qué hacer. Pero ahí lo tiene, justo su especialidad: el autógrafo de un asesino.
A Guest se le iluminó la mirada y se sentó enseguida a estudiarlo con sumo interés.
—No, señor —dijo—, esto no lo ha escrito ningún loco, aunque sin duda es una letra muy rara.
—Y un escritor muy raro —añadió el abogado.
Justo en ese momento entró un sirviente con una nota.
—¿Es del doctor Jekyll, señor? —preguntó el pasante—. Me pareció reconocer la letra. ¿Se trata de algún asunto confidencial, señor Utterson?
—Es solo una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiere usted verla?
—Solo un momento. Gracias, señor. —El pasante colocó las dos hojas de papel la una junto a la otra y comparó minuciosamente su contenido—. Gracias —dijo por fin, devolviéndoselas—, es un autógrafo muy interesante.
Se hizo una pausa, en la que el señor Utterson se debatió consigo mismo.
—¿Por qué las ha comparado, Guest? —preguntó de pronto.
—En fin, señor —replicó el pasante—, tienen un singular parecido. Las dos letras son casi idénticas: solo se distinguen en su inclinación.
—Qué raro —dijo Utterson.
—Sí que lo es —respondió Guest.
—Yo no hablaría con nadie de esta carta —dijo el jurista.
—No, señor —repuso el pasante—. Lo comprendo.
En cuanto el señor Utterson se quedó solo, guardó la nota en la caja fuerte. «¿Qué está pasando aquí? —pensó—. ¡Henry Jekyll cometiendo una falsificación para un asesino!».
Y se le heló la sangre en las venas
EL CONSIDERABLE CAMBIO SUFRIDO POR EL DOCTOR LANYON
PASÓ el tiempo, se ofrecieron miles de libras como recompensa, pues la muerte de sir Danvers se consideró un perjuicio público, pero el señor Hyde había desaparecido y estaba fuera del alcance de la policía, como si nunca hubiera existido. Se desenterró, eso sí, parte de su pasado, y salieron a la luz muchas historias infamantes acerca de la crueldad de aquel hombre, a la vez tan violento e indiferente, de la vileza de su vida, de sus malas compañías y del odio que parecía haber despertado siempre; pero de su paradero, ni palabra. Desde que se marchó de su casa en el Soho la mañana del asesinato, sencillamente se había volatilizado, y, poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, el señor Utterson fue tranquilizándose y recuperándose de la inquietud que le habían producido sus alarmas. A su entender, la muerte de sir Danvers era un precio pequeño a cambio de la desaparición del señor Hyde. Ahora que se había librado de aquella mala influencia, empezó una nueva vida para el doctor Jekyll. Abandonó su reclusión, reanudó el trato con los amigos, volvió a ser su anfitrión y su huésped habitual, y, aunque siempre se había distinguido por sus obras de caridad, empezó a ser conocido también por su religiosidad. Estaba muy ocupado, pasaba mucho tiempo al aire libre, le iban bien las cosas, su rostro pareció iluminarse, como por una paz interior, y durante más de dos meses Jekyll vivió en paz.
El ocho de enero Utterson había cenado con un pequeño grupo de amigos en casa del médico. Lanyon también había estado y el anfitrión los había tratado a ambos como en los viejos tiempos, cuando los tres eran amigos inseparables. El día doce, y nuevamente el catorce, el abogado se encontró con la puerta cerrada. El doctor se había encerrado en sus habitaciones, le explicó Poole, y no quería recibir a nadie. Volvió a intentarlo el día quince y volvieron a negarle la entrada, y, acostumbrado como estaba ahora a ver a su amigo casi a diario, esa vuelta a la soledad le sobrecogió el ánimo. La quinta noche invitó a Guest a cenar con él, y la sexta fue a visitar al doctor Lanyon.
Allí al menos no le prohibieron el acceso, pero al entrar le sorprendió el cambio que había sufrido el médico. Tenía una sentencia de muerte escrita de forma legible en su semblante. Su rostro rubicundo se había vuelto pálido, estaba muy delgado, visiblemente más calvo, y parecía mucho más viejo; y, sin embargo, no fueron tanto esos indicios de decadencia física lo que llamó la atención del abogado, sino un brillo en su mirada y un modo de actuar que parecían traslucir un profundo temor. Era improbable que el médico tuviera miedo a la muerte, y, no obstante, fue lo que Utterson se sintió tentado de pensar. «Sí —se dijo—, es médico, debe de estar al tanto de la gravedad de su estado y ser consciente de que sus días están contados, y no puede soportarlo». Y, sin embargo, cuando Utterson aludió a su mal aspecto, Lanyon declaró con gran firmeza que estaba acabado.
—He sufrido una enorme impresión —dijo—, y no me recuperaré nunca. Es cuestión de semanas. En fin, mi vida ha sido agradable; me gustaba, sí, antes me gustaba. A veces pienso que, si lo supiéramos todo, preferiríamos estar muertos.
—Jekyll también está enfermo —observó Utterson—. ¿Lo has visto?
Pero Lanyon se quedó demudado y levantó una mano temblorosa.
—No quiero ver ni oír hablar más del doctor Jekyll —dijo en voz alta y trémula—. He acabado con ese hombre, y te ruego que no aludas en mi presencia a una persona a quien tengo por muerta.
—Tonterías —dijo el señor Utterson, y luego, tras una pausa considerable, añadió—: ¿No hay nada que pueda hacer yo? —preguntó—. Los tres somos amigos desde antiguo, Lanyon, y ya no nos queda tiempo para hacer otros nuevos.
—No hay nada que hacer —replicó Lanyon—, pregúntale a él.
—Se niega a recibirme —explicó el abogado.
—No me sorprende. Algún día, Utterson, cuando yo haya muerto, tal vez llegues a averiguar la verdad de todo esto. No puedo añadir más. Entretanto, puedes hablarme de otras cosas, quédate y hazlo, por el amor de Dios; pero, si no puedes olvidar ese maldito asunto, entonces vete, pues no puedo soportarlo.
En cuanto llegó a casa, Utterson le escribió a Jekyll, quejándose de que se negara a recibirlo, y preguntándole por el motivo de su desdichada disputa con Lanyon. A la mañana siguiente, recibió una larga respuesta, escrita en tono patético y a veces muy misterioso. La ruptura con Lanyon era irreparable. «No culpo a nuestro viejo amigo —escribía Jekyll—, pero comparto su opinión de que no debemos volver a vernos. En adelante me dispongo a llevar una vida de reclusión; no te sorprendas, ni dudes de mi amistad, si, incluso para ti, encuentras mi puerta cerrada. Tendrás que dejar que haga las cosas a mi modo. He atraído sobre mí un castigo y un peligro innombrables. Pero ten en cuenta que, si soy el mayor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes. No imaginaba que en este mundo hubiese lugar para sufrimientos y terrores tan terribles, y lo único que puedes hacer para aliviar la crueldad de mi destino, Utterson, es respetar mi silencio». Utterson se quedó perplejo: la siniestra influencia de Hyde había desaparecido, el médico había vuelto a sus ocupaciones y reanudado sus antiguas amistades, una semana antes el futuro le sonreía con la promesa de una vejez alegre y honorable; y ahora, en un momento, la amistad, la paz de espíritu y todo el curso de su vida se iban a pique. Un cambio tan brusco e imprevisto apuntaba a la locura, pero, en vista de la opinión y la actitud de Lanyon, debía de haber alguna razón más profunda.
Una semana después, el doctor Lanyon se vio obligado a guardar cama, y, en menos de quince días, falleció. La noche después del funeral, que le conmovió mucho, Utterson cerró con llave la puerta de su despacho, y, a la luz melancólica de una vela, sacó y puso sobre la mesa un sobre con las señas escritas a mano y con el sello de su difunto amigo. En él estaba escrito enfáticamente: «CONFIDENCIAL: para ser entregado en mano TAN SOLO a J. G. Utterson, o para ser destruido sin ser leído en caso de que se produzca antes su fallecimiento», y el abogado sintió reparos al ir a conocer su contenido. «Hoy he enterrado a un amigo —pensó—. ¿Y si esto me hiciera perder otro?». Luego descartó sus temores por desleales y rompió el sello. Dentro había otro sobre, igualmente sellado, en el que decía: «No abrir hasta la muerte o desaparición del doctor Henry Jekyll». Utterson no podía dar crédito a sus ojos. Sí, otra vez se aludía a su desaparición, como en el descabellado testamento que le había devuelto hacía tiempo a su autor, una vez más la idea de una desaparición y el nombre de Henry Jekyll aparecían unidos. Pero, en el testamento, esa idea procedía de la siniestra sugerencia de Hyde, cuyas horribles intenciones eran evidentes. De la pluma de Lanyon, ¿qué significado podía tener? El abogado sintió una enorme curiosidad y estuvo tentado de saltarse la prohibición y ahondar de una vez por todas en aquel misterio, pero el pundonor profesional y la lealtad a su amigo fallecido eran unos vínculos demasiado fuertes, y el sobre volvió al rincón más profundo de la caja fuerte.
Una cosa es reprimir la curiosidad, y otra muy distinta vencerla, y es dudoso que, a partir de ese día, Utterson siguiera deseando ver al único amigo que le quedaba. Pensaba en él con afecto, pero estaba intranquilo y temeroso. Fue varias veces a verlo, pero le alivió que no le dejaran pasar; tal vez prefiriese, en el fondo, hablar con Poole en el umbral, rodeado del aire y los ruidos de la ciudad, antes que ser admitido en aquella casa voluntariamente convertida en una cárcel y sentarse a hablar con su inescrutable recluso. Poole, de hecho, no tenía buenas noticias que comunicarle. Al parecer, el doctor se recluía más que nunca en su despacho junto al laboratorio, y algunas veces pasaba allí la noche; estaba muy desanimado, se había vuelto muy silencioso, no leía, parecía muy preocupado por algo. Utterson se acostumbró de tal modo a la constante repetición de esos informes que, poco a poco, fue disminuyendo la frecuencia de sus visitas.
El ocho de enero Utterson había cenado con un pequeño grupo de amigos en casa del médico. Lanyon también había estado y el anfitrión los había tratado a ambos como en los viejos tiempos, cuando los tres eran amigos inseparables. El día doce, y nuevamente el catorce, el abogado se encontró con la puerta cerrada. El doctor se había encerrado en sus habitaciones, le explicó Poole, y no quería recibir a nadie. Volvió a intentarlo el día quince y volvieron a negarle la entrada, y, acostumbrado como estaba ahora a ver a su amigo casi a diario, esa vuelta a la soledad le sobrecogió el ánimo. La quinta noche invitó a Guest a cenar con él, y la sexta fue a visitar al doctor Lanyon.
Allí al menos no le prohibieron el acceso, pero al entrar le sorprendió el cambio que había sufrido el médico. Tenía una sentencia de muerte escrita de forma legible en su semblante. Su rostro rubicundo se había vuelto pálido, estaba muy delgado, visiblemente más calvo, y parecía mucho más viejo; y, sin embargo, no fueron tanto esos indicios de decadencia física lo que llamó la atención del abogado, sino un brillo en su mirada y un modo de actuar que parecían traslucir un profundo temor. Era improbable que el médico tuviera miedo a la muerte, y, no obstante, fue lo que Utterson se sintió tentado de pensar. «Sí —se dijo—, es médico, debe de estar al tanto de la gravedad de su estado y ser consciente de que sus días están contados, y no puede soportarlo». Y, sin embargo, cuando Utterson aludió a su mal aspecto, Lanyon declaró con gran firmeza que estaba acabado.
—He sufrido una enorme impresión —dijo—, y no me recuperaré nunca. Es cuestión de semanas. En fin, mi vida ha sido agradable; me gustaba, sí, antes me gustaba. A veces pienso que, si lo supiéramos todo, preferiríamos estar muertos.
—Jekyll también está enfermo —observó Utterson—. ¿Lo has visto?
Pero Lanyon se quedó demudado y levantó una mano temblorosa.
—No quiero ver ni oír hablar más del doctor Jekyll —dijo en voz alta y trémula—. He acabado con ese hombre, y te ruego que no aludas en mi presencia a una persona a quien tengo por muerta.
—Tonterías —dijo el señor Utterson, y luego, tras una pausa considerable, añadió—: ¿No hay nada que pueda hacer yo? —preguntó—. Los tres somos amigos desde antiguo, Lanyon, y ya no nos queda tiempo para hacer otros nuevos.
—No hay nada que hacer —replicó Lanyon—, pregúntale a él.
—Se niega a recibirme —explicó el abogado.
—No me sorprende. Algún día, Utterson, cuando yo haya muerto, tal vez llegues a averiguar la verdad de todo esto. No puedo añadir más. Entretanto, puedes hablarme de otras cosas, quédate y hazlo, por el amor de Dios; pero, si no puedes olvidar ese maldito asunto, entonces vete, pues no puedo soportarlo.
En cuanto llegó a casa, Utterson le escribió a Jekyll, quejándose de que se negara a recibirlo, y preguntándole por el motivo de su desdichada disputa con Lanyon. A la mañana siguiente, recibió una larga respuesta, escrita en tono patético y a veces muy misterioso. La ruptura con Lanyon era irreparable. «No culpo a nuestro viejo amigo —escribía Jekyll—, pero comparto su opinión de que no debemos volver a vernos. En adelante me dispongo a llevar una vida de reclusión; no te sorprendas, ni dudes de mi amistad, si, incluso para ti, encuentras mi puerta cerrada. Tendrás que dejar que haga las cosas a mi modo. He atraído sobre mí un castigo y un peligro innombrables. Pero ten en cuenta que, si soy el mayor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes. No imaginaba que en este mundo hubiese lugar para sufrimientos y terrores tan terribles, y lo único que puedes hacer para aliviar la crueldad de mi destino, Utterson, es respetar mi silencio». Utterson se quedó perplejo: la siniestra influencia de Hyde había desaparecido, el médico había vuelto a sus ocupaciones y reanudado sus antiguas amistades, una semana antes el futuro le sonreía con la promesa de una vejez alegre y honorable; y ahora, en un momento, la amistad, la paz de espíritu y todo el curso de su vida se iban a pique. Un cambio tan brusco e imprevisto apuntaba a la locura, pero, en vista de la opinión y la actitud de Lanyon, debía de haber alguna razón más profunda.
Una semana después, el doctor Lanyon se vio obligado a guardar cama, y, en menos de quince días, falleció. La noche después del funeral, que le conmovió mucho, Utterson cerró con llave la puerta de su despacho, y, a la luz melancólica de una vela, sacó y puso sobre la mesa un sobre con las señas escritas a mano y con el sello de su difunto amigo. En él estaba escrito enfáticamente: «CONFIDENCIAL: para ser entregado en mano TAN SOLO a J. G. Utterson, o para ser destruido sin ser leído en caso de que se produzca antes su fallecimiento», y el abogado sintió reparos al ir a conocer su contenido. «Hoy he enterrado a un amigo —pensó—. ¿Y si esto me hiciera perder otro?». Luego descartó sus temores por desleales y rompió el sello. Dentro había otro sobre, igualmente sellado, en el que decía: «No abrir hasta la muerte o desaparición del doctor Henry Jekyll». Utterson no podía dar crédito a sus ojos. Sí, otra vez se aludía a su desaparición, como en el descabellado testamento que le había devuelto hacía tiempo a su autor, una vez más la idea de una desaparición y el nombre de Henry Jekyll aparecían unidos. Pero, en el testamento, esa idea procedía de la siniestra sugerencia de Hyde, cuyas horribles intenciones eran evidentes. De la pluma de Lanyon, ¿qué significado podía tener? El abogado sintió una enorme curiosidad y estuvo tentado de saltarse la prohibición y ahondar de una vez por todas en aquel misterio, pero el pundonor profesional y la lealtad a su amigo fallecido eran unos vínculos demasiado fuertes, y el sobre volvió al rincón más profundo de la caja fuerte.
Una cosa es reprimir la curiosidad, y otra muy distinta vencerla, y es dudoso que, a partir de ese día, Utterson siguiera deseando ver al único amigo que le quedaba. Pensaba en él con afecto, pero estaba intranquilo y temeroso. Fue varias veces a verlo, pero le alivió que no le dejaran pasar; tal vez prefiriese, en el fondo, hablar con Poole en el umbral, rodeado del aire y los ruidos de la ciudad, antes que ser admitido en aquella casa voluntariamente convertida en una cárcel y sentarse a hablar con su inescrutable recluso. Poole, de hecho, no tenía buenas noticias que comunicarle. Al parecer, el doctor se recluía más que nunca en su despacho junto al laboratorio, y algunas veces pasaba allí la noche; estaba muy desanimado, se había vuelto muy silencioso, no leía, parecía muy preocupado por algo. Utterson se acostumbró de tal modo a la constante repetición de esos informes que, poco a poco, fue disminuyendo la frecuencia de sus visitas.
EL INCIDENTE DE LA VENTANA
UN domingo, mientras el señor Utterson daba su acostumbrado paseo con el señor Enfield, sucedió que su camino volvió a llevarles por el callejón y, al pasar por delante de la puerta, los dos se detuvieron a contemplarla.
—Bueno —dijo Enfield—, al menos esa historia ha terminado. No volveremos a ver al señor Hyde.
—Eso espero —respondió Utterson—. ¿Te he contado que lo vi una vez y me produjo la misma sensación de repulsión que a ti?
—Una cosa iba unida a la otra —replicó Enfield—. Y, a propósito, ¡debí de parecerte un idiota por no saber que esta puerta era la entrada trasera a la casa del doctor Jekyll! La culpa de que lo descubriera fue en parte tuya.
—¿Así que llegaste a averiguarlo? —dijo Utterson—. En ese caso, podemos entrar al patio y echarle un vistazo a las ventanas. Para serte sincero, estoy preocupado por el pobre Jekyll; y, aunque sea desde fuera, tengo la sensación de que la presencia de un amigo puede serle de ayuda.
El patio era muy frío y húmedo, y estaba sumido ya en un prematuro crepúsculo, a pesar de que el cielo en lo alto seguía siendo luminoso. La ventana del centro estaba entreabierta y sentado junto a ella, tomando el fresco con un aire de infinita melancolía, como un prisionero desconsolado, Utterson vio al doctor Jekyll.
—¡Hombre, Jekyll! —exclamó—. Confío en que estés mejor.
—Estoy muy deprimido, Utterson —replicó el médico con voz triste—, mucho. Gracias a Dios, ya no durará mucho.
—Pasas demasiado tiempo en casa —dijo el abogado—. Tendrías que salir más, activar la circulación como hacemos el señor Enfield y yo. (Este es mi primo…, el señor Enfield…, el doctor Jekyll). Vamos, coge el sombrero y ven a dar una vuelta con nosotros.
—Te lo agradezco mucho —suspiró el otro—, nada me gustaría más, pero no, no, no, es imposible. No me atrevo. Pero, de verdad, Utterson, me alegro mucho de verte; es un auténtico placer, os invitaría a subir a ti y al señor Enfield, pero este sitio no está en condiciones.
—Pues entonces —dijo el abogado en tono cordial—, lo mejor es que nos quedemos aquí y sigamos hablando desde donde estamos.
—Es justo lo que iba a atreverme a proponeros —respondió el médico con una sonrisa.
Pero apenas había pronunciado esas palabras cuando la sonrisa se borró de su rostro y se transformó en una expresión de un terror y una desesperación tan abyectos que a los dos caballeros de abajo se les heló la sangre en las venas. Ambos lo vieron solo un instante, pues enseguida cerraron la ventana, pero con eso bastó para que los dos se dieran la vuelta y se marcharan sin decir palabra. Recorrieron el callejón en silencio y hasta que no llegaron a una calle cercana, donde incluso en domingo había bastante movimiento, el señor Utterson no se volvió a mirar a su acompañante. Los dos estaban muy pálidos y tenían una horrorizada respuesta en la mirada.
—Que Dios nos perdone, que Dios nos perdone —dijo el señor Utterson.
El señor Enfield se limitó a asentir con la cabeza y siguió andando en silencio.
—Bueno —dijo Enfield—, al menos esa historia ha terminado. No volveremos a ver al señor Hyde.
—Eso espero —respondió Utterson—. ¿Te he contado que lo vi una vez y me produjo la misma sensación de repulsión que a ti?
—Una cosa iba unida a la otra —replicó Enfield—. Y, a propósito, ¡debí de parecerte un idiota por no saber que esta puerta era la entrada trasera a la casa del doctor Jekyll! La culpa de que lo descubriera fue en parte tuya.
—¿Así que llegaste a averiguarlo? —dijo Utterson—. En ese caso, podemos entrar al patio y echarle un vistazo a las ventanas. Para serte sincero, estoy preocupado por el pobre Jekyll; y, aunque sea desde fuera, tengo la sensación de que la presencia de un amigo puede serle de ayuda.
El patio era muy frío y húmedo, y estaba sumido ya en un prematuro crepúsculo, a pesar de que el cielo en lo alto seguía siendo luminoso. La ventana del centro estaba entreabierta y sentado junto a ella, tomando el fresco con un aire de infinita melancolía, como un prisionero desconsolado, Utterson vio al doctor Jekyll.
—¡Hombre, Jekyll! —exclamó—. Confío en que estés mejor.
—Estoy muy deprimido, Utterson —replicó el médico con voz triste—, mucho. Gracias a Dios, ya no durará mucho.
—Pasas demasiado tiempo en casa —dijo el abogado—. Tendrías que salir más, activar la circulación como hacemos el señor Enfield y yo. (Este es mi primo…, el señor Enfield…, el doctor Jekyll). Vamos, coge el sombrero y ven a dar una vuelta con nosotros.
—Te lo agradezco mucho —suspiró el otro—, nada me gustaría más, pero no, no, no, es imposible. No me atrevo. Pero, de verdad, Utterson, me alegro mucho de verte; es un auténtico placer, os invitaría a subir a ti y al señor Enfield, pero este sitio no está en condiciones.
—Pues entonces —dijo el abogado en tono cordial—, lo mejor es que nos quedemos aquí y sigamos hablando desde donde estamos.
—Es justo lo que iba a atreverme a proponeros —respondió el médico con una sonrisa.
Pero apenas había pronunciado esas palabras cuando la sonrisa se borró de su rostro y se transformó en una expresión de un terror y una desesperación tan abyectos que a los dos caballeros de abajo se les heló la sangre en las venas. Ambos lo vieron solo un instante, pues enseguida cerraron la ventana, pero con eso bastó para que los dos se dieran la vuelta y se marcharan sin decir palabra. Recorrieron el callejón en silencio y hasta que no llegaron a una calle cercana, donde incluso en domingo había bastante movimiento, el señor Utterson no se volvió a mirar a su acompañante. Los dos estaban muy pálidos y tenían una horrorizada respuesta en la mirada.
—Que Dios nos perdone, que Dios nos perdone —dijo el señor Utterson.
El señor Enfield se limitó a asentir con la cabeza y siguió andando en silencio.
LA ÚLTIMA NOCHE
UNA noche, después de cenar, el señor Utterson estaba sentado junto al fuego, cuando le sorprendió recibir la visita de Poole.
—¡Poole, hombre de Dios! ¿Qué le trae por aquí? —exclamó. Y, después de mirarlo con más atención, añadió—: ¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo el doctor?
—Señor Utterson —respondió el sirviente—, algo va mal.
—Siéntese y sírvase una copa de vino —respondió el abogado—. Y, ahora, tranquilícese y dígame sin tapujos qué es lo que quiere.
—Ya sabe cómo es el doctor —replicó Poole—, ahora le ha dado por encerrarse. Se ha encerrado en su gabinete, y no me gusta un pelo, señor…, que me aspen si me gusta. Tengo miedo, señor Utterson.
—Vamos, hombre —le animó el abogado—, sea usted un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo?
—Hace más de una semana que lo tengo —respondió Poole, evitando con tozudez responder a la pregunta—, y ya no aguanto más. —Su aspecto corroboraba ampliamente sus palabras, sus ademanes estaban alterados y, a excepción del instante en que había anunciado su miedo por primera vez, no había mirado al abogado a la cara en ningún momento. Incluso ahora seguía con la copa de vino intacta sobre la rodilla y los ojos fijos en un rincón—. ¡No aguanto más! —repitió.
—Vamos —dijo el abogado—, veo que no le faltan motivos, Poole, y que se trata de algo grave. Trate de explicarme de qué se trata.
—Me parece que hay juego sucio de por medio —dijo secamente Poole.
—¡Juego sucio! —exclamó el abogado, muy asustado y por consiguiente un tanto irascible—. ¿Cómo que juego sucio? ¿Qué es lo que pretende?
—No me atrevo a decirlo, señor. ¿No querría usted acompañarme y verlo usted mismo?
La única respuesta del señor Utterson fue levantarse y coger el sombrero y el abrigo, pero observó con sorpresa el alivio que se pintó en el rostro del mayordomo y que la copa de vino seguía intacta cuando la dejó en la mesa para acompañarlo.
Hacía una noche fría y desapacible de marzo, con una luna pálida que parecía caída de espaldas como si el viento la hubiese derribado y un tropel de nubes de textura diáfana y algodonosa que volaban a toda prisa. El viento hacía que fuese difícil hablar y enrojecía las mejillas. Además, parecía haber vaciado las calles de gente y el señor Utterson pensó que nunca había visto esa zona de Londres tan desierta. Deseó que no fuera así, nunca en toda su vida había necesitado tanto ver y tocar al prójimo, pues, por mucho que trataba de pensar en otra cosa, no lograba quitarse de la cabeza el aplastante presentimiento de que se avecinaba algún desastre. Cuando llegaron a la plaza la encontraron azotada por el viento, que levantaba nubes de polvo y agitaba los delgados árboles del jardín contra la verja. Poole, que había ido todo el camino uno o dos pasos por delante, se detuvo en mitad de la acera, y, a pesar del frío, se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo de color rojo. Sin embargo, y a pesar de las prisas, no eran gotas de esfuerzo lo que se enjugaba, sino el sudor de un temor sofocante, pues estaba muy pálido y su voz sonaba áspera y entrecortada.
FIN
—¡Poole, hombre de Dios! ¿Qué le trae por aquí? —exclamó. Y, después de mirarlo con más atención, añadió—: ¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo el doctor?
—Señor Utterson —respondió el sirviente—, algo va mal.
—Siéntese y sírvase una copa de vino —respondió el abogado—. Y, ahora, tranquilícese y dígame sin tapujos qué es lo que quiere.
—Ya sabe cómo es el doctor —replicó Poole—, ahora le ha dado por encerrarse. Se ha encerrado en su gabinete, y no me gusta un pelo, señor…, que me aspen si me gusta. Tengo miedo, señor Utterson.
—Vamos, hombre —le animó el abogado—, sea usted un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo?
—Hace más de una semana que lo tengo —respondió Poole, evitando con tozudez responder a la pregunta—, y ya no aguanto más. —Su aspecto corroboraba ampliamente sus palabras, sus ademanes estaban alterados y, a excepción del instante en que había anunciado su miedo por primera vez, no había mirado al abogado a la cara en ningún momento. Incluso ahora seguía con la copa de vino intacta sobre la rodilla y los ojos fijos en un rincón—. ¡No aguanto más! —repitió.
—Vamos —dijo el abogado—, veo que no le faltan motivos, Poole, y que se trata de algo grave. Trate de explicarme de qué se trata.
—Me parece que hay juego sucio de por medio —dijo secamente Poole.
—¡Juego sucio! —exclamó el abogado, muy asustado y por consiguiente un tanto irascible—. ¿Cómo que juego sucio? ¿Qué es lo que pretende?
—No me atrevo a decirlo, señor. ¿No querría usted acompañarme y verlo usted mismo?
La única respuesta del señor Utterson fue levantarse y coger el sombrero y el abrigo, pero observó con sorpresa el alivio que se pintó en el rostro del mayordomo y que la copa de vino seguía intacta cuando la dejó en la mesa para acompañarlo.
Hacía una noche fría y desapacible de marzo, con una luna pálida que parecía caída de espaldas como si el viento la hubiese derribado y un tropel de nubes de textura diáfana y algodonosa que volaban a toda prisa. El viento hacía que fuese difícil hablar y enrojecía las mejillas. Además, parecía haber vaciado las calles de gente y el señor Utterson pensó que nunca había visto esa zona de Londres tan desierta. Deseó que no fuera así, nunca en toda su vida había necesitado tanto ver y tocar al prójimo, pues, por mucho que trataba de pensar en otra cosa, no lograba quitarse de la cabeza el aplastante presentimiento de que se avecinaba algún desastre. Cuando llegaron a la plaza la encontraron azotada por el viento, que levantaba nubes de polvo y agitaba los delgados árboles del jardín contra la verja. Poole, que había ido todo el camino uno o dos pasos por delante, se detuvo en mitad de la acera, y, a pesar del frío, se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo de color rojo. Sin embargo, y a pesar de las prisas, no eran gotas de esfuerzo lo que se enjugaba, sino el sudor de un temor sofocante, pues estaba muy pálido y su voz sonaba áspera y entrecortada.
FIN