El Provincianismo de los Pequeños (Milan Kundera)
¿Cómo definir el provincianismo? Como la incapacidad de (o el rechazo a) considerar su cultura en el gran contexto. Hay dos tipos de provincianismo: el de las naciones grandes y el de las pequeñas. Las naciones grandes se resisten a la idea goetheana de literatura mundial porque su propia literatura les parece tan rica que no tienen que interesarse por lo que se escribe en otros lugares. Kazimierz Brandys lo dice en sus Carnets. París 1985-1987: «El estudiante francés tiene mayores lagunas en el conocimiento de la cultura mundial que el estudiante polaco, pero puede permitírselo porque su propia cultura contiene más o menos todos los aspectos, todas las posibilidades y las fases de la evolución mundial».
Las naciones pequeñas se muestran reticentes al gran contexto por razones precisamente inversas: tienen la cultura mundial en alta estima, pero les parece ajena, como un cielo lejano, inaccesible, por encima de sus cabezas, una realidad ideal con la que su literatura nacional poco tiene que ver. La nación pequeña ha inculcado a su escritor la convicción de que él sólo le pertenece a ella. Fijar la mirada más allá de la frontera de la patria, unirse a sus colegas en el territorio supranacional del arte, es considerado pretencioso, despreciativo para con los suyos. Y como las naciones pequeñas atraviesan con frecuencia situaciones en las que corre peligro su supervivencia, consiguen con facilidad presentar su actitud como moralmente justificada.
Franz Kafka habla de ello en su Diario: observa la literatura yídish y la literatura checa desde el punto de vista de una «gran» literatura, a saber, la alemana; una nación pequeña, dice, manifiesta un gran respeto por sus escritores porque le brindan orgullo «frente al mundo hostil que la rodea»; para una nación pequeña, la literatura es más «cosa del pueblo» que «cosa de la historia de la literatura»; y es esta ósmosis excepcional entre la literatura y su pueblo la que facilita «la difusión de la literatura en el país, donde ésta se agarra a los eslóganes políticos». Más adelante llega a esta sorprendente observación: «Lo que, en el seno de las grandes literaturas, se desarrolla abajo y constituye un sótano del que el edificio puede prescindir aquí ocurre a plena luz; lo que allá provoca una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
Estas últimas palabras me recuerdan un coro de Smetana (escrito en 1864) cuyos versos dicen: «Alégrate, alégrate, cuervo voraz, te preparamos una golosina: vas a saborear a un traidor a la patria…». ¿Cómo podía un músico tan grande proferir semejante sanguinaria tontería? ¿Un pecado de juventud? No es excusa: tenía entonces cuarenta años. Además, ¿qué quiere decir, en aquella época, ser «traidor a la patria»? ¿Alistarse en comandos que degollaban a sus compatriotas? Pues no: era traidor cualquier checo que hubiera preferido dejar Praga por Viena y que se entregaba allá, apaciblemente, a la vida alemana. Como decía Kafka, lo que en otra parte provoca «una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
La pulsión posesiva de la nación con respecto a sus artistas se manifiesta como un terrorismo del pequeño contexto que reduce todo el sentido de una obra al papel que desempeña en su propio país. Abro el viejo curso ciclostilado de composición musical de Vincent d’Indy, en la Scola Cantorum de París, donde, hacia principios del siglo XX, se formó toda una generación de músicos franceses. Hay en él un párrafo sobre Smetana y Dvorak, en particular sobre los dos cuartetos para cuerda de Smetana. ¿De qué nos informa? De un único dato, repetido muchas veces de formas variadas: esta música «de aspecto popular» se ha inspirado «en canciones y bailes nacionales». ¿Nada más? Nada. Una simpleza y un contrasentido. Simpleza, porque encontramos trazas de cantos populares en Haydn, Chopin, Liszt, Brahms; contrasentido, porque precisamente los dos cuartetos de Smetana son una confesión musical de lo más íntimo, escrita bajo el golpe de una tragedia: Smetana acababa de perder el oído; sus cuartetos (¡espléndidos!) son, como dijo él mismo, «el torbellino de la música en la cabeza de un hombre que se ha quedado sordo». ¿Cómo pudo Vincent d’Indy equivocarse hasta tal punto? Al no conocer esa música, muy probablemente repitió lo que había oído decir. Su juicio respondía a la idea que se hacía la sociedad checa de esos dos compositores; para explotar políticamente su gloria (para poder mostrar su orgullo «ante el mundo hostil que la rodea»), había juntado los jirones del folclore encontrados en su música y los había cosido en una bandera nacional que izaba por encima de su obra. El mundo no hacía sino aceptar educada (o maliciosamente) la interpretación que se le ofrecía.
Las naciones pequeñas se muestran reticentes al gran contexto por razones precisamente inversas: tienen la cultura mundial en alta estima, pero les parece ajena, como un cielo lejano, inaccesible, por encima de sus cabezas, una realidad ideal con la que su literatura nacional poco tiene que ver. La nación pequeña ha inculcado a su escritor la convicción de que él sólo le pertenece a ella. Fijar la mirada más allá de la frontera de la patria, unirse a sus colegas en el territorio supranacional del arte, es considerado pretencioso, despreciativo para con los suyos. Y como las naciones pequeñas atraviesan con frecuencia situaciones en las que corre peligro su supervivencia, consiguen con facilidad presentar su actitud como moralmente justificada.
Franz Kafka habla de ello en su Diario: observa la literatura yídish y la literatura checa desde el punto de vista de una «gran» literatura, a saber, la alemana; una nación pequeña, dice, manifiesta un gran respeto por sus escritores porque le brindan orgullo «frente al mundo hostil que la rodea»; para una nación pequeña, la literatura es más «cosa del pueblo» que «cosa de la historia de la literatura»; y es esta ósmosis excepcional entre la literatura y su pueblo la que facilita «la difusión de la literatura en el país, donde ésta se agarra a los eslóganes políticos». Más adelante llega a esta sorprendente observación: «Lo que, en el seno de las grandes literaturas, se desarrolla abajo y constituye un sótano del que el edificio puede prescindir aquí ocurre a plena luz; lo que allá provoca una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
Estas últimas palabras me recuerdan un coro de Smetana (escrito en 1864) cuyos versos dicen: «Alégrate, alégrate, cuervo voraz, te preparamos una golosina: vas a saborear a un traidor a la patria…». ¿Cómo podía un músico tan grande proferir semejante sanguinaria tontería? ¿Un pecado de juventud? No es excusa: tenía entonces cuarenta años. Además, ¿qué quiere decir, en aquella época, ser «traidor a la patria»? ¿Alistarse en comandos que degollaban a sus compatriotas? Pues no: era traidor cualquier checo que hubiera preferido dejar Praga por Viena y que se entregaba allá, apaciblemente, a la vida alemana. Como decía Kafka, lo que en otra parte provoca «una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
La pulsión posesiva de la nación con respecto a sus artistas se manifiesta como un terrorismo del pequeño contexto que reduce todo el sentido de una obra al papel que desempeña en su propio país. Abro el viejo curso ciclostilado de composición musical de Vincent d’Indy, en la Scola Cantorum de París, donde, hacia principios del siglo XX, se formó toda una generación de músicos franceses. Hay en él un párrafo sobre Smetana y Dvorak, en particular sobre los dos cuartetos para cuerda de Smetana. ¿De qué nos informa? De un único dato, repetido muchas veces de formas variadas: esta música «de aspecto popular» se ha inspirado «en canciones y bailes nacionales». ¿Nada más? Nada. Una simpleza y un contrasentido. Simpleza, porque encontramos trazas de cantos populares en Haydn, Chopin, Liszt, Brahms; contrasentido, porque precisamente los dos cuartetos de Smetana son una confesión musical de lo más íntimo, escrita bajo el golpe de una tragedia: Smetana acababa de perder el oído; sus cuartetos (¡espléndidos!) son, como dijo él mismo, «el torbellino de la música en la cabeza de un hombre que se ha quedado sordo». ¿Cómo pudo Vincent d’Indy equivocarse hasta tal punto? Al no conocer esa música, muy probablemente repitió lo que había oído decir. Su juicio respondía a la idea que se hacía la sociedad checa de esos dos compositores; para explotar políticamente su gloria (para poder mostrar su orgullo «ante el mundo hostil que la rodea»), había juntado los jirones del folclore encontrados en su música y los había cosido en una bandera nacional que izaba por encima de su obra. El mundo no hacía sino aceptar educada (o maliciosamente) la interpretación que se le ofrecía.