Cuentos y Cuentos
  • Home
    • Contact
  • Cuentos por autor
    • Ambrose Bierce >
      • El entorno conveniente
      • El hipnotizador
      • El incidente del Puente del Búho
      • Los ojos de la pantera
      • Una noche de verano
      • Un vagabundo infantil
      • Un vigilante junto al muerto
      • Visiones de la noche
    • Antón Chéjov >
      • Amorcito
      • Aniuta
      • El álbum
      • En el barranco
      • Los dos Volodias
      • Gúsiev
      • Volodia
    • Camilo José Cela >
      • Don Anselmo
      • Don David
    • Edgar Allan Poe >
      • El gato negro
      • El pozo y el péndulo
      • La Esfinge
      • La verdad sobre el caso del señor Valdemar
      • Manuscrito hallado en una botella
      • Metzengerstein
      • William Wilson
    • Ernest Hemingway >
      • El gato bajo la lluvia
    • Felipe Trigo >
      • El oro Inglés
      • El recuerdo
      • El suceso del día
      • Genio y figura
      • Jugar con el fuego
      • La niña mimosa
      • La receta
      • La Toga
      • La primera conquista
      • Luzbel
      • Mi prima me odia
      • Mujeres Prácticas
      • Paga anticipada
      • Paraíso Perdido
      • Por ahí
      • Pruebas de Amor
      • Tempestad
      • Tu llanto y mi risa
      • Villaporrilla
    • Franz Kafka >
      • Ante la ley
      • La Condena
      • Un médico rural
    • Gabriel García Márquez >
      • La otra costilla de la muerte
      • La siesta del Martes
      • Me alquilo para soñar
      • Un día de estos
    • Guy de Maupassant >
      • Una Aventura Parisiense
      • Bola de sebo
      • Confesiones de una mujer
      • La Loca
    • Hernando Burgos >
      • Gotas de agua en el ataúd
      • Flor de Albahaca
      • La muerta del tren
      • La Tenería de Don MIguel
    • Horacio Quiroga >
      • El solitario
      • El Vampiro
      • Una conquista
      • Una estación de amor
    • James Joyce >
      • Un encuentro
      • Eveline
      • Dos galanes
      • Los muertos
    • Jorge Luis Borges >
      • El Aleph
      • El inmortal
      • El milagro secreto
      • Inferno, I, 32
      • La máquina de pensar de Raimundo Lulio
      • Las ruinas circulares
      • Funes el memorioso
      • Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
    • José Esteban Antonio Echeverría Espinosa >
      • El matadero
    • Juan José Arreola Zúñiga >
      • Eva
      • Una mujer amaestrada
      • Un pacto con el diablo
    • Juan Rulfo >
      • Diles que no me maten
      • Talpa
    • Julio Cortazar >
      • Carta a una señorita en París
      • Conducta en los velorios
      • El ídolo de las Cícladas
      • La isla a mediodía
    • Mario Benedetti >
      • Esta mañana
      • La muerte
      • Más o menos custodio
    • Mo Yan >
      • La Cura
      • Volando
    • Robert L. Stevenson >
      • El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
      • El Ladrón de Cadáveres
    • Rudyard Kipling >
      • El hombre que pudo reinar
      • La casa de los deseos
    • Salarrué >
      • Bajo la luna
      • La honra
      • La lucita misteriosa
      • El cuento de Nivelito Nivelungo
      • Semos malos
    • Thomas Hardy >
      • La Historia de los Hardcome
      • La Historia de un hombre supersticioso
      • La tumba de la encrucijada
    • Vladimir Nabokov >
      • El cuento de Navidad
      • El dragón
      • El Navaja
    • William Wymark Jacobs >
      • La pata de mono
  • Sobre el Cuento
    • Borges, paradojas y dilemas (Beatriz Sarlo)
    • La Estructura Narrativa (David Lodge)
    • Acerca del Buen Lector (Vladimir Nabokov)
    • Acerca del Buen Escritor (Vladimir Nabokov)
    • El tiempo en el Cuento Fantástico (Julio Cortazar)
    • El Suspense (David Lodge)
    • Lo Sobrenatural en la Literatura (David Lodge)
    • Acerca del Símbolo en la Literatura (Gabriel Garcia Marquez)
    • Sobre Edgar Allan Poe (Jorge Luis Borges)
    • Sobre la Lectura Obligatoria (Jorge Luis Borges)
    • Sobre la fatalidad en el cuento (Julio Cortazar)
    • El Provincianismo de los Pequeños (Milan Kundera)
    • Sobre el Provincianismo del grande (Milan Kundera)
    • Sobre el comienzo y el final del cuento (Horacio Quiroga)
    • La retorica del Cuento (Horacio Quiroga)
    • Chéjov y la violación de las reglas
    • El cuento en America Latina (Julio Cortazar)
    • Acerca de Rudyard Kipling
  • Cuentos Cortos
    • Cuentos Cortos de Franz Kafka
    • Cuentos Cortos de Gabriel Garcia Marquez
    • Cuentos Cortos de Leonard Michaels
  • Los Blues de Sonny (James Baldwin)
  • El curioso impertinente (Miguel de Cervantes Saavedra)
  • El Asistente (Pedro Antonio de Alarcón)
  • Espuma y nada más (Hernando Tellez)
  • Calor de Agosto
  • Acerca de Hemingway (Gabriel García Marquez)

El Solitario

Horacio Quiroga
Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil —artista aun— carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba él de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer escucharlo.
—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti —decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
—¡Y eres un hombre, tú! —murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
—No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
—¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?… ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo! —concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
—Sí… No es una diadema sorprendente… ¿Cuándo la hiciste?
—Desde el martes —mirábala él con descolorida ternura—; mientras dormías, de noche…
—¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú…, y tú… ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó en sus cajones de nuevo.
—¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
—Sí, lo he visto.
—¿Dónde está? —se volvió él extrañado.
—¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
—Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.
María se rió.
—¡Oh, no! Es mío.
—¿Broma?…
—¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío…! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
—Haces mal… Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
—¡Oh! —Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba sentada en el lecho.
—¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
—No mires así… Has sido imprudente, nada más.
—¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere…! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim, para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
—Un agua admirable… —prosiguió él—. Costará nueve o diez mil pesos.
—Un anillo… —murmuró María al fin.
—No, es de hombre… Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
—Si quieres hacerlo después —se atrevió Kassim un día—. Es un trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
—¡María, te pueden ver!
—¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
—Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
—No —repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
—¡Dame el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
—María… —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
—¡Ah! —rugió su mujer enloquecida—. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! Mírame… No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! —y se llevó las dos manos a la garganta ahogada.
Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín.
—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim, miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
—Estás enferma, María. Después hablaremos… Acuéstate.
—¡Mi brillante!
—Bueno, veremos si es posible… Acuéstate.
—¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya para concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
—Es mentira, Kassim —le dijo.
—¡Oh! —repuso Kassim sonriendo—. No es nada.
—¡Te juro que es mentira! —insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista.
—Y no me dice más que eso… —murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
—¡Dámelo!
—Sí, es para ti; falta poco, María —repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su pecho y su camisón.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.


FIN


admin@cuentosycuentos.com