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Cuentos Cortos de Franz Kafka

1. EL DESEO DE SER UN INDIO
Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.


2. EL RECHAZO
Si me encuentro a una muchacha bonita y le pido: «Sé buena, ven conmigo», y pasa de largo sin decir una palabra, su actitud significa:
«Tú no eres un duque con apellido rimbombante; ningún americano atlético con la estatura de un indio, con ojos horizontales y contemplativos, con una piel acariciada por el aire de las praderas y de los ríos que fluyen por ellas. No has viajado a los Grandes Lagos, ni los has surcado, aunque no sé ni dónde se encuentran. Así que dime, por qué yo, una muchacha bonita, tendría que ir contigo».
«Olvidas que no te llevan en automóvil por la calle, balanceándote con sus sacudidas; no veo ir detrás de ti a los señores pertenecientes a tu séquito, embutidos en sus trajes y murmurándote piropos. Tus pechos quedan bien comprimidos por el corsé, pero tus muslos y caderas se resarcen por esa sobriedad. Llevas un vestido de tafetán con pliegues, como el que nos alegró tanto a todos el pasado otoño y, sin embargo, con ese peligro mortal en el cuerpo, sólo te ríes de vez en cuando».
«Sí, los dos tenemos razón y, para no ser conscientes de ello de un modo irrefutable, preferimos irnos solos a casa, ¿verdad?».


3. LOS ÁRBOLES
Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Aparentemente yacen en un suelo resbaladizo, así que se podrían desplazar con un pequeño empujón. Pero no, no se puede, pues se hallan fuertemente afianzados en el suelo. Aunque fíjate, incluso eso es aparente.


4. VESTIDOS
A menudo, cuando veo vestidos con múltiples pliegues, volantes y adornos, que tan bellamente lucen sobre bonitos cuerpos, no puedo dejar de pensar en que no permanecerán así mucho tiempo, sino que se arrugarán, perderán su lisura, quedarán cubiertos de tanto polvo que será imposible limpiarlos. Y también pienso que nadie querrá mostrar una imagen tan triste y ridícula al ponerse todos los días por la mañana temprano el mismo traje costoso y quitárselo por la noche.
Sin embargo, veo muchachas bastante bonitas, que poseen músculos excitantes, huesecillos, una piel tersa y un cabello fino, pero que, no obstante, cubren a diario su cuerpo con este disfraz natural y siempre tapan el mismo rostro con las mismas palmas de las manos, dejándose reflejar así por su espejo.
Sólo algunas veces, por la noche, cuando regresan tarde de una fiesta, ese traje les parece usado, dado de sí, polvoriento, demasiado visto y lo consideran indigno de ponerse.

​
5. EL CAMINO A CASA
¡Se ve la fuerza de convicción del aire después de la tormenta! Aparecen mis méritos y me dominan, aunque tampoco me resisto.
Marcho y mi ritmo es el ritmo de esta acera de la calle, de esta calle, de este barrio. Soy responsable, y con razón, de todos los golpes contra las puertas, contra las tablas de las mesas, soy responsable de todos los brindis, de todas las parejas en sus camas, en los andamios de las nuevas construcciones, apretadas contra la pared en las oscuras callejuelas, en las otomanas de los burdeles.
Aprecio mi pasado en detrimento de mi futuro; aunque encuentro excelentes ambos, no puedo otorgar primacía a ninguno, y sólo debo censurar la injusticia de la providencia que tanto me favorece.
Sólo después de entrar en mi habitación me torno algo pensativo, aunque sin haber encontrado nada durante la subida de las escaleras que me pareciera digno de ser pensado. No me ayuda mucho que abra la ventana del todo y que aún se toque música en un jardín.


6. CONTEMPLACIÓN DISPERSA
¿Qué haremos en los días de primavera que ya llegan? Hoy por la mañana estaba el cielo gris, pero si alguien va ahora a la ventana, se quedará sorprendido y apoyará la mejilla en su picaporte.
Abajo se puede ver cómo la luz del sol, que ya comienza a ocultarse, se refleja en el rostro infantil de una muchacha, que anda y mira alrededor, y al mismo tiempo se ve la sombra de un hombre que viene rápidamente detrás de ella.
El hombre la ha pasado y el rostro de ella reluce de claridad.


7. GENTE QUE VIENE A NUESTRO ENCUENTRO
Cuando alguien sale a pasear por la noche, y un hombre, ya visible desde lejos —pues la calle se empina ante nosotros y hay luna llena—, viene a nuestro encuentro, no lo agarraremos violentamente, aunque sea débil y desarrapado, ni siquiera en el caso de que alguien corra detrás de él y grite, sino que lo dejaremos pasar de largo.
Pues es de noche, y no podemos evitar que la calle se empine ante nosotros con luna llena; además, tal vez esos dos han organizado la persecución para divertirse, o a lo mejor persiguen los dos a un tercero, tal vez persiguen al primero, que es inocente, tal vez el segundo lo asesinará y seríamos cómplices del crimen. A lo mejor no saben nada el uno del otro, y cada uno corre hacia su cama, a lo mejor son sonámbulos, quizás el primero lleva un arma.
Y, finalmente, ¿no podemos estar cansados, no hemos bebido mucho vino? Nos alegramos de que ya tampoco veamos al segundo.


8. EL PASAJERO
Permanezco de pie en la plataforma del tranvía, completamente inseguro respecto a mi situación en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera podría precisar las pretensiones que estaría en condiciones de alegar con derecho. Me es absolutamente imposible defender que esté aquí de pie, agarrado al asidero, que me deje llevar por este vagón, que la gente evite el tranvía o pase de largo en silencio o que descanse frente a la ventana. Nadie lo reclama de mí, es cierto, pero eso es indiferente.
El tranvía se aproxima a una parada; una muchacha se acerca al peldaño, dispuesta a subir. Aparece ante mí con tal claridad que me parece haberla tocado. Está vestida de negro, los pliegues de la falda apenas se mueven, la blusa, que acaba en cuello de punta de redecilla blanco, se ciñe al cuerpo, la palma de la mano izquierda se apoya en la pared, el paraguas, en la mano derecha, permanece apoyado en el segundo escalón. Posee un rostro moreno; la nariz, débilmente aplastada en los laterales, termina en una forma redondeada y ancha. Tiene pelo castaño abundante y algunos cabellos cubren la mejilla derecha. Su oreja pequeña queda pegada a la cabeza; no obstante, como estoy cerca, puedo ver la parte trasera del lóbulo y la sombra en la raíz.
En aquel instante me pregunté: ¿cómo es posible que no quede maravillada ante sí misma, que permanezca con la boca cerrada y no diga nada que exprese su asombro?


9. PARA MEDITACIÓN DE LOS JINETES
Nada, si se piensa con detenimiento, puede inducirnos a querer ser los primeros en una carrera.
La gloria de ser reconocido como el mejor jinete de un país alegra demasiado cuando la orquesta comienza a tocar como para que al día siguiente pueda evitarse el remordimiento.
La envidia del contrincante, de gente más astuta e influyente, nos aflige al atravesar las estrechas barreras hacia aquella planicie que pronto quedará vacía ante nosotros, si no es por la presencia de algunos jinetes aventajados que, diminutos en la distancia, cabalgan hacia la línea del horizonte.
Muchos de nuestros amigos, ansiosos por recoger las ganancias, gritan «hurras» hacia nosotros por encima de los hombros y desde la alejada ventanilla de cobros; los mejores amigos, sin embargo, no han apostado por nuestro caballo, pues temen que si pierden podrían enfadarse con nosotros, pero como nuestro caballo ha sido el primero y ellos no han ganado nada, se dan la vuelta cuando pasamos y prefieren mirar hacia las tribunas.
Los contrincantes, detrás, bien sujetos sobre la silla de montar, intentan comprender la desgracia que les ha caído, así como la injusticia que, de algún modo, se ha cometido con ellos. Adoptan una expresión de frescura, como si fuera a comenzar otra carrera, y una expresión seria después de ese juego de niños.
A muchas damas el ganador les parece ridículo porque se ufana, y, sin embargo, no sabe qué hacer con el continuo apretar de manos, con los saludos, las reverencias, las salutaciones y los saludos a la lejanía, mientras que los vencidos tienen la boca cerrada y dan palmadas en el cuello de los caballos, la mayoría de los cuales relinchan.
Finalmente, el cielo se pone turbio y comienza a llover.


10. LA EXCURSIÓN A LA MONTAÑA
«No sé», grité sin eco, realmente no lo sé. Si no viene nadie es que precisamente viene «nadie». No le he hecho nada malo a nadie, nadie me ha hecho a mí nada malo, sin embargo nadie me quiere ayudar. Absolutamente nadie. Pero tampoco es así. Sólo que nadie me ayuda, si no «nadie» sería muy hermoso. Me gustaría, por qué no, hacer una excursión en compañía de un puro nadie. Naturalmente a la montaña, ¿adónde si no? ¡Cómo se aprietan uno al lado del otro, esos nadie, todos esos brazos estirados y colgantes, todos esos pies, separados por pasos diminutos! Se entiende que todos visten frac. Nosotros vamos así, el viento atraviesa los espacios que nosotros y nuestros miembros dejan abiertos. ¡Las gargantas se tornan libres en la montaña! Es un milagro que no cantemos.


11. LA VENTANA QUE DA A LA CALLE
Quien vive solo y, sin embargo, desea en algún momento unirse a alguien; quien en consideración a los cambios del ritmo diario, al clima, a las relaciones laborales y a otras cosas semejantes quiere ver, sin más, un brazo cualquiera en el que poder apoyarse, esa persona no podrá seguir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle. Y le ocurre que no busca nada, sólo aparece ante el alféizar de la ventana como un hombre cansado, abriendo y cerrando los ojos entre el público y el cielo, y tampoco quiere nada, e inclina la cabeza ligeramente hacia atrás, así le arrastran hacia abajo los caballos con el séquito formado por el coche y el ruido hasta que, finalmente, alcanza la armonía humana.


12. EL GRAN RUIDO
Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo cómo se cierran todas las puertas; el ruido que hacen al cerrarse evita que oiga los pasos de los que las atraviesan, aunque todavía oigo cómo se cierra el horno en la cocina. Padre echa abajo la puerta de mi habitación y la atraviesa arrastrando su bata; en la habitación contigua atizan las cenizas de la calefacción; Valli pregunta, gritando desde el recibidor palabra por palabra, si ya se ha limpiado el sombrero de padre; un borboteo, que me parece familiar, eleva el griterío de una voz que responde. Llaman a la puerta de la casa y hace el mismo ruido que una garganta acatarrada, se abre la puerta con el canturreo de una voz femenina y se cierra con una sacudida despiadada. Padre se ha ido, ahora comienza el ruido suave, disperso, desesperanzado, iniciado por el canto de los dos canarios. Ya hace tiempo pensé, con los canarios se me vuelve a ocurrir, si no podría abrir un poco la puerta, arrastrarme como una serpiente hasta la habitación contigua y desde el suelo pedir a mi hermana y a su institutriz un poco de silencio.


13. LA DESGRACIA DEL SOLTERO
Parece tan duro permanecer soltero, tener que pedir acogida, como adulto, manteniendo con dificultad la dignidad, cuando se quiere pasar una noche en compañía de otras personas; estar enfermo y tener que contemplar toda una semana desde el rincón de la cama la habitación vacía; tener que despedirse siempre desde la puerta de la casa; no poder subir las escaleras en compañía de la mujer; tener sólo en la habitación puertas laterales que conducen a viviendas ajenas; llevar en la mano la cena a casa; contemplar a los niños de otros y repetir una y otra vez: «yo no tengo ninguno»; ejercitarse en el comportamiento y aspecto de los solteros imitando a uno o dos de los recuerdos juveniles.
Así será, sólo que también uno mismo estará aquí, en la realidad, hoy y más tarde, con un cuerpo y una cabeza real, es decir con una frente para golpear con la mano.


14. EL PASEO REPENTINO
Cuando alguien parece haberse decidido definitivamente a permanecer en casa, se ha puesto la bata, se sienta después de la cena a la mesa iluminada y emprende aquel trabajo o juego que, después de concluirse, según la costumbre, implica el irse a dormir; cuando fuera hay un tiempo desapacible, que hace el quedarse en casa algo evidente; cuando se permanece tranquilo tanto tiempo a la mesa que el levantarse e irse produciría asombro; cuando la escalera de la casa está oscura y el portal está cerrado; cuando, no obstante, alguien se levanta de repente a causa de un súbito malestar, se cambia de ropa, aparece en seguida listo para salir a la calle, declara que se va, lo hace después de una corta despedida, cada uno según la velocidad con que cierra de golpe la puerta, y cree dejar detrás un enfado mayor o menor; cuando se vuelve a encontrar en la calle, con los miembros ligeros, gracias a la inesperada libertad que se les ha otorgado; cuando a través de esta resolución siente cómo toda la capacidad de decisión se ha acumulado en su interior; cuando reconoce, con mayor importancia de la acostumbrada, que tiene más fuerza que necesidad de realizar el cambio y soportarlo; y cuando recorre así las calles —entonces esa noche se ha separado del todo de la familia, la cual se torna en algo insustancial, mientras que uno mismo, bien fijo, contorneado de negro, golpeándose detrás de los muslos, se eleva a una figura verdadera.
Todo se afianza si se busca a un amigo a esas horas de la noche para comprobar qué tal le va.


15. DECISIONES
Elevarse de un estado miserable debe de ser fácil aplicando la propia energía. Me desprendo del sillón, rodeo la mesa, muevo la cabeza y el cuello, pongo fuego en mis ojos, tenso los músculos a su alrededor, hago frente a todo sentimiento, saludo a A de un modo tempestuoso cuando llega, tolero a B con amabilidad en mi habitación, interiorizo en casa de C con largos impulsos todo lo que se dice a pesar del dolor y del esfuerzo.
Pero aun en el caso de que todo funcione, con cada fallo, que no puede dejar de producirse, el todo, tanto lo fácil como lo difícil, quedará obstaculizado, y tendré que dar vueltas en torno a mí mismo.
Así, el mejor consejo es soportarlo todo, comportarse como una masa pesada y sentirse desaparecido; no dejarse sonsacar ni un paso innecesario; mirar al otro con mirada animal; no sentir arrepentimiento alguno; en suma, aplastar con la propia mano lo que queda de la vida como espectro, es decir aumentar la última tranquilidad sepulcral y no dejar nada excepto eso.
Un movimiento característico de un estado semejante es el desplazamiento del dedo meñique sobre las cejas.


​FIN

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