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El Suspense
Al principio, cuando la muerte parecía improbable porque nunca le había visitado antes, Knight no podía pensar en futuro alguno, ni en nada relacionado con su pasado. No podía más que contemplar severamente el traicionero intento de la naturaleza de terminar con él, y luchar para frustrarlo.
Dado que el acantilado formaba la cara interior del segmento de un cilindro hueco, con el cielo arriba y el mar abajo, que rodeaba la bahía casi en forma de semicírculo, él podía ver la pared vertical que se curvaba a ambos lados de su cuerpo. Miró hacia abajo, y se dio cuenta cabalmente de hasta qué punto estaba amenazado. Todo a su alrededor era siniestro, y la forma hostil llevaba la desolación en las mismas entrañas.
Por una de esas habituales conjunciones de circunstancias con las que el mundo inanimado hostiga la mente del hombre cuando ésta se detiene en momentos de suspense, frente a los ojos de Knight se hallaba un fósil, incrustado en la roca y destacando de ésta en bajorrelieve. Era un ser con ojos. Los ojos, muertos y convertidos en piedra, estaban en ese mismo momento mirándole. Era un espécimen de esos antiguos crustáceos llamados trilobites. Separados por millones de años en sus vidas, Knight y esa criatura inferior parecían haberse encontrado en el lugar de la muerte. Era la única instancia dentro de su campo visual de algo que había estado vivo alguna vez y había tenido un cuerpo susceptible de ser salvado, como él mismo ahora.

THOMAS HARDY, A pair of blue eyes
(Un par de ojos azules) (1873).

​Las novelas son narraciones, y la narración, sea cual sea el medio que usa —palabras, película, dibujos— mantiene el interés del público formulando preguntas y retrasando las respuestas. Las preguntas son a grandes rasgos de dos tipos: se refieren o bien a la causalidad (¿quién lo hizo?) o bien a la temporalidad (¿qué pasará ahora?), cada uno de los cuales se despliega con toda claridad, respectivamente, en la novela de detectives clásica y en la novela de aventuras. El suspense es un efecto asociado especialmente a la novela de aventuras y al híbrido de novela de detectives y novela de aventuras que conocemos como thriller. Los relatos de esa clase se basan en colocar al héroe repetidamente en situaciones de extremo peligro, suscitando de ese modo en el lector emociones solidarias de miedo y ansiedad en lo que respecta al desenlace.
Dado que el suspense se asocia especialmente a las novelas populares, muchos novelistas cultos de la época moderna han tenido tendencia a despreciarlo, o al menos a no tomarlo muy en serio. En Ulises, por ejemplo, James Joyce desarrolla los acontecimientos banales e inconsistentes de un día cualquiera en el Dublín moderno sobre el cañamazo heroico y satisfactoriamente cerrado del regreso de Ulises a su patria tras la guerra de Troya. Con ello, Joyce da a entender que la realidad es menos interesante y más indeterminada de lo que la narrativa tradicional nos quiere hacer creer. Pero ha habido escritores de fuste, especialmente en el siglo XIX, que han utilizado deliberadamente los recursos de la novela popular para crear suspense y los han aplicado a sus propios fines.
Uno de ellos fue Thomas Hardy, cuya primera novela publicada, Desperate remedie (Remedios desesperados) (1871), era una «novela de suspense» al estilo de Wilkie Collins. La tercera, A pair of blue eyes (1873), es más lírica y psicológica. Está inspirada en el noviazgo de Hardy con su primera esposa en el romántico paisaje del norte de Cornualles, y era la novela favorita de ese gran maestro de la narración autobiográfica moderna que fue Marcel Proust. Pero contiene una clásica escena de suspense que era, por lo que yo sé, enteramente inventada. El término mismo de «suspense» procede de la palabra latina que significa ‘colgar’, y difícilmente podría imaginarse una situación más generadora de suspense que la de un hombre aferrado con los dedos a un acantilado, sin poder escalarlo para ponerse a salvo —de ahí el término genérico cliffhanger (acontecimiento que produce un gran suspense; literalmente, ‘que cuelga de un acantilado’).
Hacia la mitad de A pair of blue eyes, la joven y más bien voluble heroína, Elfride, hija de un pastor protestante de Cornualles, se lleva un telescopio a lo alto de un acantilado que da al canal de Bristol, para ver el barco en el que el joven arquitecto al que está secretamente prometida vuelve a casa de la India. La acompaña Henry Knight, un amigo de su madrastra, un hombre que la aventaja en años y en intereses intelectuales, que le ha hecho proposiciones de matrimonio, y hacia el cual ella se siente atraída y por ello culpable. Cuando están sentados en lo alto del acantilado, el viento arrebata el sombrero a Knight, empujándolo hacia el borde del precipicio, y cuando intenta recobrarlo se encuentra en la imposibilidad de volver a subir la resbaladiza pendiente, que termina en un barranco de varios cientos de pies. Los impetuosos esfuerzos de Elfride por ayudarle no hacen más que empeorar las cosas, y cuando ésta intenta trepar para ponerse a salvo, hace que él resbale aún más en dirección al desastre. «Mientras resbalaba lentamente, centímetro a centímetro… Knight hizo un último intento desesperado de agarrarse a un matorral —el último y remoto representante de la esmirriada vegetación en la pared de roca desnuda. Consiguió evitar seguir deslizándose. Knight estaba ahora literalmente suspendido por los brazos…» (la cursiva es mía). Elfride desaparece de la vista de Knight, es de suponer que para recabar ayuda, aunque él sabe que están a varias millas de cualquier lugar habitado.
¿Qué va a pasar? ¿Sobrevivirá Knight, y en tal caso, cómo? El suspense sólo puede sostenerse retrasando las respuestas a esas preguntas. Una manera de hacerlo, a la que el cine es muy aficionado (y Hardy se anticipó a muchos recursos cinematográficos en su narrativa, intensamente visual) habría sido intercalar imágenes de la angustia de Knight y de los frenéticos esfuerzos de la heroína para rescatarlo. Pero Hardy quiere sorprender a Knight (y al lector) con la reacción de Elfride ante la emergencia, y consecuentemente restringe la narración de la escena al punto de vista de Knight. El suspense se amplía gracias al detallado relato de sus pensamientos mientras se agarra al acantilado, y esos pensamientos son los de un intelectual victoriano, al que los recientes descubrimientos en geología e historia natural, especialmente la obra de Darwin, han producido una profunda impresión. El pasaje en el cual Knight se da cuenta de que está contemplando los ojos, «muertos y convertidos en piedra», de un artrópodo fosilizado que tiene millones de años, es algo que tal vez sólo Hardy podría haber escrito. Uno de los rasgos notables de su obra son esos vertiginosos cambios de perspectiva, que nos muestran la frágil figura humana, diminuta en comparación con un universo cuyas vastas dimensiones de espacio y tiempo estaban apenas empezando a ser verdaderamente aprehendidas. E invariablemente sus personajes, de modo falaz pero comprensible, ven en esa disparidad de escala una especie de malevolencia cósmica. Confrontado con los ojos muertos del fósil, que han sustituido a los ojos azules, vivos y seductores de Elfride en su campo de visión, Knight adquiere una nueva comprensión, a la vez conmovedora y sombría, de su propia mortalidad.
La escena se extiende durante varias páginas por los mismos medios: reflexiones filosóficas en torno a la geología, la prehistoria y la aparente maldad de la naturaleza (el viento hace que su propia ropa azote a Knight, la lluvia le escuece en la cara, el sol rojo contempla la escena «con la impúdica sonrisa de un borracho») puntuadas por preguntas que mantienen tirante el cable del suspense narrativo: «¿Iba a morir?… Había esperado la liberación, pero ¿qué podía hacer una jovencita? No se atrevía a moverse ni un milímetro. ¿De veras la Muerte le estaba tendiendo la mano?».
Elfride, naturalmente, le rescata. El cómo no lo voy a divulgar; sólo diré, para animar a aquellos de ustedes que todavía no se han decidido a leer ese libro delicioso, que el modo en que lo hace conlleva quitarse toda la ropa.
Tomado de: David Lodge, Arte de La ficción (1992)
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