Sobre el Provincianismo del grande (Milan Kundera)
Hace unos años, antes del final del siglo pasado, un periódico parisiense hizo una encuesta a treinta personalidades que pertenecían a una especie de establishment intelectual del momento, periodistas, historiadores, sociólogos, editores y algunos escritores. Cada uno debía citar, por orden de importancia, los diez libros más notables de toda la historia de Francia; de esas treinta listas de diez libros se extrajo una lista final de cien libros; aun cuando la pregunta («¿Cuáles son los libros que han conformado Francia?») podía dar lugar a varias interpretaciones, el resultado proporciona, no obstante, una idea bastante ajustada de lo que una elite intelectual francesa considera hoy importante en la literatura de su país.
De esta encuesta salió ganador Los miserables, de Victor Hugo. Un escritor extranjero podría sorprenderse. Al no considerar este libro importante ni para él ni para la historia de la literatura, comprenderá enseguida que la literatura francesa que a él le gusta no es la que gusta en Francia. En el undécimo lugar, Memorias de guerra, del general De Gaulle. Sería difícil fuera de Francia otorgar semejante importancia a un libro de un hombre de Estado, de un militar. Sin embargo, lo que desconcierta no es eso, sino ¡el hecho de que las más grandes obras maestras sólo vengan a continuación! ¡No se cita a Rabelais hasta el décimo cuarto lugar! ¡Rabelais después de De Gaulle! Sobre este asunto, leo el texto de un gran universitario francés que declara que a la literatura de su país le falta un fundador, como Dante para los italianos, Shakespeare para los ingleses, etcétera. Veamos, ¡para los suyos, Rabelais está desprovisto del aura del fundador! No obstante, para todos los grandes novelistas de nuestro tiempo, es, junto con Cervantes, el fundador de todo un arte, el de la novela.
¿Y la novela de los siglos XVIII y XIX, la gloria de Francia? Rojo y negro, en el vigésimo segundo lugar;Madame Bovary, en el vigésimo quinto; Germinal en el trigésimo segundo; La comedia humana, sólo en el trigésimo cuarto (¿será posible? ¡La comedia humana,sin la cual la literatura europea es inconcebible!); Las amistades peligrosas, en el quincuagésimo lugar; los pobres Bouvard y Pécuchet, como dos inútiles sin aliento, corren en último lugar. Y hay obras maestras de la novela que no encontrarnos entre los cien libros elegidos: La cartuja de Parma; La educación sentimental; Jacques el fatalista (en efecto, sólo en el gran contexto de la Weltliteratur puede apreciarse la incomparable novedad de esta novela).
¿Y el siglo XX? En busca del tiempo perdido, en séptimo lugar. El extranjero, de Camus, también en el vigésimo segundo. ¿Y después? Casi nada. Casi nada de lo que llamamos la literatura moderna, nada de la poesía moderna. ¡Como si la inmensa influencia de Francia sobre el arte moderno jamás hubiera existido! ¡Como si, por ejemplo, Apollinaire (¡ausente en esta lista!) no hubiera inspirado toda una época de la poesía europea!
Y algo aún más sorprendente: la ausencia de Beckett y de Ionesco. ¿Cuántos dramaturgos del siglo pasado los igualaron en fuerza y proyección? ¿Uno? ¿Dos? No más. Un recuerdo: la emancipación de la vida cultural en la Checoslovaquia comunista estuvo vinculada a los pequeños teatros nacidos muy al principio de los años sesenta. Allí vi por primera vez una obra de Ionesco. Fue inolvidable: la explosión de una imaginación, la irrupción de un espíritu irrespetuoso. Yo decía con frecuencia: la Primavera de Praga empezó ocho años antes de 1968, con las obras de teatro de Ionesco puestas en escena en el pequeño teatro En la Balaustrada.
Se me podría objetar que la citada lista da más fe de la reciente orientación intelectual, que quiere que los criterios estéticos pesen cada vez menos, que de un provincianismo: los que votaron por Los miserables no pensaban en la importancia de ese libro en la historia de la novela, sino en su gran eco social en Francia. Es evidente, pero eso sólo demuestra que la indiferencia hacia el valor estético relega fatalmente en el provincianismo a toda la cultura. Francia no es sólo el país donde viven los franceses, es también aquel al que miran los demás y en el que se inspiran. Y es por los valores (estéticos, filosóficos) por lo que un extranjero aprecia los libros nacidos fuera de su país. Una vez más se confirma la regla: estos valores se perciben mal desde el punto de vista del pequeño contexto, aunque éste sea el pequeño contexto orgulloso de una gran nación.
De esta encuesta salió ganador Los miserables, de Victor Hugo. Un escritor extranjero podría sorprenderse. Al no considerar este libro importante ni para él ni para la historia de la literatura, comprenderá enseguida que la literatura francesa que a él le gusta no es la que gusta en Francia. En el undécimo lugar, Memorias de guerra, del general De Gaulle. Sería difícil fuera de Francia otorgar semejante importancia a un libro de un hombre de Estado, de un militar. Sin embargo, lo que desconcierta no es eso, sino ¡el hecho de que las más grandes obras maestras sólo vengan a continuación! ¡No se cita a Rabelais hasta el décimo cuarto lugar! ¡Rabelais después de De Gaulle! Sobre este asunto, leo el texto de un gran universitario francés que declara que a la literatura de su país le falta un fundador, como Dante para los italianos, Shakespeare para los ingleses, etcétera. Veamos, ¡para los suyos, Rabelais está desprovisto del aura del fundador! No obstante, para todos los grandes novelistas de nuestro tiempo, es, junto con Cervantes, el fundador de todo un arte, el de la novela.
¿Y la novela de los siglos XVIII y XIX, la gloria de Francia? Rojo y negro, en el vigésimo segundo lugar;Madame Bovary, en el vigésimo quinto; Germinal en el trigésimo segundo; La comedia humana, sólo en el trigésimo cuarto (¿será posible? ¡La comedia humana,sin la cual la literatura europea es inconcebible!); Las amistades peligrosas, en el quincuagésimo lugar; los pobres Bouvard y Pécuchet, como dos inútiles sin aliento, corren en último lugar. Y hay obras maestras de la novela que no encontrarnos entre los cien libros elegidos: La cartuja de Parma; La educación sentimental; Jacques el fatalista (en efecto, sólo en el gran contexto de la Weltliteratur puede apreciarse la incomparable novedad de esta novela).
¿Y el siglo XX? En busca del tiempo perdido, en séptimo lugar. El extranjero, de Camus, también en el vigésimo segundo. ¿Y después? Casi nada. Casi nada de lo que llamamos la literatura moderna, nada de la poesía moderna. ¡Como si la inmensa influencia de Francia sobre el arte moderno jamás hubiera existido! ¡Como si, por ejemplo, Apollinaire (¡ausente en esta lista!) no hubiera inspirado toda una época de la poesía europea!
Y algo aún más sorprendente: la ausencia de Beckett y de Ionesco. ¿Cuántos dramaturgos del siglo pasado los igualaron en fuerza y proyección? ¿Uno? ¿Dos? No más. Un recuerdo: la emancipación de la vida cultural en la Checoslovaquia comunista estuvo vinculada a los pequeños teatros nacidos muy al principio de los años sesenta. Allí vi por primera vez una obra de Ionesco. Fue inolvidable: la explosión de una imaginación, la irrupción de un espíritu irrespetuoso. Yo decía con frecuencia: la Primavera de Praga empezó ocho años antes de 1968, con las obras de teatro de Ionesco puestas en escena en el pequeño teatro En la Balaustrada.
Se me podría objetar que la citada lista da más fe de la reciente orientación intelectual, que quiere que los criterios estéticos pesen cada vez menos, que de un provincianismo: los que votaron por Los miserables no pensaban en la importancia de ese libro en la historia de la novela, sino en su gran eco social en Francia. Es evidente, pero eso sólo demuestra que la indiferencia hacia el valor estético relega fatalmente en el provincianismo a toda la cultura. Francia no es sólo el país donde viven los franceses, es también aquel al que miran los demás y en el que se inspiran. Y es por los valores (estéticos, filosóficos) por lo que un extranjero aprecia los libros nacidos fuera de su país. Una vez más se confirma la regla: estos valores se perciben mal desde el punto de vista del pequeño contexto, aunque éste sea el pequeño contexto orgulloso de una gran nación.
Tomado de: Milan Kundera. El Telon. 2005