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El Navaja

Vladimir Nabokov
Sus compañeros de regimiento tenían sus buenas razones para llamarle El Navaja. El rostro de aquel hombre carecía de fachada. Cuando sus amigos pensaban en él sólo lograban imaginárselo de perfil, y ese perfil era extraordinario: la nariz afilada como el compás de un dibujante; la barbilla, prominente, como si fuera un codo; las pestañas, largas y suaves; características de un temperamento obstinado y también cruel. Se llamaba Ivanov.

Aquel apodo, conferido en sus años jóvenes, resultó ser extrañamente profetice No es extraño que un tipo que se llame Rubin o Rubi acabe siendo un gemólogo de prestigio. El capitán Ivanov, después de una fuga épica y tras una serie de peripecias insípidas, dio con sus huesos en Berlín, y escogió precisamente el oficio al que aludía su apodo, el de barbero.

Trabajaba en una barbería pequeña pero limpia, compartiendo su oficio con otros dos empleados, que trataban al «capitán ruso» con un respeto no exento de jovialidad. El negocio incluía asimismo al propietario, una severa masa humana que hacía girar la manivela de la caja registradora con un sonido argentino, así como a una manicura, anémica y translúcida, que parecía haberse amojamado al contacto con los innumerables dedos que, en grupos de a cinco, habían posado ante sus artes en un pequeño cojín de terciopelo.

Ivanov hacía muy bien su trabajo, y eso que no había conseguido hablar bien alemán. Sin embargo, pronto ideó una forma de resolver el problema: colocar un nicht al final de la primera frase, un interrogativo was en la siguiente, y luego, de nuevo nicht, alternándolos de este modo al infinito. Y aunque hasta que no llegó a Berlín no aprendió a cortar el pelo, manejaba la navaja y las tijeras con extraordinaria destreza, casi como los peluqueros rusos, con su proverbial afición a hacer todo tipo de fiorituras con las tijeras cuyos chasquidos adoran —hay que verlos cuando se echan atrás para apuntar el próximo gesto, y cómo cortan un par de mechones para luego chascar indefinidamente las hojas de la tijera como si se vieran impelidos a ello por una especie de inercia. Precisamente, aquel ágil zumbido gratuito era lo que le había conseguido el respeto de sus colegas.

No cabe duda de que las tijeras y las navajas son armas y había algo en su zumbido metálico que gratificaba el alma guerrera de Ivanov. Era un hombre rencoroso y de agudo ingenio. Un bufón había arruinado su patria, noble, espléndida, grandiosa, por mor de una inteligente frase escarlata, y aquello era algo que no podía olvidar. La venganza, como un muelle apretado y contenido al máximo en su alma, acechaba expectante, esperando que llegara su hora.

Una azulada y cálida mañana de verano, aprovechando que apenas había clientes por el horario de las oficinas, los dos colegas de Ivanov se tomaron una hora de descanso. Su jefe, muerto de calor y de deseo insatisfecho, había escoltado en silencio a la pálida y complaciente manicura hasta el cuarto trastero. Solo en la peluquería, agobiado de calor, Ivanov empezó a hojear un periódico y luego encendió un pitillo, salió a la puerta y se dispuso a observar a los transeúntes.

La gente cruzaba deprisa, perseguida por las sombras azulencas de sus cuerpos, que se rompían en el filo de la acera para deslizarse intrépidas bajo las relucientes ruedas de los coches cuyas huellas dejaban sobre el asfalto recalentado unas cintas de seda que se asemejaban al florido encaje de la piel de las serpientes. De repente, un caballero de baja estatura, fornido, vestido con un terno negro y un sombrero hongo, dejó la acera y se dirigió derecho hacia donde estaba Ivanov. Cegado por el sol, Ivanov parpadeó un instante, luego se hizo a un lado para permitirle entrar en la peluquería.

El rostro del recién llegado se reflejó a un tiempo en todos los espejos: se veían tres cuartos de su rostro, de perfil, y también la calva cerúlea de la coronilla donde había reposado hasta ese momento el sombrero negro que ahora colgaba de una percha. Y cuando aquel hombre se volvió para enfrentar su cara a los espejos, que se reflejaban en superficies de mármol, brillantes todas ellas con el fulgor verde y dorado de los frascos de colonia, Ivanov reconoció al punto aquel rostro móvil y carnoso, con sus ojos penetrantes y el lunar junto al lóbulo derecho de la nariz.

El caballero tomó asiento delante del espejo en silencio. Luego, murmurando entre dientes, se palpó la mejilla sucia con un dedo rechoncho. Su gesto indicaba una orden: «Aféiteme, por favor». Atónito, como en una nube, Ivanov desplegó una sábana sobre su regazo, batió un poco de espuma en un bol de porcelana, la extendió por las mejillas de aquel hombre, por su barbilla y labio superior, circunnavegó cautelosamente el lunar, y empezó a aplicar la espuma con el dedo índice. Pero todos sus movimientos eran mecánicos, tan conmocionado estaba de haber visto de nuevo a aquella persona.

Una ligera máscara de jabón blanca le cubría ya el rostro hasta los ojos, ojos minúsculos que relucían como las ruedecillas de la máquina de un reloj. Ivanov había abierto la navaja y cuando se disponía a afilarla en la correa, se recobró de su estupor y se dio cuenta de que aquel hombre estaba en su poder.

Entonces, inclinándose sobre la calva cerúlea, acercó la cuchilla azul junto a la máscara jabonosa y dijo con toda suavidad: «Mis respetos, camarada. ¿Cuánto tiempo hace que abandonó nuestra querida patria? No, no se mueva por favor, no sea que le dé un corte antes de tiempo».

Las ruedecillas resplandecientes del reloj de sus ojos empezaron a moverse cada vez más deprisa, hasta quedarse fijas, detenidas, contemplando el perfil aquilino de Ivanov. Ivanov limpió la espuma que sobraba con el perfil romo de la navaja y siguió hablando: «Lo recuerdo muy bien, camarada. Lo siento, pero me resulta desagradable pronunciar su nombre. Me acuerdo de que usted me interrogó hace seis años, en Kharkov, recuerdo su firma, querido amigo… Pero como ve, sigo vivo».
Y entonces ocurrió lo que sigue. Los ojillos empezaron a moverse de un lado al otro, luego se cerraron con fuerza, los párpados apretados como los de un salvaje que pensara que al cerrarlos se convertiría de inmediato en un ser invisible.

Ivanov movía con parsimonia la navaja a lo largo de la fría mejilla que parecía crujir con un susurro a su contacto.

—Estamos completamente solos, camarada. ¿Me entiende? Un mínimo desliz de la navaja y correrá la sangre —aquí, en este punto, noto el latir de la carótida—. Así que habrá mucha, muchísima sangre. Pero primero quiero que su cara esté decentemente afeitada; además, hay algo que tengo que contarle.

Cautelosamente, con dos dedos, Ivanov levantó la punta carnosa de su nariz y, con la misma ternura, empezó a afeitarle el labio superior.

—Sucede, camarada, que me acuerdo de todo. Me acuerdo perfectamente, y quiero que usted también recuerde… —y con un tono muy dulce de voz, Ivanov empezó su relato, mientras afeitaba sin apresurarse aquel rostro recostado, inmóvil. El relato que hizo debió de ser en verdad aterrador porque, de cuando en cuando, su mano se detenía y entonces se inclinaba hasta casi rozar al caballero que seguía sentado con los párpados cerrados, como un cadáver cubierto por el sudario de la sábana.

—Eso es todo —dijo Ivanov, con un suspiro—, ésa es la historia. Dígame ¿qué reparación le parecería justa para todo esto? ¿Con qué puedo sustituir aquella espada afilada? Y, una vez más, recuerde que estamos completamente, absolutamente solos.

—Los cadáveres siempre están afeitados —siguió Ivanov deslizando la hoja de la navaja a lo largo de la piel estirada del cuello de aquel hombre—. También afeitan a los condenados a muerte. Y ahora soy yo el que le está afeitando. ¿Es consciente de lo que está a punto de suceder?

El hombre seguía sentado sin mover un músculo y sin abrir los ojos. La máscara enjabonada ya había desaparecido de su cara. Sólo quedaban unos restos de espuma en las mejillas y junto a las orejas. Aquel rostro grueso, tenso, sin ojos, estaba tan pálido que Ivanov se preguntó si no habría sufrido un ataque de parálisis. Pero cuando apretó la plana superficie de la navaja contra el cuello de aquel hombre, tembló con todo su cuerpo. Sin embargo, no abrió los ojos.
Ivanov secó con un gesto la cara de aquel hombre y le dispensó un poco de talco.
—Ya está listo —dijo—. Ya tengo bastante. Puede irse —con escrupulosa rapidez le quitó de un tirón la sábana de sus hombros. El otro se quedó sentado.

—Levántate, mentecato —gritó Ivanov, tirándole de la manga hasta ponerlo en pie. El hombre se quedó helado, con los ojos bien cerrados, en medio de la peluquería. Ivanov le encajó el hongo en la cabeza, le metió la cartera bajo el hombro e hizo girar su silla hasta la puerta. Sólo entonces el hombre recobró el movimiento, como en un espasmo. Su rostro, todavía con los ojos cerrados, resplandeció en todos los espejos. Atravesó como un autómata la puerta que Ivanov tenía abierta, y, con los mismos andares mecánicos, agarrando la cartera con mano petrificada, mirando la neblina soleada de la calle con los ojos vidriados de una estatua griega, desapareció.

​FIN
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