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En el barranco

antón chéjov
I
La aldea de Ukléievo se asentaba en un barranco, por lo que desde la carretera y la estación de ferrocarril sólo se divisaban el campanario y las chimeneas de las fábricas textiles. Cuando algún viajero preguntaba qué aldea era esa, se le respondía:
—Aquella en la que el sacristán se comió todo el caviar en un entierro. Pues en cierta ocasión, en el funeral del fabricante Kostiukov, el viejo sacristán, tras ver entre los entremeses una fuente de caviar, se lo comió todo con avidez; trataron de hablarle, de cogerle por la manga, pero parecía fuera de sí a causa del arrobamiento: no se enteraba de nada y se limitaba a comer. Se comió todo el caviar, y eso que había unas cuatro libras.

Había pasado mucho tiempo desde entonces y el sacristán había muerto tiempo atrás, pero aún se seguía recordando el suceso del caviar. Debía de ser que la vida local era en extremo pobre o que la gente sólo había reparado en ese suceso insustancial, que había acontecido diez años antes, pues era lo único que se comentaba a propósito de Ukléievo.

En la aldea no habían desaparecido las epidemias de fiebres e incluso en verano había una espesa capa de barro, especialmente junto a las cercas, sobre las que se inclinaban los viejos sauces, proyectando su ancha sombra. El lugar siempre olía a los desechos de las fábricas y a ácido acético, que se utilizaba en la elaboración del percal. Las fábricas —tres de percal y una de pieles— no se encontraban en la aldea, sino junto a ella, a una cierta distancia. Eran fábricas pequeñas, que empleaban en total a cerca de cuatrocientos trabajadores, no más. Por culpa de la fábrica de pieles, el agua del río a menudo hedía; los desechos contaminaban las praderas y el ganado de los campesinos sufría de carbunco, por lo que sobre la fábrica pesaba una orden de cierre. De hecho se consideraba que estaba cerrada, pero seguía funcionando en secreto, con conocimiento del comisario de policía del distrito y del médico de la región, a los que el propietario pagaba una cantidad de diez rublos al mes. En toda la aldea sólo había dos casas bien construidas, de piedra, con techumbre de metal; una de ellas alojaba a la administración provincial, mientras en la otra, una vivienda de dos plantas, situada frente a la iglesia, vivía Grigori Petrov Tsibukin, el ricacho del lugar.

Grigori era propietario de una tienda de comestibles, que sólo le servía para salvar las apariencias; en realidad, se dedicaba a comerciar con vodka, ganado vacuno, pieles, semillas y cerdos; comerciaba con todo lo que fuera menester y cuando, por ejemplo, en el extranjero había demanda de plumas para los sombreros de mujer, pagaba treinta kopeks por cada pareja de urracas; también talaba los bosques y daba dinero a crédito; en general, podía decirse de él que era un viejo despierto.
Tenía dos hijos. El mayor, Anísim, trabajaba en la policía secreta, por lo que iba poco por casa. El pequeño, Stepán, se ocupaba de la parcela comercial y ayudaba a su padre, aunque poca ayuda se podía esperar de él, pues era sordo y de débil salud; su esposa, Aksinia, una mujer hermosa y esbelta que iba a las fiestas con sombrero y sombrilla, se levantaba temprano, se iba tarde a la cama y se pasaba el día entero trajinando, con la falda recogida y un rumor de llaves, ya en el granero, en el almacén o en la tienda; el viejo Tsibukin la contemplaba con satisfacción, con ojos brillantes, y en esos momentos se lamentaba de que no estuviera casada con su hijo mayor, sino con el pequeño, un sordo que no era capaz de apreciar la belleza femenina.

El viejo siempre sintió inclinación por la vida familiar; amaba a su familia por encima de todas las cosas, especialmente a su hijo mayor, que trabajaba en la policía secreta, y a su nuera. Poco después de casarse con el sordo, Aksinia demostró una diligencia extraordinaria, y al poco tiempo ya sabía a quién se podía entregar dinero a crédito y a quién no, custodiaba las llaves, que no confiaba ni a su propio marido, hacía cálculos con el ábaco, inspeccionaba los dientes de los caballos, lo mismo que un mujik, y no paraba de reír y lanzar gritos; e hiciera lo que hiciese y dijera lo que dijese, el viejo se conmovía y murmuraba:

—¡Muy bien, nuera! Muy bien, bonita, madrecita…

Tsibukin era viudo, pero un año después de la boda del hijo no pudo contenerse y decidió casarse. A treinta kilómetros de Ukléievo le encontraron una muchacha, Varvara Nikoláievna, de buena familia, ya madura, pero bella y de buen ver. En cuanto se instaló en su habitación, en la planta de arriba, todo pareció iluminarse en la casa, como si en todas las ventanas hubieran colocado cristales nuevos. Las lamparillas empezaron a lucir, las mesas se cubrieron de unos manteles tan blancos como la nieve, en los alféizares de las ventanas y en el jardincillo delantero aparecieron flores de rojas corolas, y ya no se comía de una escudilla común, sino que cada uno tenía su plato. Varvara Nikoláievna sonreía con gracia y ternura, y parecía como si la casa entera sonriera. Y en el patio, que antes se hallaba completamente desierto, empezaron a verse pobres, peregrinos y romeros; bajo las ventanas se escuchaban las voces lastimeras y cantarinas de las mujeres de Ukléievo y las toses culpables de los débiles y demacrados mujiks, expulsados de la fábrica por embriaguez. Varvara les daba dinero, pan y ropa vieja; más tarde, una vez habituada a la casa, empezó a abastecerse de la tienda. En una ocasión el sordo vio cómo sacaba dos paquetes de té y se quedó perplejo.

—Mamá se ha llevado dos paquetes de té —le informó después a su padre—. ¿Dónde hay que anotarlos?

El viejo no le respondió; se puso en pie, permaneció un rato pensativo, moviendo las cejas, y, finalmente, subió a la habitación de su mujer.

—Varvarushka, si necesitas algo de la tienda, madrecita —le dijo con ternura—, ve y cógelo. Cógelo con toda confianza, sin temor.

Y al día siguiente el sordo, al tiempo que atravesaba el patio, le gritó:

—¡Madrecita, si necesita algo, cójalo!

​La entrega de limosnas constituía algo nuevo, alegre y ligero, lo mismo que las lamparillas y las flores rojas. Cuando durante la víspera de la vigilia o la fiesta del patrón, que se prolongaba durante tres días, se vendía a los mujiks carne salada podrida, con un olor tan repugnante que resultaba difícil estar junto al tonel, y se aceptaba como pago que los borrachos depositaran en prenda sus guadañas, sus gorras o los pañuelos de sus mujeres; o cuando los obreros de la fábrica, entontecidos por el vodka adulterado, se revolcaban en el barro, y el pecado parecía espesarse en el aire como niebla, la idea de que allí mismo, en la casa, vivía una mujer discreta y limpia, que no tenía nada que ver con la carne salada ni con el vodka, hacía que todo fuera más fácil de sobrellevar; en esos días nublados y pesados, sus limosnas tenían el mismo efecto que la válvula de escape de una maquinaria.

En casa de Tsibukin todos estaban siempre ocupados. Antes de que saliera el sol ya se oían los resoplidos de Aksinia, que lavaba en el zaguán, y el samovar bullía y zumbaba en la cocina, anunciando algo malo. El viejo Grigori Petrov, vestido con una larga levita negra y unos pantalones de percal, y calzado con unas botas altas y brillantes, se paseaba, limpio y pequeño, por las habitaciones, haciendo sonar los tacones, como el suegro de una conocida canción. Abrían la tienda. Cuando empezaba a lucir el sol sacaban al porche un pequeño carruaje y el viejo, rejuvenecido, se sentaba en él, calándose su gran gorro hasta las orejas; nadie que lo viera entonces pensaría que tenía cincuenta y seis años. Lo acompañaban su mujer o su nuera; en esos momentos, cuando iba vestido con una levita limpia y cara y al coche habían enganchado un enorme y lustroso potro que había costado trescientos rublos, al viejo no le gustaba que se le acercaran los mujiks con sus peticiones y sus lamentos; odiaba y desdeñaba a los mujiks, y, si veía a alguno parado junto al camino, le gritaba con ira:

—¿Qué haces ahí? ¡Sigue tu camino!

O gritaba, si se trataba de un pordiosero:

—¡Dios proveerá!

Se dirigía a sus asuntos; su mujer, vestida con un delantal oscuro, negro, arreglaba la habitación o ayudaba en la cocina. Aksinia se ocupaba de la tienda; en el patio se oía cómo tintineaban las botellas y las monedas, cómo Aksinia se reía o gritaba y cómo se enfadaban los compradores a los que ofendía; al mismo tiempo, podía percibirse que en la tienda ya había comenzado la venta clandestina de vodka. El sordo también se quedaba en la tienda, o bien paseaba por la calle, sin gorra, con las manos en los bolsillos, contemplando con descuido las isbas o levantando la vista al cielo. Los habitantes de la casa bebían té unas seis veces al día y unas cuatro se sentaban a la mesa para comer; por la noche calculaban y anotaban las ganancias, y después se quedaban profundamente dormidos.

Las tres fábricas de percal de Ukléievo, así como las viviendas de los fabricantes, los Jrimin mayores, los Jrimin menores y Kostiukov, estaban comunicadas por el teléfono. También instalaron un teléfono en la administración provincial, pero pronto dejó de funcionar, ya que en él aparecieron chinches y cucarachas. El jefe de la administración era hombre poco instruido y en los documentos escribía todas las palabras con letras mayúsculas, pero cuando se estropeó el teléfono exclamó:
—Sí, ahora que estamos sin teléfono todo será más difícil.

Los Jrimin mayores estaban pleiteando continuamente con los Jrimin menores y estos, a su vez, discutían en ocasiones entre ellos e iniciaban pleitos; cuando eso sucedía su fábrica permanecía parada durante unos dos meses, hasta que volvían a reconciliarse, lo que distraía a los habitantes de Ukléievo, ya que con ocasión de cada discusión se producían muchas conversaciones y chismorreos. Durante las fiestas Kostiukov y los Jrimin menores adornaban un carruaje, con el que atravesaban a toda velocidad las calles de Ukléievo, atropellando a algún ternero. Aksinia, engalanada con una susurrante falda almidonada y sus mejores ropas, se paseaba por la calle, cerca de la tienda. Los Jrimin menores la cogían y se la llevaban, al parecer por la fuerza. Entonces salía también el viejo Tsibukin, para mostrar su nuevo caballo, llevando a Varvara consigo.

Por la noche, después del paseo en coche, cuando la gente ya dormía, en el patio de los Jrimin menores se oían los sones de un caro acordeón; y si había luna, esos sonidos causaban alegría y emoción en el alma, y Ukléievo dejaba de parecer un agujero.
II
El hijo mayor, Anísim, rara vez iba por la casa, sólo con ocasión de alguna fiesta señalada, pero a menudo enviaba por medio de los lugareños regalos y cartas, escritas con una caligrafía ajena, muy bella, siempre en una hoja de papel de barba, al estilo de una petición. Las cartas estaban llenas de expresiones que Anísim no utilizaba en su habla: «Queridos mamá y papá, os envío una libra de té de flores para satisfacción de vuestras necesidades físicas».

En la parte inferior de cada carta había sido pergeñado, como con una pluma estropeada: «Anísim Tsibukin», y debajo de esas palabras, de nuevo con la misma excelente caligrafía: «Agente».

Las cartas se leían en voz alta varias veces, y el viejo, emocionado, rojo de emoción, exclamaba:

—Bueno, no quiso vivir en casa, se decidió por la instrucción. ¡Qué se le va a hacer! Cada uno debe seguir su inclinación.

En una ocasión, antes de carnaval, cayó una fuerte lluvia con granizo; el viejo y Varvara se acercaron a la ventana para contemplar el temporal y vieron llegar a Anísim en un trineo, procedente de la estación. No le esperaban en absoluto. Entró en la habitación, inquieto y alarmado por algo, y así estuvo todo el tiempo; la despreocupación que mostraba y la poca prisa que se daba por regresar parecían indicar que lo habían destituido de su puesto. Varvara se alegró de su llegada; le miraba con aire risueño, suspiraba y meneaba la cabeza.

—¿Cómo es eso, padrecito? —decía—. El mozo ya ha cumplido veintiocho años y sin embargo sigue soltero. Ay, ay, ay…

En la habitación de al lado se oía su habla tranquila y regular: «Ay, ay, ay». Cuando hablaba en susurros con el viejo y con Aksinia, los rostros de estos también adoptaban una expresión de astucia y secreto, como si estuviesen conspirando.

Decidieron casar a Anísim.

—¡Ay, ay, ay!… Tu hermano menor ya hace tiempo que se ha casado —decía Varvara—, y tú sigues sin pareja, como un gallo en un mercado. Pero ¿cómo es eso? Cásate, Dios mediante, donde quieras; te irás al trabajo y tu mujer se quedará en casa, sirviéndote. Vives de manera desordenada, muchacho, y has olvidado, lo veo bien, todas las reglas. Ay, ay, ay, es un pecado que sigas viviendo para ti solo, para los habitantes de la ciudad.

Como eran ricos, los Tsibukin elegían, cuando se casaban, las novias más bellas. También para Anísim encontraron una mujer bella. En cuanto a él, tenía un aspecto poco agraciado y poco interesante; además de su condición débil, enfermiza, y de su pequeña estatura, tenía unas mejillas rollizas, hinchadas, como si estuvieran llenas de aire; los ojos no parpadeaban, y su mirada era penetrante; tenía la barba rala, bermeja, y cuando se quedaba pensativo, se la metía en la boca y se la mordía; además, bebía con frecuencia, lo que resultaba visible en su cara y en su modo de andar. Pero, cuando le comunicaron que ya le habían encontrado una novia muy bella, exclamó:

—Bueno, tampoco yo soy feo. Nosotros, los Tsibukin, somos todos guapos.

Junto a la ciudad se asentaba la aldea de Torgúyevo. Una mitad de ella se había unido recientemente a la ciudad; la otra seguía siendo una aldea. En esa primera parte, en una casa de su propiedad, vivía una viuda que tenía una hermana, sumida en la mayor pobreza, que trabajaba como jornalera; esa hermana tenía una hija llamada Lipa, una muchacha que también trabajaba como jornalera. Sobre la belleza de Lipa se hablaba ya en Torgúyevo, y a todos apenaba su extrema necesidad; se pensaba que algún novio maduro o viudo se casaría con ella, sin prestar atención a su pobreza, o se la llevaría a vivir con él «sin más», aliviando también la situación de la madre. Varvara ya había oído hablar de ella a las casamenteras y decidió ir a Torgúyevo.

Más tarde, en casa de la tía, se aparejó la primera visita del novio de la manera preceptiva, es decir, con aperitivos y vino. Lipa llevaba un vestido nuevo de color rosa, cosido de manera expresa para la entrevista; y una cintita escarlata destellaba, lo mismo que una llama, en su cabello. Era una muchacha delgada, débil, de rasgos delicados y finos, con la piel atezada a causa del trabajo al aire libre; una sonrisa triste y tímida no se borraba nunca de sus labios, y sus ojos tenían una mirada infantil, llena de confianza y de curiosidad.

Era joven, aún una muchacha, con el pecho apenas desarrollado, pero la boda era posible, pues había cumplido ya la edad necesaria. Era en verdad hermosa; sólo una cosa podía desagradar en ella: sus grandes manos hombrunas, que ahora caían ociosas junto al cuerpo, como dos grandes tenazas.

—No importa que no tenga dote —le dijo el viejo a la tía—; la muchacha que elegimos para nuestro hijo Stepán también era de familia pobre, y ahora todos estamos encantados con ella. En la casa hace de todo; en definitiva, que no tiene precio.

Lipa estaba de pie junto a la puerta, como si quisiera exclamar: «Hagan conmigo lo que quieran: confío en ustedes»; mientras Praskovia, su madre jornalera, se ocultaba en la cocina, acobardada por el temor. En una ocasión, cuando era joven, un comerciante, en cuya casa limpiaba los suelos, se enfadó y se puso a patalear delante de ella, asustándola muchísimo y dejándola aturdida; desde ese día, no había conseguido desterrar el miedo de su alma. Por culpa del miedo siempre le temblaban las manos y los pies; también le temblaban las mejillas. Sentada en la cocina, trataba de escuchar lo que decían los invitados, y no dejaba de santiguarse, apretando los dedos contra la frente y contemplando los iconos. Anísim, que estaba casi borracho, abrió la puerta de la cocina y le dijo con desenvoltura:

—Pero ¿qué hace ahí sentada, mamaíta querida? Nos aburrimos sin usted.

​Y Praskovia, intimidada, apretando los dedos contra su pecho ajado y seco, le respondió:
—No diga eso, señor… Estamos muy satisfechas con ustedes…

Poco después de la entrevista, se fijó la fecha de la boda. En la casa, Anísim se paseaba por las habitaciones y silbaba; a veces le asaltaba un recuerdo repentino y se quedaba pensativo e inmóvil, mirando con obstinación el suelo, como si quisiera penetrar con la mirada en lo hondo de la tierra. No mostraba ninguna satisfacción por su próxima boda, prevista para después de la Pascua, ni deseos de ver a su novia, y se limitaba a silbar. Era evidente que sólo se casaba para satisfacer el deseo de su padre y de su madrastra, y para cumplir con la costumbre de la aldea: el hijo se casaba para que la mujer ayudara en la casa. No se daba prisa por marcharse y no se comportaba como en sus visitas anteriores: se mostraba especialmente desenfadado y decía cosas que no venían a cuento.
III
En la aldea de Shikalova vivían dos costureras, dos hermanas que pertenecían a la orden de los flagelantes. Les encargaron vestidos para la boda, por lo que a menudo iban a tomar medidas y se quedaban bastante rato tomando té. A Varvara le estaban cosiendo un vestido de color castaño con volantes rojos y abalorios y a Aksinia uno de color verde claro, con la pechera amarilla y con cola. Cuando las costureras terminaron su trabajo, Tsibukin les pagó, pero no con dinero, sino con mercancías de la tienda, por lo que las mujeres se marcharon tristes, llevando en las manos paquetes con velas de estearina y latas de sardinas que no necesitaban para nada; cuando abandonaron la aldea y se internaron en el campo, se sentaron en una pequeña colina y se echaron a llorar.

Anísim regresó tres días antes de la boda, vestido con ropas nuevas. Llevaba unos brillantes chanclos de caucho y un cordón rojo con adornos de plata en lugar de corbata; de sus hombros colgaba un abrigo también nuevo, echado sobre los hombros.
Tras pronunciar una solemne oración, saludó a su padre y le dio diez rublos de plata y diez monedas de cincuenta kopeks; a Varavara le entregó idéntica cantidad, y a Aksinia veinte monedas de veinticinco kopeks. El principal encanto de ese regalo residía en que todas las monedas, como si hubiesen sido elegidas a propósito, estaban nuevecitas y brillaban a la luz del sol. Tratando de parecer serio y solemne, Anísim tensaba los músculos del rostro e inflaba las mejillas. Despedía un fuerte olor a vino; probablemente había entrado en las cantinas de todas las estaciones. De nuevo se advertía en él cierta desenvoltura, cualidad extraña a su persona. Tras el reencuentro, Anísim y el viejo bebieron vino y comieron, mientras Varvara examinaba los rublos nuevecitos que tenía entre las manos y hacía preguntas sobre los paisanos que vivían en la ciudad.

—Nada nuevo, gracias a Dios. Todos están bien —exclamó Anísim—. Sólo se han producido novedades en la vida familiar de Iván Yégorov: se le murió la vieja, Sofía Nikíforovna. De tuberculosis. El banquete fúnebre en honor de la difunta se celebró en una pastelería, a dos rublos cincuenta por persona. Incluso hubo vino. Qué mujiks están hechos nuestros paisanos; también ellos pagaron dos rublos cincuenta, pero no comieron nada. ¡Sólo un mujik puede comprenderlo!

—¡Dos rublos cincuenta! —exclamó el viejo y meneó la cabeza.

—¿De qué te extrañas? Eso no es una aldea. Entras en un restaurante a comer alguna cosa, preguntas por alguien, se te unen unos amigos, empiezas a beber, y cuando quieres darte cuenta ya está amaneciendo; así que a la hora de pagar sale a tres o cuatro rublos por persona. Y si estás con Samoródov hay que pedir al final de la comida un café con coñac; y una copa de coñac cuesta sesenta kopeks.

—Mentira —exclamó el viejo lleno de asombro—. Todo es mentira.

—Ahora paso todo el tiempo con Samoródov. Es él quien escribe las cartas que os mando. Escribe de una manera extraordinaria. Si yo le contara, mamaíta —prosiguió animado Anísim, dirigiéndose a Varvara—, qué clase de persona es ese Samoródov, no se lo creería. Todos nosotros le llamamos Muhtar, porque es como los armenios: completamente negro. Lo conozco muy bien; podría hablar de sus asuntos como de mi propia mano, mamaíta; él se da cuenta de ello y me sigue a todas partes, no se separa de mí, por lo que somos como uña y carne. A él parece desagradarle esa situación, pero no puede vivir sin mí. Allí adonde voy yo, va él. Tengo un ojo seguro, infalible, mamaíta. Veo en medio de la multitud a un mujik que vende una camisa y digo: ¡Alto, esa camisa es robada! Y así es en realidad: la camisa ha sido robada.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Varvara.

—No necesito nada para saberlo, mi ojo es así. Jamás he visto esa camisa, pero por alguna razón me siento atraído por ella: es robada, eso es todo. En la comisaría se dice lo siguiente: «¡Bueno, ya se ha ido Anísim a cazar chochas!». Lo que quiere decir: a buscar mercancía robada. Sí… Cualquiera puede robar algo, pero luego hay que esconderlo. La tierra es grande, pero no hay dónde ocultar la mercancía robada.

—Aquí en la aldea la semana pasada se les llevaron a los Guntórev un carnero y dos corderos —exclamó Varvara y suspiró—. Y nadie puede encontrarlos… Ay, ay, ay…

—¿Cómo que no? Claro que es posible encontrarlos. Claro que es posible.

Llegó el día de la boda. Un día de abril frío, pero luminoso y alegre. Las troikas y los coches de dos caballos, con cintas multicolores en los arneses y en las crines de las bestias, empezaron a llegar a Ukléievo desde por la mañana temprano, haciendo sonar sus campanillas. En los sauces graznaban los grajos, inquietos a causa de tanto movimiento, y los estorninos piaban sin cesar con todas sus fuerzas, como si se alegraran de que en Ukléievo hubiera una boda.

Dentro de la casa, en las mesas, había ya largos pescados, jamón y aves rellenas, fuentes con arenques, salazones y escabeches variados y gran cantidad de botellas de vodka y de vino; olía a salchichón curado y a langostas en vinagre. El viejo se paseaba por los alrededores de las mesas, haciendo sonar sus tacones y afilando los cuchillos. Llamaba a gritos a Varvara a cada instante, requiriéndole alguna cosa; y ella, desconcertada, respirando con dificultad, iba corriendo a la cocina, donde trajinaban desde el amanecer el cocinero de Kostiukov y la cocinera de los Jrimin menores. Aksinia pasaba como un torbellino por el patio, con el pelo rizado y sin vestir, ataviada sólo con el corsé y unos crujientes botines nuevos, y en su carrera sólo dejaba ver sus rodillas desnudas y su pecho. Había un gran alboroto; se oían juramentos y blasfemias; los transeúntes se paraban ante las puertas, abiertas de par en par; y en todo se advertía que se preparaba algo extraordinario.

—¡Han ido a por la novia!

Las campanillas sonaban y enmudecían en la lejanía, más allá de las aldeas… A las tres empezó a llegar la gente: de nuevo se dejaron oír las campanillas. Trajeron a la novia. La iglesia ya estaba llena, ardían las velas en el candelabro, el coro empezó a cantar cuando lo solicitó el viejo Tsibukin. El destello de las llamas y de los brillantes vestidos cegaba a Lipa; tenía la sensación de que los cantantes estuvieran golpeándole en la cabeza con sus fuertes voces como si fueran martillos; le oprimían los botines y el corsé, que llevaba por primera vez en su vida, y por la expresión de su cara parecía que acabara de volver en sí de un desvanecimiento: miraba y no comprendía nada. Anísim, que lucía una levita negra y un cordón rojo en lugar de corbata, estaba pensativo y miraba un punto fijo; cuando los miembros del coro empezaron a cantar con recias voces, se santiguó con movimientos rápidos. Estaba conmovido y sentía deseos de llorar. Conocía aquella iglesia desde su más tierna infancia: su difunta madre le llevaba allí para que comulgara y él cantaba en el coro con los otros muchachos; recordaba perfectamente cada rincón de la iglesia, cada uno de los iconos. Se estaba celebrando la ceremonia de su boda: necesitaba casarse para llevar una vida ordenada; pero él no pensaba en eso; en cierta manera, parecía no recordar, haberse olvidado por completo de la boda. Las lágrimas le impedían ver los iconos; sentía una cierta opresión en el corazón. Rezaba y le pedía a Dios que las desgracias inevitables que estaban a punto de caer sobre él aguardaran unos días o pasaran de largo, como las nubes de tormenta que en los tiempos de sequía pasaban de largo por la aldea, sin descargar una sola gota de agua. Tantos pecados se acumulaban ya en su tiempo, tantos pecados, que no había enmienda ni salida posible: incluso era absurdo pedir perdón. Pero él lo pedía, incluso sollozaba en voz alta, pero nadie le prestaba atención, pues pensaban que estaba borracho.

Se oyó un inquieto llanto infantil:

—¡Mamaíta, sácame de aquí, por favor!

—Silencio —gritó el sacerdote.

Durante el camino de regreso, la gente corría detrás; también se arremolinaba la multitud en los alrededores de la tienda, cerca de las puertas y en el patio, bajo las ventanas. Vinieron mujeres a dar la enhorabuena. En cuanto los jóvenes traspasaron el umbral, los cantantes, que ya se encontraban en el zaguán con sus partituras, empezaron a cantar en voz alta, con todas sus fuerzas; tocaban una música enviada a propósito desde la ciudad. Sirvieron vino espumoso del Don en altas copas y el carpintero contratista Elizárov, un viejo alto y delgaducho, con unas cejas tan espesas que apenas se le veían los ojos, dijo, dirigiéndose al joven:

—Anísim, muchacho, amaos el uno al otro, vivid de acuerdo con los preceptos de Dios, muchacho, y la Reina de los Cielos no os desamparará —luego se apoyó en el hombro del viejo Tsibukin, sollozó y exclamó con voz aguda—: ¡Grigori Petrov, lloremos, lloremos de alegría! —De pronto empezó a reírse a carcajadas y añadió bien fuerte, con voz de bajo—: ¡Jo, jo, jo! ¡Y qué guapa es la novia! Lo tiene todo en su sitio: es dulce, nunca se enfada, y tiene el mecanismo en perfecto estado, con todos los tornillos.

Era natural de la aldea de Yégorevski, pero trabajaba desde sus años mozos en las fábricas de Ukéievo y en el distrito, y se había habituado al lugar. Sus vecinos siempre le habían conocido así, viejo, enjuto y espigado, y todos le llamaban el Muleta. Tal vez debido a que llevaba más de cuarenta años reparando los mecanismos de las fábricas, se había habituado a juzgar los objetos y a las personas desde el punto de vista de su solidez, pensando si necesitaban algún tipo de reparación. Antes de sentarse a la mesa, estuvo probando varias sillas, para ver si eran sólidas, y también tocó el pescado.

Tras apurar el vino espumoso, todos se dispusieron a sentarse a la mesa. Los invitados hablaban y movían las sillas. En el zaguán se oía la voz de los cantantes y los sones de la música; en el patio, las mujeres expresaban sus felicitaciones, todas a un tiempo. Por ese motivo, había una mezcolanza de sonidos terrible, espantosa, que levantaba dolor de cabeza.

El Muleta se giraba en la silla, golpeaba a sus vecinos con los codos impidiéndoles hablar y lloraba y reía a un tiempo:

—Muchachos, muchachos, muchachos… —murmuraba muy deprisa—. Madrecita Aksiniushka, Varvarushka, vamos a vivir todos en buena armonía, mis queridas hachitas…

Como bebía poco, una copa de vodka inglés había bastado para emborracharle. Ese vodka repugnante, hecho no se sabe de qué, atontaba a todos los que lo probaban, lo mismo que un golpe. Las lenguas empezaban a trabarse.

Había representantes del clero, supervisores de las fábricas con sus mujeres, comerciantes y taberneros de otras aldeas. El representante del distrito y su escribiente, que llevaban trabajando juntos catorce años sin haber firmado en todo ese tiempo un solo documento y que no dejaban a una sola persona de la administración del distrito sin engañar ni ofender, estaban sentados juntos, gordos y saciados ambos, hasta tal punto carcomidos por la mentira que incluso la piel de su rostro parecía en cierto modo especial, fraudulenta. La esposa del escribiente, una mujer demacrada y bizca, se había llevado consigo a todos sus hijos y, lo mismo que un ave de rapiña, se lanzaba sobre los platos, cogiendo todo lo que caía en sus manos y escondiéndolo en sus propios bolsillos y en los de sus hijos.

Lipa permanecía sentada, petrificada, con la misma expresión que tenía en la iglesia. Anísim, desde que se habían conocido, no había intercambiado con ella ni una sola palabra, de modo que ni siquiera sabía cómo era su voz; y ahora que estaba sentado junto a ella, seguía guardando silencio y bebía vodka inglés; cuando se emborrachó, empezó a hablar, dirigiéndose a la tía, que estaba sentada enfrente:

—Tengo un amigo que se apellida Samoródov. Es una persona muy especial. Un ciudadano singular y honrado, con el que se puede hablar. Pero yo, tía, lo conozco muy bien, y él se da cuenta de ello. ¡Vamos a beber una copa a la salud de Samoródov, tía!

Varvara, fatigada, desconcertada, se paseaba por los alrededores de la mesa, agasajando a los huéspedes, satisfecha de que hubiera tantos alimentos y todo resultara tan opulento: nadie podría quejarse. El sol se puso, pero el banquete continuó. Los comensales ya no sabían lo que comían ni lo que bebían; resultaba imposible escuchar lo que se decía y sólo alguna que otra vez, cuando se acallaba la música, se oía con claridad cómo gritaba junto a la puerta alguna mujer:

—Nos habéis chupado toda la sangre, monstruos. ¡Ojalá desaparecierais para siempre!

Por la noche hubo bailes al ritmo de la música. Vinieron los Jrimin menores con su vino, y uno de ellos, cuando bailaban la cuadrilla, agarró una botella con cada mano, mientras sostenía una copa con los dientes, lo que divirtió a todos. En medio de la cuadrilla empezaron a sonar los sones de un animado baile; la verde Aksinia giraba y giraba, levantando algo de viento con la cola de su vestido. Alguien le pisó el volante, y el Muleta gritó:

—¡Ay, le han pisado el plinto! ¡Muchachos!

Aksinia tenía unos ojos grises e ingenuos, que rara vez parpadeaban, y en su rostro se perfilaba en todo momento una sonrisa ingenua. En esos ojos que no parpadeaban, en su pequeña cabeza dispuesta sobre un largo cuello y en la esbeltez de su figura había cierto aire de serpiente. Con su vestido verde, su pechera amarilla y su sonrisa, miraba a los demás con la misma expresión con que en primavera, surgiendo del centeno joven, mira una culebra a un paseante, estirando el cuello y levantando la cabeza. Los Jrimin se portaban con ella con desenvoltura; era evidente que el mayor de ellos mantenía relaciones íntimas con ella desde hacía tiempo. El sordo no se enteraba de nada, no se preocupaba por ella; se quedaba sentado, con las piernas cruzadas, y comía nueces, rompiéndolas con tanto estrépito que parecía estar disparando con una pistola.

De pronto, el viejo Tsibukin salió al centro y agitó el pañuelo, haciendo ver que también él quería bailar esa danza rusa. Un rumor de aprobación recorrió toda la casa y el patio:

—¡Ha salido él mismo! ¡Él mismo!

Era Varvara la que bailaba, mientras el viejo se limitaba a agitar el pañuelo y a hacer sonar los tacones, pero los que estaban en el patio, subidos unos encima de otros, y miraban por la ventana, se mostraban entusiasmados. Por un momento se lo perdonaron todo: tanto la riqueza como las ofensas.

—¡Muy bien, Grigori Petrov! —se oía entre la multitud—. ¡Así, ánimo! ¡Vaya, todavía te quedan fuerzas! ¡Ja, ja!
La celebración terminó muy tarde, a las dos de la madrugada. Anísim, tambaleándose, despidió a los cantantes y a los músicos y le entregó a cada uno una moneda nueva de cincuenta kopeks.

—La boda ha costado dos mil rublos.

Cuando llegó el momento de marcharse, resultó que al tabernero de Shikalovski le habían cambiado su estupendo abrigo por uno viejo; Anísim estalló de pronto y se puso a gritar:

—¡Espera! ¡Lo encontraré enseguida! ¡Sé quién lo ha robado! ¡Espera!
​
Salió corriendo a la calle, en persecución de un individuo. Pero antes de que pudiera ir lejos, lo cogieron, lo llevaron de vuelta a casa y lo metieron, borracho, rojo de ira, sudoroso, en la habitación, donde la tía ya estaba desnudando a Lipa.
IV
Pasaron cinco días. Anísim, que se disponía a partir, subió a despedirse de Varvara. En su habitación ardían todas las lamparillas de aceite y olía a incienso. La mujer estaba sentada junto a la ventana y cosía una media de lana roja.

—Poco te has quedado entre nosotros —le dijo—. ¿Te aburres? Ay, ay, ay… Vivimos bien aquí, tenemos de todo; la tuya ha sido una buena boda. El viejo me ha dicho que ha costado dos mil rublos. En una palabra, vivimos como comerciantes, pero nuestra existencia es aburrida. Abusamos mucho de las personas. Me duele el corazón, hijito, cuando pienso cómo abusamos de la gente. Siempre que cambiamos un caballo, compramos algo o contratamos a un trabajador es con engaño. Engaño y más engaño. El aceite que vendemos está ácido y rancio; sería mejor que la gente utilizara brea. Pero dime, por favor, ¿acaso no es posible vender buen aceite?

—Cada uno mira por lo suyo, mamaíta.

—Pero ¿es que no hemos de morir? Ay, ay, tendrías que hablar con tu padre…

—Podría hablarle usted.

—¡Bueno! Yo ya se lo digo, pero me responde lo mismo que tú: que cada uno mira por lo suyo. En el otro mundo también te juzgarán de acuerdo con esas palabras: cada uno mira por lo suyo. Y el juicio de Dios es justo.

—Le aseguro que nadie me va a juzgar —exclamó Anísim y suspiró—. Dios no existe, mamaíta. ¡Qué juicios ni qué bobadas!
Varvara le miró sorprendida, luego se echó a reír y levantó las manos en señal de asombro. Ante la sincera sorpresa que le habían causado sus palabras y la expresión de sus ojos, que le contemplaban como si estuviera loco, Anísim terminó por turbarse.

—Es posible que Dios exista, pero lo que no hay es fe —exclamó—. Cuando me casaron, estaba fuera de mí. Como cuando coges un huevo de debajo de una gallina y sientes que el pollo se remueve en su interior, así empezó a estremecerse mi conciencia, y mientras me casaban no dejé de pensar: ¡Dios existe! Pero cuando salí de la iglesia todo se acabó. Y en realidad, ¿cómo se puede saber si Dios existe o no? De pequeños no nos lo enseñaron así. Y el niño de pecho, junto con la leche de su madre, mama ya esa instrucción: que cada uno mira por lo suyo. Mi padre tampoco cree en Dios. Usted misma me ha contado que a Guntórev le robaron unos carneros… He averiguado que el ladrón es un mujik de Shikalovaia; él los robó, pero las pieles las tiene mi padre… ¡Mire usted la fe que hay!

Anísim guiñó un ojo y sacudió la cabeza.

—Tampoco el alcalde cree en Dios —continuó—, ni el escribiente ni el sacristán. Y sólo van a la iglesia y guardan el ayuno para que la gente no hable mal de ellos y por si acaso, después de todo, hay Juicio Final. Se dice que el fin del mundo se aproxima porque el pueblo se ha vuelto débil, no se respeta a los padres y demás. Todo eso son bobadas. Yo creo, mamaíta, que el dolor proviene de la falta de conciencia de la gente. Lo veo y lo comprendo perfectamente, mamaíta. Si alguien lleva una camisa robaba, lo veo enseguida. Una persona está sentada en una taberna, y a usted le parece que no hace más que beber té, pero yo también veo que no tiene conciencia. Puedes pasarte el día entero de un lado para otro, pero no encontrarás a una sola persona que tenga conciencia. Y todo se debe a que nadie sabe si existe Dios o no… Bueno, mamaíta, ya me voy. Que siga usted bien de salud y no me guarde rencor.

Anísim hizo una profunda reverencia ante Varvara.

—Le estoy muy agradecido por todo, mamaíta —exclamó—. Nuestra familia le debe muchas cosas. Es usted una mujer extraordinaria y estoy muy satisfecho de usted.

Anísim, emocionado, salió de la estancia, pero al poco volvió a entrar y exclamó:

—Samoródov me ha enredado en un asunto: o me vuelvo rico o me perderé para siempre. Si esto último llegara a suceder, mamaíta, trate de consolar a mi padre.

—¡Vaya, lo que tenemos!… Dios es misericordioso. Y tú, Anísim, podrías ser un poco más cariñoso con tu mujer; os miráis el uno al otro como si estuvierais enfadados; al menos podrías sonreír.

—Es una mujer muy rara… —exclamó Anísim y suspiró—. No comprende nada y está siempre callada. Es demasiado joven; tiene que crecer…

Junto al porche ya estaba preparado un potro alto, gordo y blanco, enganchado a un carruaje.

El viejo Tsibukin tomó carrerilla, saltó con gallardía al pescante y tomó las riendas. Anísim besó a Varvara, a Aksinia y a su hermano. En el porche también se encontraba Lipa, inmóvil, mirando hacia otro lado, como si no hubiera salido a despedirse de alguien, sino por alguna otra razón. Anísim se acercó a ella y rozó apenas con sus labios su mejilla.

—Adiós —le dijo.

Y ella, sin mirarle, sonrió de una manera extraña; su rostro tembló; en ese momento, por alguna razón, todos sintieron pena de ella. Anísim también subió de un salto y adoptó una postura apuesta, pues se consideraba un hombre guapo.

Mientras ascendían por el barranco, Anísim no dejaba de mirar la aldea, que quedaba a sus espaldas. El día era templado, despejado. Por primera vez habían sacado al ganado, y junto al rebaño se paseaban muchachas y mujeres vestidas con trajes de fiesta. Un toro de color pardo mugió, contento con su recobrada libertad, y arañó la tierra con sus patas delanteras. Por todas partes, arriba y abajo, cantaban las alondras. Anísim contempló la iglesia, esbelta y blanquecina —la habían estucado hacía poco— y recordó cómo había rezado en ella cinco días antes; contempló la escuela con su techumbre verde y el río, en el que se había bañado y había pescado en el pasado. Un sentimiento de alegría llenó su pecho y sintió deseos de que se alzara de la tierra un muro que no le permitiera seguir adelante, dejándole allí a solas con su pasado.

Cuando llegaron a la estación, entraron en la cantina y bebieron una copa de jerez. El viejo se metió la mano en el bolsillo e hizo ademán de sacar el monedero para pagar.

—¡Invito yo! —exclamó Anísim.

El viejo, enternecido, le dio unos golpecitos en la espalda y guiñó el ojo al cantinero, como diciendo: «¡Vaya hijo que tengo!».
—Si te quedaras en casa, Anísim, y te ocuparas de nuestros asuntos —exclamó—, no tendrías precio. ¡Te cubriría de oro de los pies a la cabeza!

—No puedo quedarme, padre. Es imposible.

El jerez estaba ácido y despedía un olor a lacre, pero ambos bebieron otra copa.

Cuando el viejo regresó de la estación, al principio no reconoció a su nuera menor. En cuanto el marido hubo desaparecido del patio, Lipa se había transformado y había adoptado un aire repentinamente alegre. Descalza, vestida con una falda vieja y gastada y las mangas de la blusa remangadas hasta los hombros, limpiaba la escalera del zaguán y cantaba con una delicada vocecilla argentina. Y cuando sacaba el gran barreño con el agua sucia y contemplaba el sol con sonrisa infantil, parecía una alondra más.

Un bracero viejo, que pasó junto al porche, sacudió la cabeza y gritó:
​
—¡Vaya nueras que tienes, Grigori Petrov! ¡Te las ha enviado Dios! —exclamó—. No son mujeres: son oro molido.
V
El 8 de julio, viernes, Elizárov, apodado el Muleta, y Lipa regresaban de la aldea de Kazánskoie, a la que habían ido de peregrinación, con ocasión de la celebración de la patrona del pueblo, la Virgen de Kazán. A bastante distancia iba Praskovia, la madre de Lipa, que a causa de la enfermedad se rezagaba y jadeaba. Estaba a punto de caer la tarde.

—¡Ah! —exclamó el Muleta, sorprendido de las palabras de Lipa—. ¡Ah!… ¿De veras?

—A mí me gusta mucho la mermelada, Iliá Makárich —exclamó Lipa—; así que me siento en un rincón a beber un té y como toda la que quiero. O tomo el té con Varvara Nikoláievna, mientras ella me cuenta algún suceso interesante. Tiene mucha mermelada: cuatro botes. «Come, Lipa», me dice, «come sin miedo».

—¡Ah!… ¡Cuatro botes!

—Viven a lo grande. El té lo toman con un panecillo, y tienen toda la carne que quieren. Viven a lo grande, pero me da miedo estar con ellos, Iliá Makárich. ¡Mucho miedo!

—¿Y de qué tienes miedo, hijita? —preguntó el Muleta y miró a su alrededor para ver si Praskovia venía muy lejos.

—Al principio, cuando se celebró la boda, tenía miedo de Anísim Grigórich. No es que me ofendiera en nada, pero cada vez que se me acercaba sentía una especie de frío que me llegaba a todos los huesos. No pude dormir ni una sola noche, y me pasaba todo el tiempo temblando y rezando. Ahora tengo miedo de Aksinia, Iliá Makárich. No me ha hecho nada y se pasa todo el tiempo riéndose, pero a veces se asoma al ventanuco y en sus ojos verdes se percibe tal enfado que brillan como los de las ovejas en el establo. Los Jrimin menores no hacen más que confundirla. «El viejo», le dicen, «tiene un terreno en Butiókino, unas cuarenta desiatinas con arena y agua; monta, Aksiusha, una fábrica de ladrillos por tu cuenta y nosotros participaremos en ella». Los ladrillos se venden ahora a veinte rublos el millar. Es un buen negocio. Ayer, durante la comida, Aksinia habló con el viejo: «Quiero construir una fábrica de ladrillos en Butiókino, y la voy a gestionar yo misma», le dijo sonriendo. Pero el rostro de Grigori Petróvich se ensombreció; era evidente que la idea no le gustaba. «Mientras yo viva, no nos separaremos; es necesario que sigamos unidos». Entonces ella lanzó una mirada terrible y rechinó los dientes… Y cuando sirvieron los buñuelos, no los comió.

—¡Ah!… —se sorprendió el Muleta—. ¡No los comió!

—¡Pues espera a que te cuente lo que pasa cuando se va a la cama! —continuó Lipa—. Duerme durante media hora y de pronto se levanta y empieza a recorrer toda la casa, mirando a su alrededor, para cerciorarse de que los mujiks no queman nada ni roban las mercancías… ¡Tengo miedo de ella, Iliá Makárich! Los Jrimin menores, después de la boda, en lugar de irse a la cama, se fueron a la ciudad para querellarse; la gente dice que todo se debe a Aksinia. Dos de los hermanos prometieron construirle una factoría, pero el tercero se ha ofendido, por lo que la fábrica lleva un mes parada y mi tío Projor vaga sin trabajo por los patios mendigando una corteza de pan. Yo le digo: «Tío, mientras se resuelve el asunto, deberías labrar la tierra o cortar leña. ¡Así no pasarías vergüenza!». Y él me dice: «Me he apartado de los trabajos cristianos y ya no sé hacer nada, Lípinka…».

Se detuvieron junto a un bosque joven de álamos para descansar y esperar a Praskovia. Elizárov llevaba ya bastante tiempo trabajando como contratista, pero no tenía caballos y recorría todo el distrito a pie, llevando con él un talego con pan y cebolla, y caminaba a grandes pasos, moviendo mucho los brazos, por lo que resultaba difícil seguirle.

En la entrada del bosque se alzaba un poste de separación. Elizárov se puso a examinarlo para ver si estaba bien plantado. Praskovia se acercó jadeante. Su rostro arrugado y siempre temeroso brillaba feliz: había estado en la iglesia, como las personas, luego había visitado la feria y había bebido un vaso de kvas de pera. Todos esos sucesos, tan poco habituales, le hacían pensar que era la primera vez que disfrutaba de la vida. Una vez descansados, se pusieron en marcha, caminando los tres juntos. El sol empezaba a ponerse y sus rayos penetraban en el bosque, iluminando los troncos. Por delante de ellos resonaban algunas voces. Las muchachas de Ukléievo, que habían salido mucho antes, se habían detenido en el bosque; probablemente habían estado recogiendo setas.

—¡Eh, muchachas! —gritó Elizárov—. ¡Eh, guapas!

Como respuesta se oyeron grandes risotadas.

—¡Viene el Muleta! ¡El Muleta! ¡Vejestorio!

Y el eco también se rio. Poco después el bosque quedó detrás. Ya alcanzaban a verse los picachos de las chimeneas de las fábricas; la cruz del campanario resplandecía. Era esa misma aldea en la que «el cura se había comido todo el caviar en un entierro». Ya estaban casi en casa: sólo quedaba descender al profundo barranco. Lipa y Praskovia, que iban descalzas, se sentaron en la hierba para calzarse; el contratista se sentó junto a ellas. Ukléievo, visto desde arriba, con sus sauces, su iglesia blanca y su riachuelo, parecía una aldea hermosa y tranquila; lo único que desentonaba eran los tejados de las fábricas, que para ahorrar dinero habían sido pintados de un color sombrío y hosco. En la ladera de enfrente, aquí y allá, se veían haces y gavillas de centeno, que parecían dispersados por una tormenta, y montones recién segados, dispuestos en hilera; también había llegado la época de la avena, que destellaba al sol como si fuera nácar. Estaban en época de cosecha. Esa jornada era festiva, pero al día siguiente, sábado, habría que recoger el centeno y acarrear el heno, y al otro, domingo, de nuevo sería fiesta. Todos los días resonaba en el cielo algún trueno lejano. Hacía un calor sofocante; el ambiente presagiaba lluvia. Cada uno de los habitantes, al mirar al campo, pensaba si Dios daría tiempo para que se recogiera el grano, y por todas partes reinaba la alegría, el alborozo, y un sentimiento de inquietud embargaba las almas.

—Los segadores ahora son caros —exclamó Praskovia—. ¡Cobran un rublo cuarenta al día!

No dejaba de pasar gente que había acudido a la celebración de Kazánskoie: mujeres, obreros ataviados con gorras nuevas, mendigos, niños… Primero pasaba una telega levantando polvo y tras ella corría un caballo que no había sido vendido, de lo que parecía alegrarse; después surgía algún campesino tirando por los cuernos a una vaca que se negaba a avanzar; a continuación pasaba otra telega con algunos mujiks borrachos que llevaban los pies colgando. Una vieja conducía a un muchacho que iba vestido con una gran gorra y unas grandes botas; el muchacho estaba agotado de calor y por las pesadas botas, que no le permitían doblar las rodillas, pero no dejaba de tocar con todas sus fuerzas una trompeta de juguete. Ya habían llegado abajo y habían entrado en la calle, pero aún seguía oyéndose el ruido de la trompeta.

—Los dueños de las fábricas no están en sus cabales… —exclamó Elizárov—. ¡Qué desgracia! Kostiukov se ha enfadado conmigo: «Las cornisas», dice, «han precisado muchas tablas». «¿Cómo que muchas? Las necesarias, Vasili Danílich», le digo, «han precisado las necesarias. No me las como con las gachas». «¿Cómo te atreves a hablarme así?», me dice. «¡Pedazo de idiota! ¡No te propases conmigo! ¡Gracias a mí eres contratista!», me grita. «¡Pues vaya una cosa!», le digo. «Cuando no era contratista también tomaba té todos los días», le digo. «¡Sois todos unos granujas!», me dice… Yo guardo silencio. Nosotros somos los granujas en este mundo, pensaba, pero vosotros lo seréis en el otro. ¡Jo, jo, jo! Al día siguiente se ablandó. «No te enfades conmigo por lo que te dije, Makarich. Es posible que me propasara, pero debes comprender que soy un comerciante de la primera corporación y estoy por encima de ti, por lo que debes aprender a callarte», me dice. «Es cierto que usted es un comerciante de la primera corporación y yo un carpintero. Pero san José también era carpintero. Nuestro oficio es pío, grato a Dios; en cuanto a eso de que usted está por encima de mí, piense lo que quiera, Vasili Danílich», le dije. Pero después de esa conversación, he estado dándole vueltas a la cuestión: ¿quién está por encima? ¿Un comerciante de la primera corporación o un carpintero? ¡Seguramente un carpintero, hijitas!

El Muleta permaneció pensativo unos instantes y después añadió:

—¡Así es, hijitas! Es superior aquel que trabaja, aquel que sufre.

El sol ya se había puesto, y sobre el río, sobre la cerca de la iglesia y sobre los campos próximos a las fábricas flotaba una niebla densa, blanca como la leche. En ese instante, cuando caía rápidamente la penumbra y empezaban a brillar abajo algunas luces, cuando parecía que la niebla iba a ocultar la quebrada sin fondo, a Lipa y a su madre, que habían nacido pobres y estaban dispuestas a vivir así hasta el fin de sus días, dando todo a los demás a excepción de sus almas temerosas y mansas, tal vez les pareciera por un momento que en ese mundo enorme y silencioso, en aquella infinita sucesión de vidas, también ellas eran fuertes y superiores a algún otro. Se sentían a gusto sentadas allí arriba, sonreían felices y parecían olvidar que, en cualquier caso, debían volver a bajar.

Finalmente, llegaron a la casa. Junto a la puerta y en los alrededores de la tienda había algunos segadores sentados en el suelo. Por lo común, los habitantes de Ukléievo se negaban a trabajar para los Tsibukin, por lo que era necesario contratar forasteros. Las personas que estaban allí sentadas, en medio de la oscuridad, tenían grandes barbas negras. La tienda estaba abierta y en la puerta se veía al sordo jugando a las damas con un niño. Los segadores cantaban en voz baja, sofocada, o pedían a voces que les pagasen el salario del día anterior; pero no les pagaban para que no se marchasen. El viejo Tsibukin, que se había quitado la levita y sólo llevaba puesto el chaleco, tomaba el té junto a Aksinia en el porche, debajo del abedul. En la mesa lucía una lámpara.

—¡Abuelo! —exclamó en son de burla algún segador más allá de la puerta—. Páganos aunque sea la mitad. ¡Abuelo!
A esas palabras siguieron unas risas y después esa misma canción entonada en voz baja… El Muleta se sentó también a tomar té.

—Hemos estado en la feria —empezó a contar—. Y, gracias a Dios, nos lo hemos pasado muy bien, hijitos. Pero ha ocurrido algo bastante feo: el herrero Sashka fue a comprar tabaco y al pagar le entregó al vendedor una moneda de cincuenta kopeks. Resultó que la moneda era falsa —continuó el Muleta, mirando a un lado y a otro; su intención era hablar en voz baja, pero su voz sonaba forzada y fuerte, de modo que todos la oyeron—. Y la moneda era falsa. Le preguntaron que de dónde la había sacado. Y él contestó: «Me la dio Anísim Tsibukin el día de su boda… Llamaron a la policía y se lo llevaron… Tenga cuidado de que no se entere nadie, Petróvich, de que no haya murmuraciones».

—¡Abuelo! —exclamó burlona la misma voz más allá de la puerta—. ¡Abuelo!

Se produjo un silencio.

—¡Ay, hijitos, hijitos, hijitos…! —murmuró el Muleta y se levantó; el sueño le estaba venciendo—. Bueno, gracias por el té y por el azúcar, hijitos. Ya es hora de que me vaya a dormir. Estoy carcomido y tengo todas las vigas podridas. ¡Jo, jo, jo! —Y al salir exclamó—: Parece que el momento de morir está cerca.

Y suspiró. El viejo Tsibukin no se terminó el té, pero se quedó sentado, con semblante pensativo; por su expresión parecía como si estuviera pendiente de los pasos del Muleta, que se alejaba ya por la calle.

—Seguro que Sashka el herrero ha mentido —exclamó Aksinia, adivinando sus pensamientos.

El viejo entró en la casa y al poco rato regresó con un paquete. Cuando lo abrió, brillaron unos rublos completamente nuevos. Cogió uno y, tras morderlo, lo arrojó en la bandeja; luego arrojó otro…

—Es cierto, los rublos son falsos… —exclamó, mirando a Aksinia con incredulidad—. Son los que trajo Anísim, los que nos regaló. Tómalos, hijita —susurró y le puso el paquete en las manos—, tómalos y arrójalos al pozo… ¡Al diablo con ellos! Y ten cuidado de que no haya habladurías, de que no se entere nadie… Recoge el samovar y apaga la luz…

Lipa y Praskovia, que estaban sentadas en el cobertizo, vieron cómo las luces se apagaban una tras otra; sólo arriba, en la habitación de Varvara, que desprendía un aura de quietud, de satisfacción y de ignorancia, lucían lamparillas azules y rojas. Praskovia no acababa de acostumbrarse a la idea de que su hija se hubiera casado con un hombre rico y cuando iba a verla se acurrucaba tímidamente en el zaguán, sonriendo de forma obsequiosa, y allí le llevaban el té y el azúcar. Lipa tampoco había podido acostumbrarse, y desde que se fue su marido no dormía en su cama, sino en cualquier otro sitio, en la cocina o en el cobertizo, y todos los días fregaba los suelos o lavaba ropa y tenía la sensación de que trabajaba como jornalera. También ese día, al regresar del oficio religioso, habían bebido el té en la cocina, en compañía de la cocinera, y luego habían ido hasta el cobertizo y se habían tumbado en el suelo, entre el trineo y la pared. Todo estaba oscuro y olía a ganado. En los alrededores de la casa se apagaron las luces; luego se oyó cómo el sordo cerraba la tienda y cómo los segadores se preparaban para pasar la noche en el patio. Lejos, en la hacienda de los Jrimin menores, alguien tocaba un caro acordeón… Praskovia y Lipa se quedaron dormidas.

Cuando se despertaron, al oír el rumor de unos pasos, ya lucía la luna. Junto a la entrada del cobertizo estaba Aksinia, con un colchón en los brazos.

—Aquí debe de hacer fresco… —exclamó; y a continuación entró y se tumbó al lado mismo de la puerta; la luna la iluminaba de lleno.

No dormía y respiraba con dificultad; se había destapado a causa del calor, quedándose casi desnuda; a la luz mágica de la luna parecía un animal hermoso, lleno de orgullo. Al cabo de unos instantes volvió a oírse un rumor de pasos y en la puerta apareció el viejo, completamente blanco.

—Aksinia —exclamó—. ¿Estás aquí?

—¿Qué pasa? —respondió ella con enfado.

—Te dije que tiraras el dinero al pozo. ¿Lo has hecho?

—¡Pues vaya una idea tirarlo al pozo! Se lo he dado a los segadores…

—¡Ay, Dios mío! —exclamó el viejo, asombrado y asustado—. A quién se le ocurre… ¡Ay, Dios mío!

Levantó las manos y se marchó murmurando algunas palabras. Al cabo de unos instantes, Aksinia se incorporó, respirando con dificultad y esfuerzo; luego se levantó, cogió su colchón y se fue.

—¿Por qué me has entregado a esta familia, madre? —exclamó Lipa.

—Es necesario casarse, hijita. No somos nosotras quienes lo hemos dispuesto así.

Y un sentimiento de dolor inconsolable se fue apoderando de ambas. No obstante, les parecía como si alguien las estuviera mirando desde lo más alto del cielo, desde las mismas estrellas, viendo todo lo que sucedía en Ukléievo y cuidando de ellas. Además, por muy grande que fuese el mal, la noche era serena y hermosa, y en el mundo creado por Dios existía y seguiría existiendo la verdad, también serena y hermosa; todo en la tierra estaba a punto de fundirse con la verdad, como la luz de la luna se fundía con la noche.
​
Y ambas, tranquilizadas, se apretaron una contra la otra y se quedaron dormidas.
VI
Se sabía desde hacía tiempo que Anísim había sido encarcelado por fabricar y poner en circulación dinero falso. Pasaron los meses, pasó más de medio año, el largo invierno dejó su puesto a la primavera y todos en la casa y en la aldea se acostumbraron a la idea de que Anísim estuviera en la cárcel. Cuando alguien pasaba de noche junto a la casa o a la tienda recordaba que Anísim estaba en la cárcel; y cuando las campanas tocaban a muerto, por alguna razón, también recordaban que estaba en la cárcel, a la espera de juicio.

Parecía como si la sombra hubiese caído sobre el jardín. La casa se oscureció, el tejado se llenó de herrumbre, la puerta de la tienda, revestida de hierro, pesada, pintada de color verde, había palidecido, o, como decía el sordo, se había «entumecido»; hasta el viejo Tsibukin parecía tener un aspecto más sombrío. Hacía tiempo que no se cortaba el pelo ni se afeitaba, se subía al coche sin saltar y no les gritaba a los mendigos: «¡Dios proveerá!». Sus fuerzas empezaban a menguar, y todo el mundo se daba cuenta de ello. La gente le tenía menos miedo y el agente de policía había presentado una denuncia contra la tienda, aunque seguía recibiendo la cantidad estipulada. Tres veces fue llamado a la ciudad para ser juzgado por venta clandestina de alcohol, y en cada una de esas ocasiones el caso tuvo que ser aplazado por incomparecencia de los testigos, lo que mortificó al viejo.

Fue con frecuencia a ver a su hijo, contrató a un abogado, presentó una petición, donó un estandarte a una iglesia. Al vigilante de la cárcel donde estaba ingresado Anísim le llevó un portavasos de plata con una inscripción sobre esmalte que decía: «El alma conoce la moderación», y una cucharilla muy larga.

—Hay que hacer gestiones, hay que hacer gestiones —decía Varvara—. Ay, ay, ay… Habría que pedirle a algún señor que le escribiera al director general… ¡Para que le soltaran al menos hasta que se celebre el juicio! ¡Para que el muchacho no sufra!
También ella se mostraba triste, pero había engordado, su piel se había vuelto más blanca, y lo mismo que antes seguía encendiendo las lamparillas en su habitación, se ocupaba de que todo estuviera limpio en la casa y agasajaba a los huéspedes con mermelada y dulce de manzana. El sordo y Aksinia se ocupaban de la tienda, y habían iniciado una nueva actividad: la fabricación de ladrillos en Butiókino, por lo que Aksinia viajaba en coche casi todos los días hasta la fábrica; ella personalmente dirigía las operaciones, y cuando se encontraba con algún conocido estiraba el cuello, como una serpiente que sacara su cabeza del centeno joven, y sonreía de forma ingenua y enigmática. Lipa sólo se ocupaba de jugar con su hijo, que había nacido antes de la cuaresma. Era una criatura tan pequeña, enjuta y lamentable, que resultaba sorprendente que gritara, que mirara, e incluso que se le considerara una persona y se le hubiera dado el nombre de Nikífor. Cuando descansaba en la cuna, Lipa se acercaba a la puerta e, inclinándose, le decía:

—¡Hola, Nikífor Anísimich!

Y corría hacia él y le besaba. Luego se apartaba hasta la puerta, volvía a inclinarse y repetía:

—¡Hola, Nikífor Anísimich!

Entonces el niño levantaba sus piernecitas sonrosadas y su llanto se entremezclaba con las risas, como sucedía con el carpintero Elizárov.

Finalmente, se fijó la fecha del juicio. El viejo salió de la aldea con cinco días de antelación. Después se llevaron a los mujiks citados como testigos; también se puso en camino un viejo trabajador que había recibido una citación.

El juicio se celebró en jueves, pero pasó el domingo sin que el viejo regresara ni diera señales de vida. El viernes por la tarde Varvara estaba sentada junto a la ventana abierta, pendiente de cualquier rumor que pudiera delatar el regreso del viejo. En la habitación contigua Lipa jugaba con su hijo. Lo lanzaba al aire y le decía con arrobo:

—¡Te vas a hacer grande, muy grande! ¡Serás un mujik e iremos juntos a trabajar como jornaleros! ¡A trabajar como jornaleros!

—¡Pero bueno! —exclamó indignada Varvara—. ¿De qué jornalero estás hablando, tontita? ¡Será comerciante como nosotros!…

Lipa se puso a cantar en voz baja, pero al poco rato se olvidó de las palabras de Varvara y volvió a repetir:

—¡Te vas a hacer grande, muy grande! ¡Serás un mujik e iremos juntos a trabajar como jornaleros!

—¡Pero bueno! ¡Otra vez con lo mismo!

Lipa, con el niño en brazos, se detuvo ante la puerta y preguntó:

—Madrecita, ¿por qué lo querré tanto? ¿Por qué me dará tanta pena? —continuó con voz temblorosa y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Quién es? ¿Cómo es? Es tan ligero como una pluma, como una brizna, pero le quiero como si fuera una persona de verdad. No sabe hacer nada, ni siquiera hablar, pero yo leo en sus ojitos todo lo que desea.

Varvara prestó atención, pues le pareció escuchar el rumor del tren vespertino entrando en la estación. Tal vez en él viniera el viejo. Ya no escuchaba ni comprendía lo que decía Lipa, ni tampoco se daba cuenta de cómo pasaba el tiempo; todo su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una intensa curiosidad. Vio cómo avanzaba, con gran estruendo y a gran velocidad, una telega llena de mujiks. Eran los testigos que regresaban de la estación. Cuando la telega pasó junto a la tienda, el viejo trabajador se bajó de ella y entró en el patio. Se oyó cómo algunas personas le saludaban y le preguntaban por el caso…

—Privación de derechos y de todos los bienes —dijo en voz alta—, y seis años de trabajos forzados en Siberia.

Aksinia salió al patio por la puerta de servicio de la tienda; acababa de despachar petróleo y llevaba en una mano una botella, en la otra un embudo y entre los dientes unas monedas de plata.

—¿Y dónde está papá? —preguntó con voz ceceante.

—En la estación —respondió el trabajador—. Me dijo que prefería regresar cuando hubiera oscurecido.

Cuando se supo en el patio que Anísim había sido condenado a trabajos forzados, la cocinera se puso a dar voces en la cocina, igual que si se hubiera muerto alguien, pensando que eso era lo correcto.

—¿Por qué nos has abandonado, Anísim Grigórich, bienhechor nuestro?…

Los perros, alarmados, empezaron a ladrar. Varvara se acercó corriendo a la ventana y, alterada por la pena, se puso a gritar a la cocinera con todas sus fuerzas:

—¡Basta ya, Stepánida, basta ya! ¡No nos atormentes, por el amor de Dios!

Olvidaron preparar el samovar, y ya no fueron capaces de pensar en nada. Sólo Lipa parecía no entender lo que había pasado y seguía ocupándose del niño.

Cuando el viejo regresó de la estación, no le hicieron ni una sola pregunta. Él saludó y después se paseó por todas las habitaciones en silencio. No cenaron.

—Nadie se ha ocupado de él… —comenzó Varvara cuando se quedaron a solas—. Te dije que había que hablar con algún señor, pero no quisiste escucharme… Que era necesaria una petición…

—¡Yo me he ocupado de él! —exclamó el viejo y agitó la mano—. En cuanto condenaron a Anísim, hablé con el señor que le había defendido: «No se puede hacer nada, es demasiado tarde», me dijo. Y el propio Anísim también dijo que era demasiado tarde. No obstante, nada más salir del juzgado, fui a ver a un abogado; le entregué un anticipo… Esperaré una semana y volveré. Que Dios nos ayude.

El viejo recorrió todas las habitaciones en silencio y cuando regresó a la de Varvara exclamó:

—No me encuentro bien. Algo me pasa en la cabeza… Se me nubla. No puedo pensar. —Cerró la puerta para que no le oyese Lipa y continuó en voz baja—: Tengo un problema con el dinero. ¿Recuerdas que Anísim antes de la boda me trajo monedas nuevas de un rublo y de cincuenta kopeks? Oculté unas cuantas en un paquete y las demás las mezclé con las mías… Mi difunto tío Dmitri Filátich, que Dios le tenga en su gloria, viajaba continuamente a Moscú y a Crimea en busca de mercancías. Y mientras él estaba fuera, su mujer le engañaba con otros. Tenían seis hijos. Cuando mi tío estaba borracho, se echaba a reír y exclamaba: «No hay manera de saber cuáles son mis hijos y cuáles los ajenos». Vamos, que era un buen hombre. Pues eso mismo me pasa ahora a mí: que soy incapaz de distinguir las monedas buenas de las falsas. Y tengo la impresión de que son todas falsas.

—¡Dios mío!

—Cuando entrego tres rublos en la estación para pagar el billete, me parece que son falsos. Y siento miedo. Debo de estar enfermo.

—Puede ser, todos estamos en manos de Dios… ¡Ay, ay, ay!… —exclamó Varvara y sacudió la cabeza—. Tenemos que ocuparnos de esto, Petróvich… Cualquier día pasa algo, ya no eres un hombre joven… Morirás y cuando tú faltes harán daño a tu nieto. ¡Ay, tengo mucho miedo de que hagan daño a Nikífor! Es como si ya no tuviera padre y la madre es joven y tonta… ¡Deberías dejarle a ese niño al menos la tierra de Butiókino, Petróvich! Piénsalo —continuó Varvara, tratando de persuadirle—. ¡Es un niño tan bonito! ¡Da pena! Vete mañana y prepara los papeles. ¿Por qué esperar?

—Me había olvidado de mi nieto… —exclamó Tsibukin—. Voy a verlo. ¿Así que dices que el niño es guapo? Bueno, tiene que crecer. Así lo quiera Dios.

Abrió la puerta y con el dedo doblado llamó a Lipa, que se acercó llevando el niño en brazos.

—Lípinka, si necesitas algo, pídelo —exclamó—. Y come todo lo que quieras, que no te vamos a decir nada. Lo más importante es que tengas salud… —Hizo la señal de la cruz sobre el niño—. Y cuida bien de mi nieto. No tengo a mi hijo, pero me queda mi nieto.
​
Las lágrimas le corrían por las mejillas. Exhaló un sollozo y se alejó. Poco después se fue a la cama y se quedó profundamente dormido, pues llevaba siete noches sin dormir.
VII
El viejo realizó algunos breves viajes a la ciudad. Alguien le contó a Aksinia que había ido a ver al notario y a hacer testamento y que el terreno de Butiókino, precisamente aquel en el que se cocían los ladrillos, se lo había legado a su nieto Nikífor. Le informaron de ello por la mañana, cuando el viejo y Varvara estaban bebiendo té junto al porche, debajo del abedul. Aksinia cerró las dos puertas de la tienda, tanto la que daba a la calle como la que daba al patio, cogió todas las llaves que tenía y las arrojó a los pies del viejo.

—¡No voy a trabajar más para ustedes! —gritó y se echó a llorar—. ¡Resulta que no me consideran una nuera, sino una simple criada! Todo el mundo se ríe de mí: «Mira», dicen, «qué criada han encontrado los Tsibukin». ¡Pero a mí no me ha contratado nadie en esta casa! ¡No soy una pordiosera ni una fresca! Tengo padre y madre.

Sin secarse las lágrimas, clavó en el viejo sus ojos llenos de lágrimas, malignos, desfigurados por la ira; su cara y su cuello estaban rojos y tensos, pues estaba gritando con todas sus fuerzas.

—¡Ya no voy a ocuparme de nada! —continuó—. ¡Se me trata injustamente! ¡Cuando hay que trabajar, cuando hay que pasarse un día tras otro en la tienda o traficar con vodka por la noche se acuerdan de mí, pero cuando se trata de repartir la tierra sólo piensan en esa presidiaria y ese pequeño diablo! ¡Ella es la dueña, la señora, y yo su criada! ¡Dénselo todo a esa reclusa y que le aproveche, pero yo me voy a mi casa! ¡Así que ya se están buscando otra idiota, monstruos del demonio!

El viejo nunca había reñido o castigado a sus hijos y no se imaginaba que un miembro de su familia pudiera faltarle de palabra o ser desconsiderado con él; por ello se asustó mucho, entró corriendo en la casa y se escondió detrás de un armario. En cuanto a Varvara, estaba tan estupefacta que no fue capaz de moverse de su sitio, y se limitó a sacudir las manos, como quien trata de espantar a una abeja.

—Pero ¿qué es esto, Dios mío? —pudo farfullar al fin, aterrorizada—. ¿Por qué gritas de esa manera? ¡Ay, ay, ay!… ¡La gente va a enterarse de todo! ¡Habla más bajo!… ¡Más bajo!

—Le habéis entregado Butiókino a la presidiaria —siguió gritando Aksinia—. ¡Pues dádselo todo, no necesito nada de vosotros! ¡Ojalá os tragara la tierra! ¡Sois todos una banda! ¡Lo que he tenido que ver! ¡Habéis robado a unos y a otros, ladrones, a viejos y a jóvenes! ¿Y quién vendía vodka sin licencia? ¿Y el dinero falso? ¡Una vez que habéis llenado los baúles con dinero falso, ya no os hago falta!

Junto a las puertas del patio, abiertas de par en par, empezó a reunirse un grupo de personas, que miraban al interior.

—¡Que se entere la gente! —gritó Aksinia—. ¡Quiero que os avergoncéis! ¡Que os pongáis rojos de vergüenza! ¡Que os arrastréis a mis pies! ¡Eh, Stepán! —llamó al sordo—. ¡Nos vamos a casa ahora mismo! ¡Nos vamos a casa de mis padres: no quiero vivir con presidiarios! ¡Prepárate!

En el patio, tendidas en una cuerda, había varias prendas de ropa; Aksinia recogió sus faldas y sus blusas, aún húmedas, y se las entregó al sordo. Luego, enfurecida, se abalanzó sobre la ropa tendida, arrancó todas las prendas, y aquellas que no eran suyas las arrojó al suelo y las pisoteó.

—¡Ay, Dios mío, haz que se calme! —gemía Varvara—. Pero ¿qué es lo que le pasa? ¡Que le den Butiókino! ¡Que se lo den, por el amor de Dios!

—¡Vaya mujer! —decían los que miraban desde la puerta—. Pero ¡qué mujer! ¡Cómo se ha puesto!

Aksinia entró desalada en la cocina, donde estaban haciendo la colada. Sólo se encontraba allí Lipa, pues la cocinera había ido al río a aclarar la ropa. De una tina y un perol que había junto al fuego se elevaban nubes de vapor, por lo que el ambiente de la cocina era sofocante y denso. En el suelo había un montón de ropa sucia y en un banco que había junto a él, agitando sus sonrosadas piernecitas, yacía Nikífor; había sido puesto allí para que no se hiciera daño si se caía. Precisamente cuando entró Aksinia, Lipa había tomado del montón de ropa una camisa suya y, tras ponerla en la tina, alargaba ya la mano hacia el gran caldero con agua hirviendo que había sobre la mesa…

—¡Trae aquí! —exclamó Aksinia, mirándola con odio, y tomó la camisa de la tina—. ¡Mi ropa no es asunto tuyo! ¡Eres una presidiaria y debes saber cuál es tu lugar, quién eres!

Lipa la miró estupefacta, sin comprender; pero cuando captó la mirada que Aksinia dirigía a su hijo, se dio cuenta de todo y se quedó petrificada de espanto…

—¿Te has quedado con mi tierra? ¡Pues toma!

Y tras pronunciar esas palabras, Aksinia cogió el caldero con agua hirviendo y lo vació sobre Nikífor.
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A continuación se escuchó un grito como nunca antes se había oído en Ukléievo; parecía increíble que una criatura tan pequeña y débil como Lipa pudiera gritar así. De pronto se hizo el silencio en el patio. Aksinia entró en la casa sin decir palabra, con la misma sonrisa ingenua de antes… El sordo, que iba de un lado para otro del patio, con la ropa entre las manos, se puso a colgarla de nuevo, en silencio, sin apresurarse. Hasta que no regresó la cocinera del río nadie se decidió a entrar en la cocina y ver lo que había pasado.
VIII
Nikífor fue llevado al hospital provincial, donde murió esa misma tarde. Lipa no esperó a que fueran a buscarla; envolvió el cadáver en una pequeña manta y se lo llevó a casa.

El hospital, nuevo, construido hacía poco, se alzaba con sus grandes ventanas en lo alto de una colina; la luz del sol poniente le daba de lleno, por lo que parecía como si estuviera ardiendo por dentro. Abajo había una aldea. Lipa descendió por el camino y, sin entrar en la población, se sentó junto a un pequeño estanque. Una mujer se acercó al agua para dar de beber a su caballo, pero este no quería beber.

—Pero ¿qué más quieres? —exclamó la mujer en voz baja, llena de asombro—. ¿Qué más?

Un muchacho vestido con una camisa roja, sentado a la orilla del agua, lavaba las botas de su padre. No se veía a nadie más, ni en el poblado ni en la colina.

—No quiere beber… —exclamó Lipa, mirando al caballo.

Pronto la mujer y el muchacho con las botas desaparecieron y el lugar quedó desierto. El sol se fue a la cama y se cubrió con un brocado de púrpura y de oro; largas nubes rojas y lilas, diseminadas por el cielo, velaron su descanso. En algún lugar lejano, no se sabía dónde, lanzó su grito el alcaraván, parecido al mugido sordo y melancólico de una vaca encerrada en un establo. El grito de esa ave misteriosa se dejaba oír todas las primaveras, pero nadie sabía cómo era ni dónde vivía. Arriba, en el hospital, entre los arbustos que crecían a la orilla del estanque, más allá del poblado y en los campos circundantes, piaban los ruiseñores. El cuclillo parecía calcular los años de alguien y, equivocándose en sus cuentas, volvía a comenzar. En el estanque, las ranas se desgañitaban; en su enfadado croar podían distinguirse algunas palabras: «¡Eso lo serás tú! ¡Eso lo serás tú!». ¡Qué estruendo había! Parecía como si todas esas criaturas se hubieran puesto a gritar y a cantar a propósito, para que nadie durmiera en ese atardecer primaveral; como si cada una de ellas, incluso las enfadadas ranas, apreciaran cada minuto de su tiempo y trataran de disfrutarlo. ¡Y es que sólo se vive una vez!

En el cielo resplandecía media luna de plata; lucían muchas estrellas. Lipa no sabía cuánto tiempo había pasado sentada junto al estanque, pero cuando se levantó y se puso en camino, todos dormían ya en el poblado y no se distinguía ni una sola luz. Unos doce kilómetros la separaban de su casa; se sentía sin fuerzas y desconocía el camino; la luna brillaba, tan pronto delante como a la derecha, y el cuclillo seguía lanzando su grito, ya con voz ronca, y parecía burlarse, reírse de ella: «¡Mirad: se ha perdido!». Lipa apretó el paso, perdió el pañuelo de la cabeza… Miraba el cielo y trataba de adivinar dónde estaría el alma de su hijito; ¿iría siguiéndola o flotaría allí arriba, junto a las estrellas, olvidada ya de su madre? Ah, qué soledad se siente en los campos por la noche, en medio de ese canto, cuando uno mismo no puede cantar; en medio de esos gritos ininterrumpidos de alegría, cuando uno mismo no puede alegrarse; cuando la luna, también sola, contempla todo desde el cielo, con absoluta indiferencia: le da igual si es primavera o invierno, si los hombres están vivos o muertos… Cuando en el alma se aposenta la pena, ¡qué difícil es estar solo! ¡Si al menos la acompañara su madre, Praskovia, o el Muleta o la cocinera o cualquier mujik!

—¡Bu-u! —gritaba el alcaraván—. ¡Bu-u!

De pronto se oyó con claridad una voz humana:

—¡Engancha, Vavila!

Delante de ella, en el borde mismo del camino, ardía una hoguera; las llamas ya se habían apagado y sólo brillaban las rojas brasas. Se oía cómo los caballos masticaban el forraje. En medio de las tinieblas surgieron dos carros —uno con un tonel y el otro, más bajo, con sacos— y dos personas: una de ellas llevaba de la mano un caballo para engancharlo; la otra estaba inmóvil junto a la hoguera, con las manos a la espalda. En torno a uno de los carros empezó a gruñir un perro. El hombre que conducía el caballo se detuvo y exclamó:

—Parece que viene alguien por el camino.

—¡Calla, Sharik! —le gritó el otro al perro.

La voz de esa segunda persona delataba que se trataba de un viejo. Lipa se detuvo y exclamó:

—¡Que Dios esté con vosotros!

El viejo se acercó a ella y respondió al cabo de unos instantes:

—¡Buenas noches!

—¿No me morderá su perro, abuelo?

—No, acércate. No te hará nada.

—Vengo del hospital —dijo Lipa, después de un silencio—. Mi hijito murió allí. Lo llevo a casa.

Al viejo no parecieron agradarle esas palabras, pues se apartó ligeramente y exclamó con apresuramiento:

—Eso no es nada, querida. Tal fue la voluntad de Dios. ¡Apresúrate, muchacho! —exclamó, dirigiéndose a su compañero—. ¡Más deprisa!

—No encuentro tu collera —dijo el muchacho—. No la veo.

—¡Qué torpe eres, Vavila!

El viejo tomó en su mano una brasa y la sopló; sus ojos y su nariz se iluminaron; luego, una vez que encontraron la collera, se acercó con el fuego a Lipa y se quedó mirándola. Su mirada expresaba compasión y ternura.

—Eres madre —le dijo—. Y todas las madres sienten pena de sus hijos.

Y, tras pronunciar esas palabras, suspiró y sacudió la cabeza. Vavila arrojó algo al fuego y luego lo pisoteó; de pronto, se hizo una profunda oscuridad. Todo desapareció y, lo mismo que antes, a su alrededor sólo quedaron los campos, el cielo y las estrellas, así como el alboroto de las aves, que se impedían dormir unas a otras. Un rascón parecía gritar desde el mismo lugar en que había estado la hoguera.

No obstante, al cabo de un minuto volvieron a hacerse visibles los carros, el viejo y el espigado Vavila. La telega crujió al salir al camino.

—¿Sois santos? —preguntó Lipa al anciano.

—No. Somos de Firsanovo.

—Antes, cuando me miraste, mi corazón se calmó. El muchacho también parece muy tranquilo. Por eso pensé que erais santos.

—¿Vas muy lejos?

—A Ukléievo.

—Sube, te llevaremos hasta Kuzmenki. Allí tú sigues todo derecho y nosotros giramos a la izquierda.

Vavila se subió en el carro del tonel y el viejo y Lipa en el otro. Marchaban al paso. Vavila iba delante.

—Mi hijito se ha pasado todo el día sufriendo —dijo Lipa—. Me miraba con sus ojitos en silencio, como si quisiera decirme algo y no pudiera. ¡Dios todopoderoso, Reina de los Cielos! Me dio tanta pena que me caí al suelo. Estaba de pie junto a la cama y me caí. Dime, abuelo, ¿por qué un niño pequeño tiene que sufrir antes de morir? Cuando sufre un adulto, un mujik o una mujer, se le perdonan sus pecados, pero ¿por qué debe sufrir un niño, cuando no ha cometido pecado alguno? ¿Por qué?

—¡Y quién lo sabe! —respondió el viejo.

Durante media hora, ninguno de los dos dijo nada.

—Es imposible saberlo todo, el porqué y el cómo —exclamó el viejo—. Las aves no tienen cuatro alas, sino dos, porque con ellas les basta para volar; de la misma manera, el hombre no necesita saberlo todo, sino tan sólo la mitad o la cuarta parte. Sabe lo que necesita para vivir; eso es lo que sabe.

—Será mejor que vaya a pie, abuelo. El corazón me da vuelcos.

—No es nada… —exclamó él—. Tu pena no es tan grande. La vida es larga, y en ella habrá de todo, cosas buenas y cosas malas. ¡Qué grande es nuestra madre Rusia! —exclamó, mirando a un lado y a otro—. ¡He recorrido Rusia entera y he visto todo lo que hay en ella, así que puedes creer en mi palabra, hijita! Habrá cosas buenas y cosas malas. He recorrido a pie Siberia, he estado en el Amur, en los montes Altai; he sido colono en Siberia, donde labré la tierra; pero echaba de menos a nuestra madre Rusia, por lo que decidí regresar a mi aldea natal. Hicimos el camino de regreso a pie; recuerdo que en una ocasión atravesamos un río en una balsa; yo estaba en los huesos e iba descalzo, cubierto de harapos; tiritaba de frío y mordisqueaba una corteza de pan; un señor que viajaba también en la balsa, Dios lo tenga en su gloria si ha muerto, se me quedó mirando con pena y se echó a llorar. «Ay», me dijo, «tu pan es tan negro como tu vida…». Cuando llegamos a casa, no tenía dónde caerme muerto, como suele decirse. Estaba casado, pero mi mujer murió en Siberia, donde fue enterrada. Ahora trabajo como bracero. ¿Y qué? Ha habido cosas buenas y cosas malas. Pero no siento deseos de morir, hijita; con gusto viviría veinte añitos más. Eso quiere decir que ha habido más cosas buenas que malas. ¡Qué grande es nuestra madre Rusia! —exclamó, y se puso a mirar de nuevo a un lado y a otro.

—Abuelo —le preguntó Lipa—, cuando una persona muere, ¿cuántos días vaga su alma por la tierra?

—¡Y quién lo sabe! Vamos a preguntarle a Vavila, que ha ido a la escuela. Ahora se enseña de todo. ¡Vavila! —llamó el viejo.

—¿Qué?

—Vavila, cuando muere una persona, ¿cuántos días vaga su alma por la tierra?

Vavila detuvo a su caballo y a continuación exclamó:

—Nueve días. Mi tío Kirila murió y su alma permaneció en nuestra isba durante trece días.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque durante esos trece días estuvo llamando a la estufa.

—Bueno, de acuerdo. Sigamos —exclamó el viejo, con muestras evidentes de no creer en nada de todo aquello.

Cerca de Kuzmenki los carros torcieron para entrar en la carretera y Lipa siguió adelante sola. Ya había amanecido. Cuando comenzó a descender por el barranco, las isbas de Ukléievo y la iglesia estaban cubiertas por la bruma, y a Lipa le parecía que aquel mismo cuclillo seguía piando.

Cuando llegó a la casa, aún no habían sacado el ganado: todos dormían. Se sentó en el porche y esperó. El primero en salir fue el viejo; nada más verla, comprendió lo que había pasado y estuvo largo rato sin poder pronunciar una sola palabra; tan sólo logró chasquear los labios.

—Ay, Lipa —le dijo finalmente—. No has sabido proteger a mi nieto…

Despertaron a Varvara, que agitó las manos, estalló en sollozos y se puso en seguida a lavar y vestir al niño para el entierro.
—Y era bonito el pequeñuelo… —repetía—. ¡Ay, ay, ay!… Sólo tenía un niño y la muy tonta no lo ha sabido proteger…

Se celebraron misas fúnebres por la mañana y por la tarde. Al día siguiente lo enterraron; después del entierro se celebró un almuerzo en el que los invitados y los curas comieron con tal voracidad como si no hubieran probado bocado en mucho tiempo. Lipa servía la mesa y uno de los sacerdotes, levantando el tenedor con una seta en salazón, le dijo:

—No sufras por el niño. De ellos es el Reino de los Cielos.

Sólo cuando los huéspedes se marcharon, comprendió Lipa que Nikífor ya no existía, que no existiría jamás; y al apoderarse de ella ese convencimiento, estalló en sollozos. No sabía en qué habitación refugiarse para llorar, pues sentía que tras la muerte del pequeño ya no había lugar para ella en esa casa, que no había razón alguna para que ella siguiera allí, que su presencia estaba de más; y eso mismo sentían los otros.

—Pero ¿qué haces ahí lloriqueando? —gritó de pronto Aksinia, apareciendo en el umbral; con motivo del entierro se había ataviado con ropas nuevas y tenía todo el rostro empolvado—. ¡Cállate!

Lipa quería dejar de llorar, pero no podía; al contrario, sus sollozos se hicieron aún más ruidosos.

—Pero ¿no me has oído? —gritó Aksinia, y pataleó llena de ira—. ¡Te estoy hablando a ti! ¡Fuera de aquí y no vuelvas a poner los pies en esta casa, presidiaria! ¡Fuera!

—¡Bueno, bueno, bueno! —exclamó azogado el viejo—. Aksiuta, madrecita, ten un poco de paciencia… Es comprensible que llore… Se ha muerto su hijo…

—Es comprensible… —le hizo burla Aksinia—. Está bien, que pase la noche aquí; pero ¡mañana no quiero que quede ni rastro de ella! ¡Es comprensible!… —volvió a hacerle burla; y echándose a reír, se dirigió a la tienda.

Al día siguiente, por la mañana temprano, Lipa se fue a vivir con su madre a Torgúyevo.
IX
En la actualidad, el tejado y la puerta de la tienda están recién pintados y brillan como si fueran nuevos; en las ventanas, lo mismo que antes, florecen los alegres geranios; y todo lo que sucedió tres años antes en la casa y en el patio de los Tsibukin casi se ha olvidado.

Aunque nominalmente el viejo Grigori Petróvich sigue siendo el dueño, en realidad todo ha pasado a manos de Aksinia; es ella quien compra y vende, y sin su consentimiento no se puede hacer nada. La fábrica de ladrillos marcha bien; como se necesitan ladrillos en la construcción de la vía férrea, su precio ha ascendido a veinticuatro rublos el millar; las mujeres y las muchachas los llevan a la estación y los cargan en los vagones: por esa actividad reciben veinticinco kopeks al día.

Aksinia se ha unido a los Jrimin, y ahora la fábrica se llama así: «Jrimin menores y Compañía». Han abierto una taberna cerca de la estación, por lo que ya no tocan el acordeón en la fábrica, sino en ese lugar, al que también acuden con frecuencia el jefe de Correos, que también ha abierto un negocio, y el jefe de la estación. Los Jrimin menores le han regalado al sordo Stepán un reloj de oro, que este no cesa de sacar del bolsillo para llevárselo al oído.

En la aldea se dice que Aksinia ha adquirido mucho poder; y en verdad, cuando por la mañana se dirige en coche a la fábrica, hermosa y feliz, luciendo su sonrisa ingenua, y más tarde, cuando reparte órdenes en la fábrica, se tiene la sensación de que posee una gran fuerza. Todos le tienen miedo, tanto en la casa como en la aldea y en la fábrica. Cuando va a Correos, el jefe de la estafeta se pone en pie de un salto y le dice:

—Haga el favor de sentarse, Ksenia Abrámovna.

Un terrateniente presuntuoso, ya algo maduro, vestido con un abrigo de paño fino y botas altas de charol, le vendió en una ocasión un caballo; y le gustó tanto su conversación que accedió a vendérselo por el precio que ella proponía. Retuvo largo rato su mano entre las suyas y, mirando sus ojos alegres, astutos e ingenuos, le dijo:

—Por una mujer como usted, Ksenia Abrámovich, estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario. Pero dígame, ¿cuándo podemos vernos sin que nadie nos moleste?

—¡Cuando usted quiera!

Desde entonces, ese maduro conquistador visita la tienda casi todos los días para beber cerveza. La cerveza es malísima, amarga como el absintio. El terrateniente sacude la cabeza, pero se la bebe.

El viejo Tsibukin ya no interviene en los negocios. Ni siquiera maneja dinero, pues no es capaz de distinguir el verdadero del falso, aunque guarda esa debilidad en secreto, sin comentarla con nadie. Se ha vuelto olvidadizo y, si no le dan de comer, no pide nada. En la casa ya se han acostumbrado a comer sin él y Varvara dice a menudo:

—Ayer se fue otra vez a la cama sin cenar.

Y lo dice con indiferencia, porque ya está acostumbrada. Por alguna razón, tanto en verano como en invierno pasea ataviado con un abrigo de piel, y sólo en los días de mucho calor se queda en casa. Por lo común, arrebujado en el abrigo y con el cuello levantado, pasea por la aldea o por el camino de la estación, o permanece sentado de la mañana a la noche en un banquito que hay junto a la puerta de la iglesia, donde pasa las horas sin moverse. Los transeúntes se inclinan ante él, pero él no responde a sus saludos, ya que, lo mismo que antes, siguen sin gustarle los mujiks. Cuando le preguntan algo, responde de forma razonable y cortés, pero con brevedad.

Por la aldea circula el rumor de que la nuera lo ha echado de su propia casa y no le da de comer, por lo que debe pedir limosna para alimentarse; y unos se alegran de la nueva y otros se duelen de ella.

Varvara ha engordado todavía más, se ha vuelto más blanca y, lo mismo que antes, sigue ocupándose de obras piadosas, sin que Aksinia se lo impida. Hay tanta mermelada que no logran consumirla antes de la aparición de las bayas nuevas. Varvara no sabe qué hacer con ella, y al ver cómo se reseca, quedando sólo el azúcar, siente tanta pena que casi llora.

En la casa han empezado a olvidarse de Anísim. En una ocasión llegó una carta escrita en verso, en una gran hoja de papel, a modo de petición, con la misma historiada caligrafía de antes. No había dudas: su amigo Samoródov purgaba su pena con él. Debajo de los versos había sido escrita, con una caligrafía descuidada, casi ilegible, la siguiente línea: «Estoy muy enfermo, sufro mucho. Ayudadme, por el amor de Dios».

En una ocasión —esto sucedió un claro día de otoño, antes del atardecer— el viejo Tsibukin estaba sentado junto a la puerta de la iglesia, con el cuello de su abrigo levantado, de manera que sólo resultaban visibles su nariz y la visera de la gorra. En el otro extremo del largo banco estaba sentado el contratista Elizárov y a su vera el vigilante de la escuela Yákov, un viejo de unos setenta años, ya sin dientes. El Muleta y el vigilante conversaban.

—Los hijos deben alimentar a los padres, darles de beber… Debes respetar a tu padre y a tu madre —exclamó Yákov con enfado—; pero ella, su nuera, ha echado al suegro de su propia casa. Y el viejo no come ni bebe. ¿Adónde va a ir? Lleva ya tres días sin comer.

—¡Tres días! —se sorprendió el Muleta.

—Ahí está sentado, sin decir palabra. Está débil. Pero ¿por qué calla? Debería llevarla a juicio; en el juicio se iba a enterar esa.
—¿Quién se iba a enterar? —preguntó el Muleta, que no había escuchado bien.

—¿Qué?
—Es una mujer muy hábil. Sin esa cualidad es imposible llevar un negocio como el de ellos… Quiero decir sin pecar…

—De su propia casa —continuó Yákov con enfado—. Constrúyete tu casa y después echa a quien quieras. ¡Pues buena le ha caído! ¡Es peor que una úlcera!

Tsibukin escuchaba sin moverse.

—Poco importa que la casa sea propia o ajena, con tal de que haga calor y las mujeres no discutan… —exclamó el Muleta y se echó a reír—. En mis años mozos, me dolí mucho de la pérdida de mi Natasha. Era una mujer muy tranquila. Todo el tiempo estaba diciéndome: «¡Makárich, compra una casa! ¡Makárich, compra una casa! ¡Makárich, compra un caballo!». Incluso en la hora de la muerte, no dejó de repetirme: «¡Makárich, cómprate un coche para que no tengas que ir a pie!». Y yo sólo le compraba dulces, nada más.

—Su marido, el sordo, es tonto —continuó Yákov, sin escuchar al Muleta—; es tonto de solemnidad, lo mismo que un ganso. ¿Qué va a comprender ese? Por mucho que le des a un ganso en la cabeza con un palo, no comprende nada.

El Muleta se levantó para irse a su casa, que estaba en la fábrica. Yákov también se levantó, y ambos se fueron juntos, sin dejar de conversar. Cuando se alejaron unos cincuenta pasos, el viejo Tsibukin también se puso en pie y los siguió, avanzando con inseguridad y lentitud, como si estuviera caminando por hielo resbaladizo.

La aldea se hundía ya en el crepúsculo y el sol sólo brillaba en lo alto del camino que ascendía serpenteando por la pendiente. Las viejas y los niños regresaban del bosque, llevando cestas con setas. Una multitud de mujeres y muchachas volvían de la estación, donde habían estado cargando ladrillos en los vagones, por lo que sus narices y sus mejillas, por debajo de los ojos, estaban cubiertas de polvo. Iban cantando. Delante de todas iba Lipa, acompañando la melodía con su fina voz, al tiempo que miraba el cielo, como si se alegrara y se maravillara de que el día, gracias a Dios, hubiera concluido y fuera posible descansar. Entre las otras mujeres, respirando con dificultad, como siempre, iba su madre, la jornalera Praskovia, llevando un hatillo en la mano y respirando.

—¡Hola, Makárich! —exclamó Lipa al ver al Muleta—. ¡Hola, querido!

—¡Hola, Lípinka! —exclamó alegre el Muleta—. ¡Mujeres, muchachas, enamoraos de este rico carpintero! ¡Jo, jo! Hijitas mías, hijitas —sollozó el Muleta—. Mis amadas hachitas.

El Muleta y Yákov siguieron adelante, dejando en el aire el eco de su conversación. A continuación, el grupo de mujeres se encontró con el viejo Tsibukin, y se hizo de pronto un completo silencio. Lipa y Praskovia se rezagaron un poco; cuando el viejo llegó a su altura, Lipa hizo una profunda reverencia y exclamó:

—¡Hola, Grigori Petróvich!

La madre también se inclinó. El viejo se detuvo y se quedó mirando a ambas sin decir palabra; sus labios temblaban y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lipa sacó del hatillo de su madre un trozo de empanada y unas gachas y se lo dio todo al viejo, que cogió los alimentos y se puso a comerlos.

El sol ya se había ocultado; su resplandor se había apagado incluso en lo alto del camino. Reinaba ya la oscuridad y hacía frío. Lipa y Praskovia siguieron su camino, y estuvieron santiguándose durante un buen rato.


​FIN
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