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La niña mimosa

FElipe TRigo
—¿Estás?
​
—Sí, corriendo.

Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.

Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: «¿Qué tal voy?», no le contestaba yo: «Bien, muy guapa», con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!…, llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: «Mira, ¿oyes?», y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba ál teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes: —«¿Estoy bien, de veras?»— me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza: —«¡Admirable!».

Porque, eso sí, ella confiaba en mi rigor. Le hubiera dicho la verdad, al menor detalle que artísticamente no juzgase digno de su figurilla aristocrática, aunque nos hubiera costado renunciar a la función.
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L​os gemelos la buscaban.
​
¿Quién es?, debían preguntarse unos a otros en las butacas, en los palcos. Algunos amigos míos se acercaban a saludarla en los entreactos esperando inútilmente la presentación. Ni ella la quería ni me agradaba a mí, no sé por qué causa. Y los que en el Círculo por la tarde me habían preguntado con reticencias o descaradamente quién era la señorita que la noche antes me acompañaba, una evasiva obtenían incapaz de disiparles la curiosidad. ¿Mi hermana?… Nada se parecía a mí. ¿Mi mujer?… Era muy joven. ¿Mi querida?… Jamás, la pureza de la virgen resplandecía en aquel semblante de colegiala tímida y curiosa.

Y ¿qué le importaba a nadie?

La verdad es que no sé por qué ella tenía afición al teatro. Miraba al público de reojo; ignoro si por cobardía de sus diez y siete años o por desdén nativo en su alma. De la escena, única cosa que le interesaba, el chiste que a todos hacía reir conseguía de su boca apenas una dilatación placentera; y como lloraba en los dramas, de propósito no íbamos más que a piececillas y tal cual noche a oir opereta al fresco de los Jardines.

Apenas cruzaba conmigo la palabra. Sentada junto a mí, sin mirarme, yo era quien únicamente por todo hablar solía decir de cuando en cuando:

—Mira, allí hay uno mirándote, ¿sabes?

—¿Dónde?

—En un palco. En el tercero. No te quita los gemelos.

Volvía los ojos fugazmente al sitio indicado, y sonreía, sin volver a acordarse en toda la noche del tenaz admirador.

De los tenaces admiradores. Fueron muchos. No consiguieron una mirada de gratitud, de esas con que hasta las menos coquetas dan las gracias. Únicamente yo, con la solicitud de esclavo que corta flores para su dueña, en arrojar una por una aquellas admiraciones a sus pies me complacía. Era un deleite intenso, pero inconsciente y vago como el placer de un ensueño, como la alegría de una primavera.

Ella me pagaba siempre con su sonrisa leve. Yo le compraba bombones. Y nada más.

¿Bonita?

Sí. Creo que sí. Que era excepcionalmenle bonita; pero yo no hubiera podido definir su belleza ni entonces ni ahora. La miraba muchas veces cuando estaba delante de mí. Luego nos separábamos y no me acordaba más de ella. Pero volvíamos a reunimos y volvía a mirarla. Un claror fosfóreo de sus ojos medio cerrados, semejante al de la cresta de la ola en los mares luminosos, una transparencia de su faz que me cegaba de dulzura, imposibilitaban mi análisis.

A la luz eléctrica del teatro, cayendo como una inundación sobre aquella cara de nácar, sólo podía darme cuenta de una cosa: de que en aquella cara los labios rojos parecían más rojos que todos los labios en todas las caras de mujer que yo he visto.
En eso comprendo que debía gustarme mucho toda ella. En que no sería capaz de describirla. Cuando un espectáculo arroba, aduerme y hace soñar: ese es el éxtasis.
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El telón caía por última vez. Todo el mundo en el teatro empezaba a removerse para salir. Echábala sobre los hombros el abrigo elegantísimo, que ocultaba su cuello y su barba redonda en gorguera de rizadas sederías, y así que se aclaraba un poco el paso —espera empleada por mí en averiguar si había estado contenta y entretenida, porque necesitaba cerciorarme de ello para estarlo yo— salíamos atravesando en la puerta las filas de curiosos, que entre todas las hermosas mujeres que por los pasillos, por las amplias escaleras iban afluyendo al foyer lleno de claridad y de reflejos, fijaban sus miradas, de preferencia, en la que conmigo cruzaba graciosa y ligera medio escondida la cara monísima entre el sombrero y el cuello como en ramilletes de pluma.
​
Seguíamos buen trecho con la procesión de gente; contemplábala yo aún, en los cuadros de luz que algún café lanzaba por sus ventanas, y bien pronto, perdidos fuera del centro, en solitarias calles donde nuestros pasos resonaban, la ofrecía mi brazo, que aceptaba por miedo, por ir más cerca de mí en la semiobscuridad y el desierto de la media noche.

Iba tranquila, confiada en mí; yo, delicadamente afanoso de llevarla a su gusto, calculando el paso para no fatigarla, sujetándolo al suyo, lo mismo que debe ir el recluta el día de su primera marcha en filas.

—¡Perdona! —volvía a replicarla siempre que una vacilación me hacía rozar siquiera el vuelo de su falda. Y embriagado de su perfume, del suavísimo violeta de su tocador, que parecía exhalarse de ella más penetrante con el fresco de la noche, como el perfume de las azucenas, el silencio a su lado me enojaba; y por hablar cualquier cosa con aquella colegiala divina que no sabía nunca qué decir, la entretenía haciéndola notar lo caprichosamente que se iban nuestras sombras alargando cada vez que dejábamos atrás una farola.
··············································································
La despedí un día en la estación, con su familia. Se iba lejos. Yo no sentí su marcha. Pero si en cualquier momento de los años que pasaron me hubiese puesto a escribirle, hubiérale escrito cortésmente, como a una respetada y queridísima amiga. De mes en mes, acaso más de pronto en pronto, quizás más de tarde en tarde, yo solía acordarme de ella en mis tristezas y en mis soledades. ¡Nada! Acordarme.

¡¡Era tan niña!!

Todavía me pregunto algunas veces:

—Señor, ¿por qué, con ella, más chiquilla que nadie, y siendo tan amiga mía, no pude tener jamás la confianza descuidada de la amistad?
​
Entonces no supe que la adoraba. Ahora tampoco sé si la he adorado mucho desde entonces.
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