Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.
Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.
—Gracias —contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.
Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:
—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.
Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.
—¡Nada! —exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida…! Pero los hombres —añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad— somos un poco más crueles que las mujeres.
—Permita que me sorprenda en un hombre tal confesión —dijo María, clavando los ojos en Demarsay, del mismo negro acero que su pelo.
—¡Necesita demostrarse! —añadió no sé quién de nosotros—. La demostración resulta de mis pequeñas historias. Decía… que un doctor me aconsejó, para unos dolores rebeldes, el campo y la gimnasia; inmediato a la finca donde pensé instalarme, vivía retirado M. Montignac, el más célebre duelista de Europa; propúsele al doctor, en gracia a mi comodidad, sustituir la gimnasia con la esgrima; aceptó, y a los seis meses yo estaba curado. Mas como por mis negocios permanecí en la posesión algunos años, y como además, por gratitud al ejercicio y deferencia a mi maestro, no abandoné las armas, resultó que cuando volví a París, según Montignac, que se apresuró a comunicárselo a sus compañeros, era el mejor discípulo que había tenido hasta entonces. A consecuencia del aviso, sin duda, la Sala Hervilly me invitó a un asalto; y a consecuencia del asalto, en el cual desarmé cuantas veces quise a un M. Murguer, tirador celoso de su fama, recibí al siguiente día la visita de sus padrinos.
—¿Para otro asalto? —preguntó ingenuamente Luciana.
—Para un duelo —continuó Demarsay—. Pretendían que me batiera con Murguer, porque éste deseaba saber si mi habilidad era la misma con espada sin botón. Contesté que no tenía el menor deseo de prestarme a la prueba, y que no encontrando odios ni ofensas que vengar, sino antes al revés, habiendo tenido una complacencia en conocerle, le proponía un jovial almuerzo con unas cuantas botellas de champagne. Almorzamos juntos, tiramos y procuré dejarme alcanzar algunas veces, por calmar la vanidad de aquel hombre. Sólo que una de ellas, cuando yo creía estar ganando su simpatía, al oirme decir sonriendo: ¡Touché!, arrojó su espada y nos abandonó airadamente. Por la tardes los padrinos. Afirmaban esta vez que le había ofendido con mi condescendencia, tratándole como a un niño; lo que no estaba dispuesto a tolerar, porque aspiraba a ser tratado en todo momento como hombre; que no aceptaba explicación ninguna, y que conceptuaba preciso que nos midiéramos con armas desnudas, a fin de que sus descuidos o mis galanterías, en caso que yo me atreviera así a brindárselas, no resultaran una ridícula e inocente burla.
—¡Qué tesón! —exclamó María.
Pablo, en su punto de tirador, advirtiendo que todos los que oíamos a Demarsay hallábamos importuna la conducta de su adversario, se creyó en el caso de encontrarla explicable.
—Al verdadero duelista —manifestó— velador constante de su prestigio, no le es agradable, aunque involuntaria, una humillación de esa índole. En esto se parece a la mujer con respecto a su honra. Ninguna tolera con paciencia que otra mujer delante de ella aparezca más honrada.
—Pero yo, que no soy duelista, que no lo era —replicó Demarsay con su acento ligero y fino de parisiense—, sino un pobre enfermo que se curaba y se divertía jugando al florete igual que podía divertirse jugando a la pelota, me asombré de la exigencia de aquel señor, a quien juzgué un solemne majadero…
Miré a Pablo y le vi inmutarse. Iba a contestar, tal vez en defensa de su falaz proposición, pero se contuvo.
—Y con plena franqueza tuve el gusto de participárselo a los padrinos —continuó el diplomático—. Aseguro a usted que eché de menos la ley de Schopenhauer contra el duelo: «Todo mantenedor y portador de un cartel de desafío, recibirán veinte palos en público, a usanza china».
Pablo no pudo contenerse.
—Castigo que no sufriría ningún hombre de honor sin pegarse un tiro.
—A lo cual contesta el filósofo, que lo prevé: «Es mejor que un loco se mate a sí mismo que no que mate a otras personas».
Produjeron una carcajada, que puso en evidencia a Pablo, las palabras del francés, quien siguió:
—Loco era aquél, y de remate. Me buscaba y me encontró una noche en el Tívoli: me dió un bofetón y le tiré por la barandilla del palco; él, al hospital desde el teatro, con una pierna rota; yo a la comisaría, donde tuve que pagar dos sombreros y un abanico que estropeó al caer mi hombre… Pierna curada a los dos meses, y ¡lo de siempre, señores!, ¡el duelo…! ¡Bah! Era preciso acabar, y acepté como quiso, permitiéndose todo, a muerte. Aseguro que cuando contemplé mi espada ante aquel infeliz que se defendía con torpeza, me pareció un instrumento infame con el cual, y con habilidades de tahur, podía yo impunemente arrancar una existencia. Pude matarle, y le desarmé varias veces. Esto aumentó su coraje, y mi desprecio a mí mismo, y a él, y a cuantos presenciaban el repugnante espectáculo como una fiesta. Al fin, para acabar, le herí en la mano. No cedió, sino que se lanzó sobre mí con más furia. Entonces le atravesé el brazo, y la espada cayó de su mano inerte… Antes que aquel insensato pudiera curarse y provocarme de nuevo —concluyó Demarsay dirigiéndose a mí— pedí mi traslado, y renegando de la esgrima que en mala hora había aprendido, me embarqué para Sangay, y luego para las Filipinas, donde tuve el gusto de conocer a usted.
—Pero ¿el juramento?… —interrogó Luciana—. Porque no basta eso —añadió otro—; una temeridad excepcional no significa que la esgrima no pueda servir en una causa justa.
—Y, en efecto —añadí yo—, cuando le conocí, todavía le vi manejar prodigiosamente la espada.
—Sí —contestó mi amigo—, pero evitando a los profesionales. Aun así, señores, después tuve que cerrarme a la banda para rehuir otros encuentros con Tomegueux, en París, y con San Malato, en Florencia; y hasta pude convencerme al fin, por mi propio, de que el conocimiento de las armas, que no es indispensable nunca y que sirve rara vez para cosas razonables, se pone fácil y malamente al servicio de la vanidad y de las pasiones. La que es hoy mi mujer era mi novia en 1895. Estábamos en Nápóles; el conde de Torino quería a mi novia, que me adoraba, y el padre de ésta, un romano que conservaba la tradición del orgullo, prefería al conde por su nobleza. Mi pobre Celsa se rebeló al afán de su padre, poniéndome por causa; y cuando el conde me desafió un día, sentí una alegría infinita, satánica. Tenía la seguridad de matar a mi rival, y me complacía en el derecho que él mismo me daba para matarle.
Se interrumpió Demarsay un segundo, con tristeza, antes de proseguir:
—Pude cumplir con una pequeña estocada, como con Marger; pero no: fuí tan miserable, que aproveché con saña y sangre fría todo mi arte para buscarle el corazón… Ante aquel desdichado que se desplomaba, comprendí repentinamente toda mi infamia… Y entonces fué mi juramento, señorita… ¡jugar con las armas es jugar con el fuego!
Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.
—Gracias —contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.
Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:
—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.
Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.
—¡Nada! —exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida…! Pero los hombres —añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad— somos un poco más crueles que las mujeres.
—Permita que me sorprenda en un hombre tal confesión —dijo María, clavando los ojos en Demarsay, del mismo negro acero que su pelo.
—¡Necesita demostrarse! —añadió no sé quién de nosotros—. La demostración resulta de mis pequeñas historias. Decía… que un doctor me aconsejó, para unos dolores rebeldes, el campo y la gimnasia; inmediato a la finca donde pensé instalarme, vivía retirado M. Montignac, el más célebre duelista de Europa; propúsele al doctor, en gracia a mi comodidad, sustituir la gimnasia con la esgrima; aceptó, y a los seis meses yo estaba curado. Mas como por mis negocios permanecí en la posesión algunos años, y como además, por gratitud al ejercicio y deferencia a mi maestro, no abandoné las armas, resultó que cuando volví a París, según Montignac, que se apresuró a comunicárselo a sus compañeros, era el mejor discípulo que había tenido hasta entonces. A consecuencia del aviso, sin duda, la Sala Hervilly me invitó a un asalto; y a consecuencia del asalto, en el cual desarmé cuantas veces quise a un M. Murguer, tirador celoso de su fama, recibí al siguiente día la visita de sus padrinos.
—¿Para otro asalto? —preguntó ingenuamente Luciana.
—Para un duelo —continuó Demarsay—. Pretendían que me batiera con Murguer, porque éste deseaba saber si mi habilidad era la misma con espada sin botón. Contesté que no tenía el menor deseo de prestarme a la prueba, y que no encontrando odios ni ofensas que vengar, sino antes al revés, habiendo tenido una complacencia en conocerle, le proponía un jovial almuerzo con unas cuantas botellas de champagne. Almorzamos juntos, tiramos y procuré dejarme alcanzar algunas veces, por calmar la vanidad de aquel hombre. Sólo que una de ellas, cuando yo creía estar ganando su simpatía, al oirme decir sonriendo: ¡Touché!, arrojó su espada y nos abandonó airadamente. Por la tardes los padrinos. Afirmaban esta vez que le había ofendido con mi condescendencia, tratándole como a un niño; lo que no estaba dispuesto a tolerar, porque aspiraba a ser tratado en todo momento como hombre; que no aceptaba explicación ninguna, y que conceptuaba preciso que nos midiéramos con armas desnudas, a fin de que sus descuidos o mis galanterías, en caso que yo me atreviera así a brindárselas, no resultaran una ridícula e inocente burla.
—¡Qué tesón! —exclamó María.
Pablo, en su punto de tirador, advirtiendo que todos los que oíamos a Demarsay hallábamos importuna la conducta de su adversario, se creyó en el caso de encontrarla explicable.
—Al verdadero duelista —manifestó— velador constante de su prestigio, no le es agradable, aunque involuntaria, una humillación de esa índole. En esto se parece a la mujer con respecto a su honra. Ninguna tolera con paciencia que otra mujer delante de ella aparezca más honrada.
—Pero yo, que no soy duelista, que no lo era —replicó Demarsay con su acento ligero y fino de parisiense—, sino un pobre enfermo que se curaba y se divertía jugando al florete igual que podía divertirse jugando a la pelota, me asombré de la exigencia de aquel señor, a quien juzgué un solemne majadero…
Miré a Pablo y le vi inmutarse. Iba a contestar, tal vez en defensa de su falaz proposición, pero se contuvo.
—Y con plena franqueza tuve el gusto de participárselo a los padrinos —continuó el diplomático—. Aseguro a usted que eché de menos la ley de Schopenhauer contra el duelo: «Todo mantenedor y portador de un cartel de desafío, recibirán veinte palos en público, a usanza china».
Pablo no pudo contenerse.
—Castigo que no sufriría ningún hombre de honor sin pegarse un tiro.
—A lo cual contesta el filósofo, que lo prevé: «Es mejor que un loco se mate a sí mismo que no que mate a otras personas».
Produjeron una carcajada, que puso en evidencia a Pablo, las palabras del francés, quien siguió:
—Loco era aquél, y de remate. Me buscaba y me encontró una noche en el Tívoli: me dió un bofetón y le tiré por la barandilla del palco; él, al hospital desde el teatro, con una pierna rota; yo a la comisaría, donde tuve que pagar dos sombreros y un abanico que estropeó al caer mi hombre… Pierna curada a los dos meses, y ¡lo de siempre, señores!, ¡el duelo…! ¡Bah! Era preciso acabar, y acepté como quiso, permitiéndose todo, a muerte. Aseguro que cuando contemplé mi espada ante aquel infeliz que se defendía con torpeza, me pareció un instrumento infame con el cual, y con habilidades de tahur, podía yo impunemente arrancar una existencia. Pude matarle, y le desarmé varias veces. Esto aumentó su coraje, y mi desprecio a mí mismo, y a él, y a cuantos presenciaban el repugnante espectáculo como una fiesta. Al fin, para acabar, le herí en la mano. No cedió, sino que se lanzó sobre mí con más furia. Entonces le atravesé el brazo, y la espada cayó de su mano inerte… Antes que aquel insensato pudiera curarse y provocarme de nuevo —concluyó Demarsay dirigiéndose a mí— pedí mi traslado, y renegando de la esgrima que en mala hora había aprendido, me embarqué para Sangay, y luego para las Filipinas, donde tuve el gusto de conocer a usted.
—Pero ¿el juramento?… —interrogó Luciana—. Porque no basta eso —añadió otro—; una temeridad excepcional no significa que la esgrima no pueda servir en una causa justa.
—Y, en efecto —añadí yo—, cuando le conocí, todavía le vi manejar prodigiosamente la espada.
—Sí —contestó mi amigo—, pero evitando a los profesionales. Aun así, señores, después tuve que cerrarme a la banda para rehuir otros encuentros con Tomegueux, en París, y con San Malato, en Florencia; y hasta pude convencerme al fin, por mi propio, de que el conocimiento de las armas, que no es indispensable nunca y que sirve rara vez para cosas razonables, se pone fácil y malamente al servicio de la vanidad y de las pasiones. La que es hoy mi mujer era mi novia en 1895. Estábamos en Nápóles; el conde de Torino quería a mi novia, que me adoraba, y el padre de ésta, un romano que conservaba la tradición del orgullo, prefería al conde por su nobleza. Mi pobre Celsa se rebeló al afán de su padre, poniéndome por causa; y cuando el conde me desafió un día, sentí una alegría infinita, satánica. Tenía la seguridad de matar a mi rival, y me complacía en el derecho que él mismo me daba para matarle.
Se interrumpió Demarsay un segundo, con tristeza, antes de proseguir:
—Pude cumplir con una pequeña estocada, como con Marger; pero no: fuí tan miserable, que aproveché con saña y sangre fría todo mi arte para buscarle el corazón… Ante aquel desdichado que se desplomaba, comprendí repentinamente toda mi infamia… Y entonces fué mi juramento, señorita… ¡jugar con las armas es jugar con el fuego!
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Un poco después, León Demarsay se despedía de nosotros. Aun estaba en la antesala cuando Pablo me cogió de un brazo, me llevó al comedor y dijo:
—¿Quieres ser mi padrino?
—¿Te bates? —le pregunté sorprendido.
—Sí.
—¿Con quién?
—Con León Demarsay. Me dijo antes majadero.
—¡Y tú lo confirmas! —repliqué con tal acento de convencido desprecio, que se quedó en mitad del comedor con la cabeza baja, más abochornado que ofendido.
FIN
—¿Quieres ser mi padrino?
—¿Te bates? —le pregunté sorprendido.
—Sí.
—¿Con quién?
—Con León Demarsay. Me dijo antes majadero.
—¡Y tú lo confirmas! —repliqué con tal acento de convencido desprecio, que se quedó en mitad del comedor con la cabeza baja, más abochornado que ofendido.
FIN