Borges, paradojas y dilemas
Beatriz Sarlo
Beatriz Sarlo
Las ficciones de Borges son la puesta en forma de hipótesis filosóficas, del mismo modo que otras ficciones fantásticas lo son de hipótesis científicas o psicológicas. Borges imagina la puesta en escena de una pregunta no planteada abiertamente en la trama, sino presentada como ficción en el desarrollo de un argumento que es, al mismo tiempo, teórico y narrativo. Esto no implica que cada uno de sus cuentos traiga la solución de un problema; por el contrario, Borges trabaja básicamente con la paradoja, los escándalos lógicos y los dilemas, presentados en situación filosófico-narrativa: una ficción filosófica reduplicada en una filosofía ficcional. Las ideas no se apoderan de la voz de los personajes, ni se presentan fuera del despliegue de la trama, sino que constituyen su verdadera sustancia y la configuran desde adentro. Las ideas, en Borges, no sólo son indispensables para la emergencia de la ficción (como en Thomas Mann o Joyce, escritores tan diferentes) sino que las formas de las ideas ofrecen la trama del argumento. Sus ficciones se fundan en el examen de una posibilidad intelectual mostrada como hipótesis narrativa. Pero Borges no limita el poder ficcional de la situación filosófico-narrativa a sus relatos. Muchos de sus ensayos también presentan una idea (o dos ideas contradictorias y divergentes) según una estrategia que juega en el límite desestabilizado e inseguro entre verdad y ficción, a través de atribuciones falsas, desplazamientos, citas abiertas y ocultas, desarrollos hiperbólicos, paradojas, mezcla de invención y conocimiento, falsa erudición. «El idioma analítico de John Wilkins» proporciona un ejemplo bien conocido de clasificación paradojal, que responde a la estrategia de des-concierto que Borges adopta, casi de manera invariable, para presentar ideas. Wilkins ha dividido el universo en cuarenta categorías a las que asignó un monosílabo diferente. El problema no reside, simplemente, en el esfuerzo imposible (digno del memorioso Funes) para recordar la combinatoria de estos monosílabos con los que corresponden a subdivisiones menores en especies. El verdadero problema filosófico está en que los cortes lógicos entre clases son transgredidos y la organización visible del mundo se vuelve lógicamente imposible.
El idioma analítico de Wilkins pertenece al orden disparatado de las clasificaciones que responden a varias lógicas diferentes y este disparate es uno de los favoritos de Borges (Foucault, en un libro clásico, se sintió fascinado por su aterradora comicidad):
«Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es la base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda, arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre).»
Esta secuencia extraña y lógicamente siniestra combina elementos heterogéneos en una clasificación que no clasifica según un orden instrumental ni de experiencia, contradiciendo la utopía, también inalcanzable, de las lenguas «naturales». Borges subraya así la cualidad arbitraria de todas las lenguas y provoca un escándalo lógico, para demostrar que la organización de lo real, la estructura de los lenguajes y las regulaciones lógicas son inconmensurables. El orden descompuesto, la lógica desencajada, son ejemplos perfectos de situaciones filosófico-narrativas, donde las palabras familiares se re-contextualizan volviéndose, por la paradoja o el absurdo, extrañas. Borges argumenta así contra la pretensión de captar la realidad en el lenguaje pero, al mismo tiempo, acepta la necesidad de buscar un orden independiente del desconocido y secreto orden real. La clasificación escandalosa de Wilkins es vana, cómica y, pese a todo, necesaria. Ofrece, a través del recurso ficcional de las falsas atribuciones, un argumento sobre la imposibilidad de ordenar lingüísticamente lo real de manera satisfactoria para la experiencia y la lógica. Ningún lenguaje lo refleja, aunque muchas veces se ha intentado explicar porqué el uso común del lenguaje reposa sobre su ilusoria capacidad para transferir, mediante construcciones verbales, la disposición de los objetos en el tiempo y en el espacio, algo que está muy lejos de las capacidades del discurso, precisamente porque su orden y el de la realidad responden a lógicas diferentes.
En su forma hiperbólica, el lenguaje artificial de Wilkins-Borges se burla de esfuerzos, sólo aparentemente más racionales, comprometidos en explorar el mecanismo a través del cual aprehendemos la realidad y dividimos el continuum de la experiencia en tiempo y espacio. Todos estos modos, afirma Borges detrás de Wilkins, son convencionales porque «notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo». Para demostrarlo, Borges presenta la más heterogénea de las clasificaciones, que no respeta el principio lógico de la exclusión, ni la formación de clases. La «enciclopedia china», a la que Borges también atribuye una clasificación fantástica, incurre en el más interesante de los paralogismos: el de incluir a la clasificación dentro de la clasificación, a la manera del reflejo barroco del pintor en el espejo del cuadro.
Esta es una de las situaciones filosófico-narrativas más pregnantes en toda la obra de Borges: la estructura en abismo: «Vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra». El Aleph posee esa propiedad escandalosa: punto que incluye todos los tiempos y todos los espacios, esfera abstracta y concreta, desafía a la percepción porque es un infinito. Sugiere además un dilema filosófico: si contiene todo espacio y todo tiempo, entonces debe contenerse a sí mismo, pero, si se contiene a sí mismo, debe contener otro Aleph que contiene también todo, incluido otro Aleph, y así sucesivamente, de modo tal que es un infinito en abismo, que obliga a preguntarse sobre la ilusión perceptiva (¿se puede captar el infinito por los sentidos?) y sobre la paradoja (¿cómo un infinito contiene a otro infinito?).
«Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente».
Este arreglo visual, propio del espacio ilusorio del trompe l’oeil barroco, es una de las disposiciones preferidas por Borges: ofrece, a la vez, una estructura narrativa, una figura y un modelo espacial. Máquina para diseñar situaciones filosófico-narrativas, plantea la cuestión del infinito en términos de representación visual o como juego de cajas chinas en la trama de un relato. Produce lo que Bioy Casares llama (a propósito de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius») ficción metafísica. La estructura en abismo nos inquieta de un modo que no logra ninguna otra configuración visual-conceptual porque enfatiza la superioridad de las imágenes ideales sobre la realidad, y de la idea sobre las percepciones. Permite pensar lo que es imposible percibir y (concluye Borges) afecta la realidad de los sujetos que nunca podrán asegurarse del lugar que ocupan en un espacio multiplicado por reflejos sucesivos que se autoincluyen:
«Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte: Josiah Royce, en el primer volumen de la obra The World and the Individual (1899), ha formulado la siguiente: «Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta: no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.»
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea el lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios».
La estructura en abismo, por su organización conceptual del espacio y su hipótesis de inclusión del infinito, es una paradoja visual: induce a aceptar la existencia de un infinito espacial encerrado en un espacio de representación no infinito. El principio de inclusión (de una imagen dentro de otra y de esa dentro de otra…) afecta nuestra creencia en la verdad de las percepciones y establece una tensión entre lo que puede ser lógicamente aceptado y lo que puede ser sensorialmente percibido. Corrije lo que Borges hubiera llamado la naturaleza imperfecta del mundo tal como lo captan los sentidos humanos. Como un buen laberinto, no tiene fin y, como un laberinto, propone frente al orden del mundo, que es imposible de establecer, el orden conceptual de una configuración que contradice las nociones imperfectas del pensamiento «realista». La circularidad sin fin está en los laberintos, en los espejos enfrentados, en los relatos que incluyen otros relatos, y en los sueños que incluyen otros sueños y otros soñadores soñados. Todos estos «casos» desestabilizan el principio de identidad sustancial. Así, el soñador de «Las ruinas circulares» está herido en su ser por la circularidad de los sueños incluidos en una estructura en abismo que el lector debe presuponer. Así, también, el cuento chino que Borges ha citado innumerables veces, donde Zhuang Zi sueña que es una mariposa y, cuando despierta, no puede saber si es un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que soñaba ser un hombre.
Estas configuraciones encadenadas, que no tienen resolución, ejercen un efecto crítico. Son, sencillamente, ficciones metodológicas.
Borges consideró que la perfección de la trama es la ley de la ficción. En Kafka encontró un ejemplo de esa perfección, en la simplicidad y, al mismo tiempo, en la serie obligada de variaciones y repeticiones. Sus novelas plantean la imposibilidad de obtener resultados a partir de acciones cuyas consecuencias son, en todos los sentidos, incalculables. Kafka organiza los acontecimientos en una secuencia que puede ser infinitamente dividida y que, por eso, presenta un infinito espacial y temporal. Borges analizó las novelas de Kafka en ensayos escritos a finales de la década del treinta. Argumentó que El proceso y El castillo obedecen al mismo mecanismo lógico de la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga, que le fascinaba especialmente. Así la resume, en un texto donde discute soluciones y variantes perturbadas por la idea maligna del infinito:
«Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla».
Borges admira las paradojas no porque sean incongruentes respecto de la experiencia sino por su demostración irónica de la fuerza y los límites de la lógica. Las paradojas no sólo trabajan con las inconsistencias o las contradicciones sino que, obedeciendo una dura coherencia formal, indican los límites de la lógica (sus escándalos) cuando se trata de aprehender la naturaleza de lo real y organizar un diseño ideal cuya pretensión sea representarlo. Las paradojas tienen la virtud de denunciar los obstáculos contra los que se construye la literatura (o la filosofía). Las paradojas son una forma irónica del pesimismo, porque afectan radicalmente la estructura del razonamiento, demostrando su extraña mezcla de fuerza (dado que cualquier imposibilidad «real» puede ser lógicamente probada) y debilidad (en la medida en que lo probado contradice la experiencia y el sentido común). De hecho, la paradoja critica el empirismo. La cuestión es si la paradoja conserva la supremacía de la lógica frente al sentido común o si, por el contrario, desnuda la naturaleza vacía de la razón, indicando, al mismo tiempo, que la realidad no puede ser captada por la percepción pero tampoco pensada con las estructuras formales de la lógica. Ambas respuestas están simultáneamente presentes en los cuentos filosóficos de Borges, cuya fuerza reside en el desplazamiento entre dos condiciones: el esplendor formal de las construcciones lógicas y la desesperanza originada en una perfección ideal que, sin embargo, se rinde ante la naturaleza inabordable del mundo. Las paradojas son formas extraordinarias de la ficción: Borges las usa junto a otras figuras de pensamiento que le permiten demostrar las posibilidades infinitas de las combinaciones que no mantienen ningún reclamo respecto de la realidad empírica. Por el contrario, las figuras formales y lógicas son independientes del orden de la realidad, que no puede ser captado en sí mismo y sólo puede ser presupuesto por la imaginación o la razón.
Borges, como los sabios de Tlön, juzga los sistemas desde el punto de vista de su consistencia formal y de su belleza intelectual. Más de una vez ha citado a Raimundo Lullio, inventor en el siglo XIII de una máquina de pensar (no un autómata pensante sino una máquina que puede emplearse para pensar). La delirante máquina de Lullio ofrece soluciones a cualquier problema a través de la aplicación metódica del azar. Se compone de tres discos concéntricos, que giran sobre un mismo eje, divididos en quince o veinte partes, sobre las que pueden grabarse símbolos, palabras, números o colores. Imaginemos, dice Borges, que queremos conocer el verdadero color de los tigres. Asignamos a cada símbolo o número un color, hacemos girar los discos hasta que el movimiento se detenga y se haya configurado, por azar (o si se prefiere, por destino), un arreglo entre los símbolos de cada uno de ellos. Los signos armarán tríadas, establecidas según una sintaxis arbitraria en la que se podrá descifrar que el verdadero color de los tigres es, digamos, azul, amarillo, o amarillamente azul… Esta extrema arbitrariedad del resultado es una virtud de la máquina, una virtud que podría multiplicarse paródicamente si se combinaran los resultados de dos o más máquinas operando a la vez. Borges concluye, amablemente escéptico, que, durante mucho tiempo se creyó que, si se maniobraba con paciencia, los discos podían dar todas las respuestas a todos los problemas y revelar con seguridad el arcano del mundo.
Lo que interesa a Borges es la naturaleza contradictoria de la invención de Lullio. La máquina es, en sí misma, un oxímoron: desmiente la noción de «máquina» (que se opone a resultado azaroso) y el presupuesto metodológico clásico de que la solución de un problema obliga a recorrer diversos estadios progresivos, inductiva o deductivamente implicados. La máquina atrae por su puesta en esa escena de una configuración formal arbitraria (ideal, inventada) y por la hiperbólica combinación de soluciones fortuitas cuya unión disparatada interrumpe, de todos modos, el flujo caótico de lo real, que sólo puede ser ordenado por la forma, prescindiendo de la esperanza de que cualquier orden ideal represente algo diferente a su misma configuración. Las respuestas accidentales que da la máquina, inmotivadas y producidas por la fortuna, son formalmente precisas. Los caprichos del azar son inabordables para la razón; pero hay una disciplina en las convenciones aceptadas antes de que los discos comiencen a girar y en el respeto al significado atribuido a los signos inscriptos sobre ellos. La máquina de Lullio disciplina, de este modo ingenuo, la soberbia de la razón: su azar (su parodia del azar) permite ser moderadamente escéptico sobre la sustancia de la verdad.
Uno de los filósofos muchas veces citado por Borges, en los años treinta, es Mauthner. La descripción que hace Borges de la máquina de Lullio recuerda la del diccionario de rimas que Mauthner definía como una máquina para pensar: las rimas de una palabra guían hacia otras que se combinan en un poema hipotético por necesidad fonética y azar semántico. Borges había criticado este método en las rimas usadas por Lugones, donde (ironizaba Borges) la palabra «azul», obliga a la presencia inmediata de un «tul», un «baúl», «Istanbul», etc., etc. Sin embargo, le interesa el azar del diccionario de rimas en la medida en que el contenido semántico casual resulta de la imposición de la disciplina fonética. Como una pesadilla formal, el diccionario de rimas no se detiene nunca ni deja de producir poemas monstruosos. Como la máquina de Lullio, humilla las pretensiones de verdad sustancial. Máquinas de este tipo ocasionan una ordenada proliferación formal que Borges presenta como contrapartida cómica al desorden del mundo. Son una exageración del formalismo abstracto, interesantes por su rigor vacuo y sus resultados disparatados. Pero, al mismo tiempo, dicen que algo imaginado por los hombres puede escapar a un destino confuso. La literatura exige un movimiento tan preciso como el de la máquina de Lullio: «Todo episodio en un buen cuento (escribe Borges) tiene una proyección ulterior». Los acontecimientos más extraños deben contarse como si el orden, ausente de la realidad, fuera posible en la ficción.
En una parábola significativa, «Inferno, I, 32», Borges escribió:
«Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podía recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres».[62]
Con las figuras de la retórica y las maquinaciones de la lógica que señalan la perturbadora contradicción entre discurso y realidad, Borges conjuró la misma desesperanza que sucede al sueño de Dante en la vigilia. Ellas son, al mismo tiempo, instrumentos de la razón, iluminaciones de la ironía, placeres intelectuales de la paradoja, que se oponen a la irracionalidad filosófica y política y también a la ausencia de razón que Borges percibe en el núcleo de la modernidad.
La comicidad, el escepticismo y la ironía son las armas del pesimista y del agnóstico.
El idioma analítico de Wilkins pertenece al orden disparatado de las clasificaciones que responden a varias lógicas diferentes y este disparate es uno de los favoritos de Borges (Foucault, en un libro clásico, se sintió fascinado por su aterradora comicidad):
«Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es la base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda, arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre).»
Esta secuencia extraña y lógicamente siniestra combina elementos heterogéneos en una clasificación que no clasifica según un orden instrumental ni de experiencia, contradiciendo la utopía, también inalcanzable, de las lenguas «naturales». Borges subraya así la cualidad arbitraria de todas las lenguas y provoca un escándalo lógico, para demostrar que la organización de lo real, la estructura de los lenguajes y las regulaciones lógicas son inconmensurables. El orden descompuesto, la lógica desencajada, son ejemplos perfectos de situaciones filosófico-narrativas, donde las palabras familiares se re-contextualizan volviéndose, por la paradoja o el absurdo, extrañas. Borges argumenta así contra la pretensión de captar la realidad en el lenguaje pero, al mismo tiempo, acepta la necesidad de buscar un orden independiente del desconocido y secreto orden real. La clasificación escandalosa de Wilkins es vana, cómica y, pese a todo, necesaria. Ofrece, a través del recurso ficcional de las falsas atribuciones, un argumento sobre la imposibilidad de ordenar lingüísticamente lo real de manera satisfactoria para la experiencia y la lógica. Ningún lenguaje lo refleja, aunque muchas veces se ha intentado explicar porqué el uso común del lenguaje reposa sobre su ilusoria capacidad para transferir, mediante construcciones verbales, la disposición de los objetos en el tiempo y en el espacio, algo que está muy lejos de las capacidades del discurso, precisamente porque su orden y el de la realidad responden a lógicas diferentes.
En su forma hiperbólica, el lenguaje artificial de Wilkins-Borges se burla de esfuerzos, sólo aparentemente más racionales, comprometidos en explorar el mecanismo a través del cual aprehendemos la realidad y dividimos el continuum de la experiencia en tiempo y espacio. Todos estos modos, afirma Borges detrás de Wilkins, son convencionales porque «notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo». Para demostrarlo, Borges presenta la más heterogénea de las clasificaciones, que no respeta el principio lógico de la exclusión, ni la formación de clases. La «enciclopedia china», a la que Borges también atribuye una clasificación fantástica, incurre en el más interesante de los paralogismos: el de incluir a la clasificación dentro de la clasificación, a la manera del reflejo barroco del pintor en el espejo del cuadro.
Esta es una de las situaciones filosófico-narrativas más pregnantes en toda la obra de Borges: la estructura en abismo: «Vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra». El Aleph posee esa propiedad escandalosa: punto que incluye todos los tiempos y todos los espacios, esfera abstracta y concreta, desafía a la percepción porque es un infinito. Sugiere además un dilema filosófico: si contiene todo espacio y todo tiempo, entonces debe contenerse a sí mismo, pero, si se contiene a sí mismo, debe contener otro Aleph que contiene también todo, incluido otro Aleph, y así sucesivamente, de modo tal que es un infinito en abismo, que obliga a preguntarse sobre la ilusión perceptiva (¿se puede captar el infinito por los sentidos?) y sobre la paradoja (¿cómo un infinito contiene a otro infinito?).
«Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente».
Este arreglo visual, propio del espacio ilusorio del trompe l’oeil barroco, es una de las disposiciones preferidas por Borges: ofrece, a la vez, una estructura narrativa, una figura y un modelo espacial. Máquina para diseñar situaciones filosófico-narrativas, plantea la cuestión del infinito en términos de representación visual o como juego de cajas chinas en la trama de un relato. Produce lo que Bioy Casares llama (a propósito de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius») ficción metafísica. La estructura en abismo nos inquieta de un modo que no logra ninguna otra configuración visual-conceptual porque enfatiza la superioridad de las imágenes ideales sobre la realidad, y de la idea sobre las percepciones. Permite pensar lo que es imposible percibir y (concluye Borges) afecta la realidad de los sujetos que nunca podrán asegurarse del lugar que ocupan en un espacio multiplicado por reflejos sucesivos que se autoincluyen:
«Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte: Josiah Royce, en el primer volumen de la obra The World and the Individual (1899), ha formulado la siguiente: «Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta: no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.»
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea el lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios».
La estructura en abismo, por su organización conceptual del espacio y su hipótesis de inclusión del infinito, es una paradoja visual: induce a aceptar la existencia de un infinito espacial encerrado en un espacio de representación no infinito. El principio de inclusión (de una imagen dentro de otra y de esa dentro de otra…) afecta nuestra creencia en la verdad de las percepciones y establece una tensión entre lo que puede ser lógicamente aceptado y lo que puede ser sensorialmente percibido. Corrije lo que Borges hubiera llamado la naturaleza imperfecta del mundo tal como lo captan los sentidos humanos. Como un buen laberinto, no tiene fin y, como un laberinto, propone frente al orden del mundo, que es imposible de establecer, el orden conceptual de una configuración que contradice las nociones imperfectas del pensamiento «realista». La circularidad sin fin está en los laberintos, en los espejos enfrentados, en los relatos que incluyen otros relatos, y en los sueños que incluyen otros sueños y otros soñadores soñados. Todos estos «casos» desestabilizan el principio de identidad sustancial. Así, el soñador de «Las ruinas circulares» está herido en su ser por la circularidad de los sueños incluidos en una estructura en abismo que el lector debe presuponer. Así, también, el cuento chino que Borges ha citado innumerables veces, donde Zhuang Zi sueña que es una mariposa y, cuando despierta, no puede saber si es un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que soñaba ser un hombre.
Estas configuraciones encadenadas, que no tienen resolución, ejercen un efecto crítico. Son, sencillamente, ficciones metodológicas.
Borges consideró que la perfección de la trama es la ley de la ficción. En Kafka encontró un ejemplo de esa perfección, en la simplicidad y, al mismo tiempo, en la serie obligada de variaciones y repeticiones. Sus novelas plantean la imposibilidad de obtener resultados a partir de acciones cuyas consecuencias son, en todos los sentidos, incalculables. Kafka organiza los acontecimientos en una secuencia que puede ser infinitamente dividida y que, por eso, presenta un infinito espacial y temporal. Borges analizó las novelas de Kafka en ensayos escritos a finales de la década del treinta. Argumentó que El proceso y El castillo obedecen al mismo mecanismo lógico de la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga, que le fascinaba especialmente. Así la resume, en un texto donde discute soluciones y variantes perturbadas por la idea maligna del infinito:
«Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla».
Borges admira las paradojas no porque sean incongruentes respecto de la experiencia sino por su demostración irónica de la fuerza y los límites de la lógica. Las paradojas no sólo trabajan con las inconsistencias o las contradicciones sino que, obedeciendo una dura coherencia formal, indican los límites de la lógica (sus escándalos) cuando se trata de aprehender la naturaleza de lo real y organizar un diseño ideal cuya pretensión sea representarlo. Las paradojas tienen la virtud de denunciar los obstáculos contra los que se construye la literatura (o la filosofía). Las paradojas son una forma irónica del pesimismo, porque afectan radicalmente la estructura del razonamiento, demostrando su extraña mezcla de fuerza (dado que cualquier imposibilidad «real» puede ser lógicamente probada) y debilidad (en la medida en que lo probado contradice la experiencia y el sentido común). De hecho, la paradoja critica el empirismo. La cuestión es si la paradoja conserva la supremacía de la lógica frente al sentido común o si, por el contrario, desnuda la naturaleza vacía de la razón, indicando, al mismo tiempo, que la realidad no puede ser captada por la percepción pero tampoco pensada con las estructuras formales de la lógica. Ambas respuestas están simultáneamente presentes en los cuentos filosóficos de Borges, cuya fuerza reside en el desplazamiento entre dos condiciones: el esplendor formal de las construcciones lógicas y la desesperanza originada en una perfección ideal que, sin embargo, se rinde ante la naturaleza inabordable del mundo. Las paradojas son formas extraordinarias de la ficción: Borges las usa junto a otras figuras de pensamiento que le permiten demostrar las posibilidades infinitas de las combinaciones que no mantienen ningún reclamo respecto de la realidad empírica. Por el contrario, las figuras formales y lógicas son independientes del orden de la realidad, que no puede ser captado en sí mismo y sólo puede ser presupuesto por la imaginación o la razón.
Borges, como los sabios de Tlön, juzga los sistemas desde el punto de vista de su consistencia formal y de su belleza intelectual. Más de una vez ha citado a Raimundo Lullio, inventor en el siglo XIII de una máquina de pensar (no un autómata pensante sino una máquina que puede emplearse para pensar). La delirante máquina de Lullio ofrece soluciones a cualquier problema a través de la aplicación metódica del azar. Se compone de tres discos concéntricos, que giran sobre un mismo eje, divididos en quince o veinte partes, sobre las que pueden grabarse símbolos, palabras, números o colores. Imaginemos, dice Borges, que queremos conocer el verdadero color de los tigres. Asignamos a cada símbolo o número un color, hacemos girar los discos hasta que el movimiento se detenga y se haya configurado, por azar (o si se prefiere, por destino), un arreglo entre los símbolos de cada uno de ellos. Los signos armarán tríadas, establecidas según una sintaxis arbitraria en la que se podrá descifrar que el verdadero color de los tigres es, digamos, azul, amarillo, o amarillamente azul… Esta extrema arbitrariedad del resultado es una virtud de la máquina, una virtud que podría multiplicarse paródicamente si se combinaran los resultados de dos o más máquinas operando a la vez. Borges concluye, amablemente escéptico, que, durante mucho tiempo se creyó que, si se maniobraba con paciencia, los discos podían dar todas las respuestas a todos los problemas y revelar con seguridad el arcano del mundo.
Lo que interesa a Borges es la naturaleza contradictoria de la invención de Lullio. La máquina es, en sí misma, un oxímoron: desmiente la noción de «máquina» (que se opone a resultado azaroso) y el presupuesto metodológico clásico de que la solución de un problema obliga a recorrer diversos estadios progresivos, inductiva o deductivamente implicados. La máquina atrae por su puesta en esa escena de una configuración formal arbitraria (ideal, inventada) y por la hiperbólica combinación de soluciones fortuitas cuya unión disparatada interrumpe, de todos modos, el flujo caótico de lo real, que sólo puede ser ordenado por la forma, prescindiendo de la esperanza de que cualquier orden ideal represente algo diferente a su misma configuración. Las respuestas accidentales que da la máquina, inmotivadas y producidas por la fortuna, son formalmente precisas. Los caprichos del azar son inabordables para la razón; pero hay una disciplina en las convenciones aceptadas antes de que los discos comiencen a girar y en el respeto al significado atribuido a los signos inscriptos sobre ellos. La máquina de Lullio disciplina, de este modo ingenuo, la soberbia de la razón: su azar (su parodia del azar) permite ser moderadamente escéptico sobre la sustancia de la verdad.
Uno de los filósofos muchas veces citado por Borges, en los años treinta, es Mauthner. La descripción que hace Borges de la máquina de Lullio recuerda la del diccionario de rimas que Mauthner definía como una máquina para pensar: las rimas de una palabra guían hacia otras que se combinan en un poema hipotético por necesidad fonética y azar semántico. Borges había criticado este método en las rimas usadas por Lugones, donde (ironizaba Borges) la palabra «azul», obliga a la presencia inmediata de un «tul», un «baúl», «Istanbul», etc., etc. Sin embargo, le interesa el azar del diccionario de rimas en la medida en que el contenido semántico casual resulta de la imposición de la disciplina fonética. Como una pesadilla formal, el diccionario de rimas no se detiene nunca ni deja de producir poemas monstruosos. Como la máquina de Lullio, humilla las pretensiones de verdad sustancial. Máquinas de este tipo ocasionan una ordenada proliferación formal que Borges presenta como contrapartida cómica al desorden del mundo. Son una exageración del formalismo abstracto, interesantes por su rigor vacuo y sus resultados disparatados. Pero, al mismo tiempo, dicen que algo imaginado por los hombres puede escapar a un destino confuso. La literatura exige un movimiento tan preciso como el de la máquina de Lullio: «Todo episodio en un buen cuento (escribe Borges) tiene una proyección ulterior». Los acontecimientos más extraños deben contarse como si el orden, ausente de la realidad, fuera posible en la ficción.
En una parábola significativa, «Inferno, I, 32», Borges escribió:
«Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podía recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres».[62]
Con las figuras de la retórica y las maquinaciones de la lógica que señalan la perturbadora contradicción entre discurso y realidad, Borges conjuró la misma desesperanza que sucede al sueño de Dante en la vigilia. Ellas son, al mismo tiempo, instrumentos de la razón, iluminaciones de la ironía, placeres intelectuales de la paradoja, que se oponen a la irracionalidad filosófica y política y también a la ausencia de razón que Borges percibe en el núcleo de la modernidad.
La comicidad, el escepticismo y la ironía son las armas del pesimista y del agnóstico.
Tomado de: Beatriz Sarlo, Borges un escritor en las orillas. Editorial Siglo XXI, 2007