El lunes, cuando se oyeron los disparos que mataron a Sisario, sin poner ningún reparo al temporal que con seguridad se avecinaba, corrí de inmediato hacia la comisaría. Me había levantado temprano, pero no fui a trabajar. A cambio de esto me quedé leyendo a "Pnin", la novela que me regaló el Profesor Duran, que había empezado a leer la noche anterior y que a pesar de estar plagada de tantos adjetivos vanos, me tenía intrigado hasta tal punto que fue lo primero que agarré cuando salí a mi primera visita al baño por la mañana. No había desayunado y el hambre ya empezaba a estrujarme las tripas y sacarles el vacío que llevaban por dentro, cuando oí las detonaciones y casi al instante el bullicio del pueblo entero y vi a todos correr hacia la comisaría. Mi madre, que estaba tan furiosa conmigo –esto todavía no lo he podido entender– por la pereza que se me había empegostado ese día; a pesar de estar también muriendo de curiosidad, decidió postergar la satisfacción de sus deseos y sin otro remedio se quedó en casa. Me había dejado el desayuno servido en la mesa y a esa hora ya había terminado de cocinar el almuerzo; sin embargo, algunas otras cosas que todavía tenía por hacer, la llevaron a esperar por las noticias que yo u otros le trajéramos más tarde.
Cuando llegué a la comisaría, me tocó a la fuerza abrirme paso por entre los curiosos para poder alcanzar la reja de hierro que protege la puerta de entrada. Para entonces ya el cuerpo de Sisario yacía inerte sobre el suelo dentro de la comisaría, el revolver estaba en el piso, dos policías agarraban los brazos de Jaela, mientras ella pálida e inmóvil recorría el espacio que la rodeaba con sus ojos perdidos. Lamenté por momentos no haber llegado a tiempo, luego recapacité: de haber llegado a tiempo no hubiese podido hacer mucho; ademas ya estoy convencido que yo para Jaela no significo nada.
Una vez se largó el aguacero y el policía encargado empezó a amedrentarnos con el bolillo, todos se alejaron de inmediato. Bueno, yo no, yo me apreté contra la pared debajo del alar. El alar, angostó como es, no sirvió de mucho, porque el agua siguió empapándome inmisericorde mientras los otros, a pesar de lo apurados que estaban para huir de los bolillazos del policía e irse a cobijar de la lluvia, seguían mis movimientos con la mirada. El reojo de los curiosos, voluntario o involuntario que haya sido, no puedo negar afectó mi orgullo, e hizo que me apresurara a doblar por la esquina y por supuesto que lo hice sin sepárame en ningún momento de la pared de la comisaría y fue al doblar cuando fui consciente de que estaba cerca de una ventanilla con un alero inmenso y que éste podía ayudarme a cobijarme de la lluvia.
Ya he estado preso en esta comisaría y sé que hay una sola celda y que esta única celda tiene un único catre debajo de la única ventanilla que da sobre la pared al doblar la esquina. Así que me llevó solo unos segundos deducir que ahí, del otro lado de la pared, iban a traer a Jaela y que moviéndome un poco podía con suerte, en algún momento compartir con ella el mismo metro cuadrado de nuestro planeta. Aunque no pudiésemos vernos porque nos separaba la dichosa pared, guardaba la esperanza de que de alguna manera nuestros corazones pudieran establecer comunicación. Ya sabía que una persona desde adentro podía asomarse sin problema por esa ventanilla, pero el piso de la calle es más bajo y solo cuando llegué debajo de la ventanilla me percaté que me faltaban unos 40 cm de estatura para poder asomarme y mirar al interior.
No pasaron dos minutos cuando oí su voz y al comienzo, tan inocente soy, me pareció que se dirigía a mí y eso al mismo tiempo me alegró y me desesperó hasta tal punto que casi que me apoyaba con esperanzas de derribar la pared. Que ingenuo soy, Jaela, no hablaba conmigo, además después de un rato calló.
El recuerdo me avergüenza. Es que creo que he llegado a la parte mas patética de mi relato. Si amigo lector, por favor no te vayas a burlar de mí, imaginándome debajo de ese alar angosto, empapado hasta la misma médula de mis huesos, con el cuello estirado, mirando hacia arriba, gotas de agua arrastrando las lágrimas sobre mi rostro y la barbilla pegada a la pared. Bueno, el alero de la ventanilla era enorme para el tamaño de ésta, pero no bastaba para cobijarme y el agua seguía cayendo incesante sobre mí. Entonces decidí susurrarle desde mi posición, haciendo caso omiso de la pared que nos separaba, pero Jaela no me escuchaba, y me dieron ganas de saltar y de agarrarme de los barrotes de la ventanilla y verle la cara. Con seguridad los celos, el hambre, la tristeza y un escalofrío que ya me acompañaba, me habían dejado sin fuerzas, y mis saltos resultaron ilusos, y lo único que se me ocurrió para resolver el problema fue sacar mi celular para llamarla. ¡Oh lector amigo! ¿Por qué más bien no te apiadas de mí? Solo a mí se me podía ocurrir que en esa cárcel parva, en esa celda repugnante, podían permitirle llevar su celular. Y peor aún, no marqué, porque cuando me disponía a hacerlo ella habló nuevamente y cuando escuché su voz, de nuevo reanudaron mis esperanzas, y pensé que me había visto, o que me había escuchado y pensé que se asomaba y que me hablaba a mí. Pero no pronunció mi nombre y las primeras palabras que profirió, que entre otras cosas ya olvidé, me dieron a entender que se dirigía a alguien que estaba al frente de ella, y los celos y el dolor que sentía en el alma se acrecentaron y recordé con aflicción punzante que yo, tonto ignorante, estaba dispuesto a hacerme cargo de la responsabilidad que, según todos creíamos, ella llevaba en su vientre. Una responsabilidad que no me correspondía porque como todos saben, a pesar de lo mucho que lo he deseado, yo de ella no he tocado nada.
Luego, no sé cómo, hice conciencia que sus nombres estaban en las escrituras y se me antojó que lo que había pasado estaba de alguna manera decretado por el destino. Como si lo escrito se hubiese hecho realidad, aunque a esta realidad se le hubiese dado una forma distinta, o como si la profecía se hubiese desgastado un tanto en el transcurso del tiempo, o como si el cambio en los nombres hubiese destinado a sus dueños a padecer los mismos infortunios que les prepararon en un pasado lejano, y a la vez, a permitirles vivirlos de otra manera: con más pasión, aunque no con más violencia. Entonces, no sé dónde surgió ni cómo pudo evitar la aflicción que colmaba mi espíritu, de mi mente brotó un egoísmo cobarde que provocó en mi un cambio de actitud que forzó a mi mano derecha a levantar mi celular lo suficiente para protegerlo del agua debajo del alero de la ventanilla y al pulgar de la misma mano a realizar movimientos rápidos que me permitieron grabar lo que ella decía. Yo, delante de muchos, a ella le había jurado amor eterno y a Sisario le había prometido una muerte atroz. Con Sisario asesinado de esa manera, pensé, necesitaba una prueba contundente para demostrar mi inocencia.
Jaela no hablaba conmigo, pero su voz clara era expelida a borbotones por la ventana. En esos momentos no había en mí ninguna duda que en esas palabras podría estar la clave que probaría que no había autor intelectual y que Jaela era la única autora del crimen que todos estuvimos a punto de presenciar. Su argumento estuvo plagado de incoherencias, pero fue elocuente y con él, dejo bien claro que yo no tenía nada que ver.
Bueno, después me enteré que mi grabación no podía ser usada de prueba ante ningún jurado. Sin embargo, me queda el consuelo que no fue trabajo perdido y que ésta sirvió para confirmarme que mi ser no ha ocupado ni ocupará nunca un infinitésimo de su pensamiento. Esto fue lo que grabé.
“… De seguro que me van a llevar a Cartagena, es el único lugar adonde me podrían llevar después de lo que acabo de hacer. Lo hecho, hecho está y nada puedo hacer por retroceder el tiempo, además tampoco es que me arrepienta, ni que sienta pesar o pena por lo que acaba de pasar. Valdría la pena pensar en eso si el tiempo pudiese retrocederse, pero si así fuera, entonces ya lo hubiera devuelto bastante y a lo mejor ahora mismo todos estuviésemos contentos, tú, hermana mía, no hubieses huido, o al menos mi padre habría ya renunciado a buscarte. Si pudiésemos borrar el resultado de nuestras acciones, a mi no me esperaran todos estos años de encierro y seguramente ni sintiera a cada rato ese olor que tienen las albahacas, que me persigue desde hace tanto, que me entra por las narices y parece que reempujara los sesos y aveces ni me deja pensar. Pero no, ellos no tienen en cuenta ni tiempo, ni honor, ni lo que uno sufre, ni ningún carajo. No, ahora si van a querer demostrar, aunque nadie se los vaya a creer, que son ley y que también castigan y me van a encerrar como a animal salvaje. ¿Como te parece? En este pueblo adonde ha habido tanto muerto, adonde las autoridades lo único que nos tienen asegurado es el toque de queda y adonde la mayoría de las muertes solo son castigadas por la indiferencia. Aquí, cuando el asesinato es uno como éste, ahí si se empecinan y no descansan hasta que no vean escarmiento y no pudran en una prisión de porquería al culpable. Y por supuesto la única cárcel apropiada para mi es la de Cartagena. De seguro que es para allá adonde me llevan.
»Mira María, yo lo recuerdo muy bien. Es que me parece estar viéndote cuando saliste para la iglesia, vestida de blanco, mas radiante que nunca y con el velo cubriéndote el rostro. Un velo que no sirvió ni para para ocultar lo que ya todo el mundo sabía, ni para alejar los malos espíritus, porque eso que te pasó, no puede decirse que es obra de ningún espíritu bueno. Recuerda como descendías de hazañosa los escalones de la entrada de la casa y tus manos como se extendían hacia abajo para acariciar las albahacas que al lado del camino de la entrada esbeltas y enanas te hacían el camino real que tú como cualquier otra reina merecías. Recuerda como nos movíamos de ordenados y lo elegante que estaba papá al lado tuyo. Y yo caminando dos filas detrás tuyo, al lado del pajecito y detrás de las cuatro pajecitas vestidas de blancos, me sentía con tanto orgullo como el que tú deberías estar sintiendo. Todos los niños con sus corona de laureles te acompañaban sin creer en nadie, pero sobre todo las pajecitas con esas sonrisas brillantes estaban que ni tocaban el piso con los pies. Parecían levitar sobre la arcilla dura de la acera y continuaron así hasta llegar a la iglesia, sin ensuciarse las sandalias con la arena de la calle. Los laureles eran de verdad y no de mentira como los de otros pajecitos, pero lo que yo sentía era el olor de las albahacas, que cuando las tocaste, soltaron ese aroma que me ha perseguido desde entonces. ¡Habría que haber estado ahí para saber como olían de rico esas albahacas!
»No puede ser justo que este malparido del Rigo se haya permitido hacerte esto. Es que cada vez que lo recuerdo se me retuerce el estomago de la pura rabia. Parece que ahora mismo te estuviera viendo salir de la iglesia hermosa como nunca, con tu velo descubierto, después de haber recibido tu único beso de mujer casada. Recuerda como estaba todo el pueblo sorprendido. ¡Pero no debe decirse que no!, no puede decirse que la gente no estaba también gozosa. Te puedes imaginar con lo caliente del chisme, en este pueblo donde lo único más grande que el tremendo descuido a que nos tienen sometidos, es la lenguota de sus habitantes, una noticia como este es motivo pa' mucha habladuría y murmuración y claro todos le sacaron provecho. Es que lo que los ojos del montón de curiosos vieron fue que saliste casada y sola, por la puerta de la iglesia que no escogió el desgraciado. No ves que hasta el mismo Cristo, manos extendidas, inocente impávido, sangrando por fuera como tu lo hacías por dentro, fue testigo mudo de tu fracaso. Pero dime, que mas se podía pedir si a todos nosotros nos concedieron el dichoso libre albedrío. Si, dime que podía hacer el Cristo para evitar que el Rigoberto saliera por la otra puerta y no se supiera de él más nunca, acaso no era él libre de tomar sus propias decisiones, por más absurdas y puercas que parezcan.
»Yo no sé de ninguna otra que hayan plantado de esa manera. Bueno, pero es que a la larga no se puede decir que te dejaron plantada; porque el desgraciado del Rigoberto entró como si nada, como si estuviese contento; mejor dicho como si estuviese convencido o como si no estuviese obligado. Y tu tan radiante, la novia mas hermosa que ha tenido este pueblo, lo desposaste cumpliendo todas las malditas tradiciones. Y la iglesia que estaba adornada tan hermosa con esas flores que para mi no olían, porque el olor que yo seguía sintiendo era el olor de las albahacas que tu habías tocado. Y el Rigo descarado hasta al padre Juaco le sonreía y cuando le preguntaron contestó que sí; y no, fíjate que no, cuando salió de la iglesia lo hizo por otra puerta.
»Acuérdate que nosotros teníamos la casa muy bonita: con guirnaldas, globos y flores por todas partes y un pastel de tres pisos que nadie se comió porque nos quedamos esperando al novio y no pudimos gozar de la fiesta que mi padre les tenia preparada. Es que ni el consomé de pollo, embombado como estaba al día siguiente, olía para mi, porque yo lo que todavía seguía sintiendo era el olor de las albahacas, que se han empecinado desde entonces en hacerme recordar el momento.
»Y tu, mi hermana del alma, estuviste con nosotros sin hablar con nadie, hasta que un día después de muchos meses, nos despertamos y no te encontramos tampoco en casa. Y yo por supuesto no quería que algo como esto se repitiera en la familia ni que mi padre volviese a pasar por lo mismo. Juro que no quería y que todo lo que hice fue para que no pasara algo como eso otra vez. Por eso yo creo que no se debe obligar a nadie. Yo creo que mi padre cometió un error en obligarlo, y el vergajo se lo demostró. Sí, obedeció, se casó, pero de todos modos te dejó vistiendo santos desde el mismísimo día de tu boda. Si él no quería casarse, para que obligarlo de esa manera tan… Parece que se acerca el comandante…
»Por eso esta vez me le encaré a mi padre y le pedí que me dejara arreglar las cosas a mi manera, que yo sabia que hacer. Y mi padre, el pobre, reconociendo que se equivocó la primera vez, lo dejó todo por mi cuenta. Así que cuando vine a la estación de policía, lo hice porque quería arreglar las vainas a lo bueno. Quería que Sisario pagara por lo que había hecho, que pagará como pagan los verdaderos hombres, y no que fuera un cobarde como lo fue tu esposo Rigoberto. Quería que supiera que la virginidad que se había llevado consigo era valiosa y que debía respetar. Si por que así como lo enseñan las monjas, yo creo que todo virgo vale la pena.
»Por eso cuando lo pienso bien todavía no sé si lo que yo quería era hacerlo pagar sólo por lo que hizo, o si quería que pagara también por lo que se llevó tu marido.
»Es que si te pones a pensar te das cuenta que el de los encuentros en el cementerio era otro. Aquellas noches era solo pajaritos en el aire y promesas de felicidad. Pero no, después me enteré, que el hijueputa tenia pensado casarse con otra y dejar vistiendo santos a otra de la familia. Mientras tanto a mi me hacia pensar lo contrario y por eso me había imaginado a mi padre volviendo a sonreír, Pero no, el Sisario este, era también un engañoso y utilizaba todas sus habilidades para mentir.
»Yo me sentí de repente con la obligación de hacerlo pagar. A ver si con un ejemplo como este todo el resto de cabrones se abstiene de hacer algo parecido. Las tumbas, cruces, flores, imágenes de santo y todo lo que tiene el bendito cementerio son testigos de que lo que se tomó este desgraciado lo cogió por el amor que se le tenía y no por otra vaina. Y yo nunca me imaginé que era hacia allá, hacia el cementerio, el lugar de sus mentiras, adonde el iba a ser dirigido mas tarde por mi propia rabia.
»Cuando llegué a la Estación, el policía en la puerta parecía estar esperándome, y eso no me extrañó porque en este pueblo hasta lo que uno piensa hacer se vuelve chisme. Después se levantó de la banca donde estaba sentado y me hizo entrar y caminar hacia donde estaba el secretario para que pusiera el denuncio. Luego salió a seguir cuidando la puerta.
»Fue a el secretario al que le conté todo, pero el gordiflón del comandante, que ya estaba almorzando, paró los oídos y se puso a chismosear. El secretario casi que ni me miraba sino que estaba concentrado en el Dell ese nuevecito que tienen ahora, a la que le daba de puyazos con sus dos dedos índices haciéndole repicar las pobres teclas ‘tac tac, tac….' Y me incliné para ver como aparecían las letras por la pantalla ‘siendo las 10:55 de la mañana del día 24 de abril del año 2006, bla, bla, bla …' Y fue entonces que me di cuenta de lo temprano que había abierto la olla el comandante. Entonces conté toda la verdad y le dije al secretario que el Sisario tenia que pagar, que las cosas habían de arreglarse por las buenas.
»Para decir la puritana verdad yo tenia también un poquito de pena pero una lejana sospecha o por lo menos bien por adentro creía que él iba arrepentirse. Pero ellos, que parecían estar gozando con la situación, y que con una sonrisa medio boba estaban parándole bola a todo lo que yo decía, tenían que sospechar que no, y de seguro que por dentro tenían que desear que algo malo pasara. ¿Por qué no me revisaron a ver si yo tenia un arma? A lo mejor hasta querían que éste fuese el desenlace de la historia. A ver si con un muerto pasional pueden disfrazar todas las muertes que se dan en este pueblo asqueroso. Por eso no hacían tanta fuerza ni el comandante, ni el secretario, ni tampoco el policía de la puerta me revisó. Y no, mas bien el comandante hizo llamar a Sisario enseguida para que viniera a saldar sus cuentas y el policía de la puerta salió bien diligente a buscarlo de una vez.
»Fíjate como son las vainas, Sisario que siempre fue difícil de encontrar, y que cuando era solicitado, nadie sabía de el, hoy si se hizo ver enseguida, y vino a a la estación a verme manso como nunca, como si él mismo fuese otro de los cómplices de su propia muerte.
»Hasta ese momento yo tenía pensado hacer todo lo posible por evitar un desenlace fatal y no usar el arma que tenía escondida. ‘Si se niega y dice, que se va a casar con la otra, le armo un escándalo y le pregunto que por que hizo entonces tantas promesas, y se las voy a recordar una por una, para que el comandante, el secretario y todo el pueblo se enteren de la clase de cobarde que es.’ Era lo único que pasaba por mi mente, y era en eso que mi pensamiento estaba ocupado cuando le abrieron la reja de la entrada.
Sisario había dado solo unos pasos en la estación de policía cuando me di cuenta que el cielo estaba ya cubierto por las nubes negras que se derraman ahora, porque con él entró una sombra oscura y sentí en la piel una brisa fría que me puso la piel de gallina y eso nada mas me pasa cuando va a llover. Fue entonces cuando el olor de las albahacas se adentró más por mis sentidos y no me dejó sentir el de la lluvia y enseguida me olvidé por completo del aguacero que se venía.
»Con la elegancia y engreimiento que siempre tuvo; casi como si no quisiera pisar, como si temiera que el barro de sus abarcas fuese a contaminarse con el piso de la comisaría, avanzó en línea recta hacia el secretario, mirándome solo de reojo. Venía vestido de Jeans y con esa camisa azul verdosa que me trae tantos recuerdos. Y vi que ésta hacia juego con el color de las paredes de la comisaría y que traía su mechón de pelo negro medio colgado hacia la derecha de su frente y por primera entendí porque sus cejas encontradas volvían locas a tantas idiotas. Entonces estuve con la tentación de dejarlo hablar de permitirle defenderse, de dejarme convencer nuevamente. Cuando finalmente me miró de frente, sentí la misma ternura de siempre y en mi inocencia pensé entonces que el hijueputa estaba decidido a arrepentirse y que lo que venia era felicidad para ambos y que yo había hecho lo correcto y por un instante me alegré por haber venido y me dije: ¡he hecho bien en dirigirme aquí, a la estación de Policía!
»Por eso cuando el desgraciado, para contestarle al comandante, manoteó y me miró a los ojos diciendo que ni siquiera me conocía, el olor de las albahacas me penetró la conciencia y no pude soportar más. Saqué el revolver y le metí a él los seis tiros que, tu esposo y él, tenían ambos merecidos.
»Para ese momento ya el olor de la albahacas se me había pegado a las paredes del cráneo y solo tenía las fuerzas precisas para mirar lo que acababa de hacer. Primero lo vi trastabillar hacía atrás, y luego lo vi recuperarse y venirseme pa' encima, tan enorme como es. Pero ya cuando estuvo bien cerca se cayó en sus rodillas como si alguien le hubiese hecho el yuca asá. Fue en esos momentos que lo vi como en el fondo quería verlo, arrodillado frente a mi con ojos de suplica. Luego lo vi encorvarse hacia adelante, no se si por el dolor o por la pena con la boca abierta como para decir algo y los ojos abiertotes por la sorpresa. Después me pareció que le habían vueltos las ganas y que alzaba los brazos y se enderezaba como para darme un puñetazo, pero de inmediato puso las manos en el estómago como si fuera a vomitar y comenzó a ladear el pescuezo y doblarse poco a poco hasta quedar acostado en posición de feto en el suelo, todo paliducho con un hilo de sangre saliendo por la esquina de su boca y con el puro miedo brotándole por los ojos. Todo pasaba rápido, pero mi mente lo registraba enterito.
»Hasta ese momento no había dejado escapar ninguna palabra de reclamo y todo daba a entender que se iba a morir sin decir nada más. Además vi que su piel iba perdiendo brillo y se iba poniendo blanca mate como el papel. Yo nunca lo había visto así de indefenso y me dio mucha lástima, pero cogí fuerzas para no mostrar mi debilidad.
»Ni el comandante, ni el secretario ni yo hicimos ningún movimiento para ayudarlo, como si tuviésemos la seguridad de que ya no podía hacerse nada para salvarlo y tan solo estuviésemos esperando el desenlace final. Sin movernos, lo observamos acomodarse boca arriba y dejar su cuerpo quieto estirado. Solo sus piernas le siguieron temblando por unos momentos más.
»En la calle, alrededor de la puerta de la inspección, el polvo se levantaba por el zapateo de los curiosos que atraídos por los disparos se habían aglomerado, asomándose por la reja, a pesar de que ya el cielo dejaba caer las primeras gotas gruesas del aguacero y de la insistencia del policía de la puerta por dispersarlos. Tuve tiempo para ver algunas caras de asombro que veían su cuerpo en el suelo, y fue entonces cuando fui consciente de lo certero de mis disparos. Los últimos cinco tiros debieron entrar por el mismo orificio que hizo el primero, porque lo que vi fue un solo hueco grande en el pecho de Sisario y una pasta roja que se le regaba por la camisa. Enseguida tuve la seguridad de que eso que te pasó a ti no iba repetirse y que el orificio tenía suficiente tamaño para dejarle escapar la vida. Pero ésta se le estaba yendo despacio y el temblor en que sus rodillas se debatían solo se disipaba con los segundos. Al rato sus piernas se detuvieron y cerró los ojos, y yo pensé que ya estaba muerto. Pero la vida no había acabado de salírsele y al final tuvo tiempo para abrirlos nuevamente y hablarme, y yo tuve la oportunidad de escucharlo por ultima vez. Con la voz apagada, pero mas dulce que nunca, me dijo sus ultimas palabras, me hizo su ultima pregunta.
»–¿Que me haz hecho Jaela?
»Este fue el único momento en que el alma se me pudo haber llenado de arrepentimiento, pero entonces ya el comandante había dejado de comer y me apuntaba con su revolver. Aunque yo no le quitaba entonces los ojos de encima a Sisario, pude oír al comandante chuparse los dientes, escupir y decirme que soltara el arma y alzara las manos. Pero ya mi revolver estaba en el piso y yo no tenía fuerzas para alzar los brazos. Así que sin inmutarme, tratando de sacar de mí la misma sonrisa que Sísario decía que le gustaba tanto, y con la misma rabia que ahora me está pudriendo por dentro, le grité como para que todo el pueblo escuchara:
»–¡Ahora si me conoces maldito!
»Estas albahacas deben estar volviéndome loca, porque en el momento que le grité ya el pobre estaba muerto, el aguacero se nos había venido encima y la gente huía despavorida. Entonces fue que me arrastraron por las mechas a este calabozo de mierda donde veo tu imagen.
»Seguro que me llevan a Cartagena, allá es adonde hay una cárcel para mujeres."
Y partir de ahí empezó a sollozar y al rato se quedó callada y no pronunció otra palabra. Yo por mi parte esperé un rato más, reflexioné y luego me alejé con la esperanza que la catarsis que produce escribir lo que ahora tú lees me permitiría alguna vez olvidarla.
FIN
Cuando llegué a la comisaría, me tocó a la fuerza abrirme paso por entre los curiosos para poder alcanzar la reja de hierro que protege la puerta de entrada. Para entonces ya el cuerpo de Sisario yacía inerte sobre el suelo dentro de la comisaría, el revolver estaba en el piso, dos policías agarraban los brazos de Jaela, mientras ella pálida e inmóvil recorría el espacio que la rodeaba con sus ojos perdidos. Lamenté por momentos no haber llegado a tiempo, luego recapacité: de haber llegado a tiempo no hubiese podido hacer mucho; ademas ya estoy convencido que yo para Jaela no significo nada.
Una vez se largó el aguacero y el policía encargado empezó a amedrentarnos con el bolillo, todos se alejaron de inmediato. Bueno, yo no, yo me apreté contra la pared debajo del alar. El alar, angostó como es, no sirvió de mucho, porque el agua siguió empapándome inmisericorde mientras los otros, a pesar de lo apurados que estaban para huir de los bolillazos del policía e irse a cobijar de la lluvia, seguían mis movimientos con la mirada. El reojo de los curiosos, voluntario o involuntario que haya sido, no puedo negar afectó mi orgullo, e hizo que me apresurara a doblar por la esquina y por supuesto que lo hice sin sepárame en ningún momento de la pared de la comisaría y fue al doblar cuando fui consciente de que estaba cerca de una ventanilla con un alero inmenso y que éste podía ayudarme a cobijarme de la lluvia.
Ya he estado preso en esta comisaría y sé que hay una sola celda y que esta única celda tiene un único catre debajo de la única ventanilla que da sobre la pared al doblar la esquina. Así que me llevó solo unos segundos deducir que ahí, del otro lado de la pared, iban a traer a Jaela y que moviéndome un poco podía con suerte, en algún momento compartir con ella el mismo metro cuadrado de nuestro planeta. Aunque no pudiésemos vernos porque nos separaba la dichosa pared, guardaba la esperanza de que de alguna manera nuestros corazones pudieran establecer comunicación. Ya sabía que una persona desde adentro podía asomarse sin problema por esa ventanilla, pero el piso de la calle es más bajo y solo cuando llegué debajo de la ventanilla me percaté que me faltaban unos 40 cm de estatura para poder asomarme y mirar al interior.
No pasaron dos minutos cuando oí su voz y al comienzo, tan inocente soy, me pareció que se dirigía a mí y eso al mismo tiempo me alegró y me desesperó hasta tal punto que casi que me apoyaba con esperanzas de derribar la pared. Que ingenuo soy, Jaela, no hablaba conmigo, además después de un rato calló.
El recuerdo me avergüenza. Es que creo que he llegado a la parte mas patética de mi relato. Si amigo lector, por favor no te vayas a burlar de mí, imaginándome debajo de ese alar angosto, empapado hasta la misma médula de mis huesos, con el cuello estirado, mirando hacia arriba, gotas de agua arrastrando las lágrimas sobre mi rostro y la barbilla pegada a la pared. Bueno, el alero de la ventanilla era enorme para el tamaño de ésta, pero no bastaba para cobijarme y el agua seguía cayendo incesante sobre mí. Entonces decidí susurrarle desde mi posición, haciendo caso omiso de la pared que nos separaba, pero Jaela no me escuchaba, y me dieron ganas de saltar y de agarrarme de los barrotes de la ventanilla y verle la cara. Con seguridad los celos, el hambre, la tristeza y un escalofrío que ya me acompañaba, me habían dejado sin fuerzas, y mis saltos resultaron ilusos, y lo único que se me ocurrió para resolver el problema fue sacar mi celular para llamarla. ¡Oh lector amigo! ¿Por qué más bien no te apiadas de mí? Solo a mí se me podía ocurrir que en esa cárcel parva, en esa celda repugnante, podían permitirle llevar su celular. Y peor aún, no marqué, porque cuando me disponía a hacerlo ella habló nuevamente y cuando escuché su voz, de nuevo reanudaron mis esperanzas, y pensé que me había visto, o que me había escuchado y pensé que se asomaba y que me hablaba a mí. Pero no pronunció mi nombre y las primeras palabras que profirió, que entre otras cosas ya olvidé, me dieron a entender que se dirigía a alguien que estaba al frente de ella, y los celos y el dolor que sentía en el alma se acrecentaron y recordé con aflicción punzante que yo, tonto ignorante, estaba dispuesto a hacerme cargo de la responsabilidad que, según todos creíamos, ella llevaba en su vientre. Una responsabilidad que no me correspondía porque como todos saben, a pesar de lo mucho que lo he deseado, yo de ella no he tocado nada.
Luego, no sé cómo, hice conciencia que sus nombres estaban en las escrituras y se me antojó que lo que había pasado estaba de alguna manera decretado por el destino. Como si lo escrito se hubiese hecho realidad, aunque a esta realidad se le hubiese dado una forma distinta, o como si la profecía se hubiese desgastado un tanto en el transcurso del tiempo, o como si el cambio en los nombres hubiese destinado a sus dueños a padecer los mismos infortunios que les prepararon en un pasado lejano, y a la vez, a permitirles vivirlos de otra manera: con más pasión, aunque no con más violencia. Entonces, no sé dónde surgió ni cómo pudo evitar la aflicción que colmaba mi espíritu, de mi mente brotó un egoísmo cobarde que provocó en mi un cambio de actitud que forzó a mi mano derecha a levantar mi celular lo suficiente para protegerlo del agua debajo del alero de la ventanilla y al pulgar de la misma mano a realizar movimientos rápidos que me permitieron grabar lo que ella decía. Yo, delante de muchos, a ella le había jurado amor eterno y a Sisario le había prometido una muerte atroz. Con Sisario asesinado de esa manera, pensé, necesitaba una prueba contundente para demostrar mi inocencia.
Jaela no hablaba conmigo, pero su voz clara era expelida a borbotones por la ventana. En esos momentos no había en mí ninguna duda que en esas palabras podría estar la clave que probaría que no había autor intelectual y que Jaela era la única autora del crimen que todos estuvimos a punto de presenciar. Su argumento estuvo plagado de incoherencias, pero fue elocuente y con él, dejo bien claro que yo no tenía nada que ver.
Bueno, después me enteré que mi grabación no podía ser usada de prueba ante ningún jurado. Sin embargo, me queda el consuelo que no fue trabajo perdido y que ésta sirvió para confirmarme que mi ser no ha ocupado ni ocupará nunca un infinitésimo de su pensamiento. Esto fue lo que grabé.
“… De seguro que me van a llevar a Cartagena, es el único lugar adonde me podrían llevar después de lo que acabo de hacer. Lo hecho, hecho está y nada puedo hacer por retroceder el tiempo, además tampoco es que me arrepienta, ni que sienta pesar o pena por lo que acaba de pasar. Valdría la pena pensar en eso si el tiempo pudiese retrocederse, pero si así fuera, entonces ya lo hubiera devuelto bastante y a lo mejor ahora mismo todos estuviésemos contentos, tú, hermana mía, no hubieses huido, o al menos mi padre habría ya renunciado a buscarte. Si pudiésemos borrar el resultado de nuestras acciones, a mi no me esperaran todos estos años de encierro y seguramente ni sintiera a cada rato ese olor que tienen las albahacas, que me persigue desde hace tanto, que me entra por las narices y parece que reempujara los sesos y aveces ni me deja pensar. Pero no, ellos no tienen en cuenta ni tiempo, ni honor, ni lo que uno sufre, ni ningún carajo. No, ahora si van a querer demostrar, aunque nadie se los vaya a creer, que son ley y que también castigan y me van a encerrar como a animal salvaje. ¿Como te parece? En este pueblo adonde ha habido tanto muerto, adonde las autoridades lo único que nos tienen asegurado es el toque de queda y adonde la mayoría de las muertes solo son castigadas por la indiferencia. Aquí, cuando el asesinato es uno como éste, ahí si se empecinan y no descansan hasta que no vean escarmiento y no pudran en una prisión de porquería al culpable. Y por supuesto la única cárcel apropiada para mi es la de Cartagena. De seguro que es para allá adonde me llevan.
»Mira María, yo lo recuerdo muy bien. Es que me parece estar viéndote cuando saliste para la iglesia, vestida de blanco, mas radiante que nunca y con el velo cubriéndote el rostro. Un velo que no sirvió ni para para ocultar lo que ya todo el mundo sabía, ni para alejar los malos espíritus, porque eso que te pasó, no puede decirse que es obra de ningún espíritu bueno. Recuerda como descendías de hazañosa los escalones de la entrada de la casa y tus manos como se extendían hacia abajo para acariciar las albahacas que al lado del camino de la entrada esbeltas y enanas te hacían el camino real que tú como cualquier otra reina merecías. Recuerda como nos movíamos de ordenados y lo elegante que estaba papá al lado tuyo. Y yo caminando dos filas detrás tuyo, al lado del pajecito y detrás de las cuatro pajecitas vestidas de blancos, me sentía con tanto orgullo como el que tú deberías estar sintiendo. Todos los niños con sus corona de laureles te acompañaban sin creer en nadie, pero sobre todo las pajecitas con esas sonrisas brillantes estaban que ni tocaban el piso con los pies. Parecían levitar sobre la arcilla dura de la acera y continuaron así hasta llegar a la iglesia, sin ensuciarse las sandalias con la arena de la calle. Los laureles eran de verdad y no de mentira como los de otros pajecitos, pero lo que yo sentía era el olor de las albahacas, que cuando las tocaste, soltaron ese aroma que me ha perseguido desde entonces. ¡Habría que haber estado ahí para saber como olían de rico esas albahacas!
»No puede ser justo que este malparido del Rigo se haya permitido hacerte esto. Es que cada vez que lo recuerdo se me retuerce el estomago de la pura rabia. Parece que ahora mismo te estuviera viendo salir de la iglesia hermosa como nunca, con tu velo descubierto, después de haber recibido tu único beso de mujer casada. Recuerda como estaba todo el pueblo sorprendido. ¡Pero no debe decirse que no!, no puede decirse que la gente no estaba también gozosa. Te puedes imaginar con lo caliente del chisme, en este pueblo donde lo único más grande que el tremendo descuido a que nos tienen sometidos, es la lenguota de sus habitantes, una noticia como este es motivo pa' mucha habladuría y murmuración y claro todos le sacaron provecho. Es que lo que los ojos del montón de curiosos vieron fue que saliste casada y sola, por la puerta de la iglesia que no escogió el desgraciado. No ves que hasta el mismo Cristo, manos extendidas, inocente impávido, sangrando por fuera como tu lo hacías por dentro, fue testigo mudo de tu fracaso. Pero dime, que mas se podía pedir si a todos nosotros nos concedieron el dichoso libre albedrío. Si, dime que podía hacer el Cristo para evitar que el Rigoberto saliera por la otra puerta y no se supiera de él más nunca, acaso no era él libre de tomar sus propias decisiones, por más absurdas y puercas que parezcan.
»Yo no sé de ninguna otra que hayan plantado de esa manera. Bueno, pero es que a la larga no se puede decir que te dejaron plantada; porque el desgraciado del Rigoberto entró como si nada, como si estuviese contento; mejor dicho como si estuviese convencido o como si no estuviese obligado. Y tu tan radiante, la novia mas hermosa que ha tenido este pueblo, lo desposaste cumpliendo todas las malditas tradiciones. Y la iglesia que estaba adornada tan hermosa con esas flores que para mi no olían, porque el olor que yo seguía sintiendo era el olor de las albahacas que tu habías tocado. Y el Rigo descarado hasta al padre Juaco le sonreía y cuando le preguntaron contestó que sí; y no, fíjate que no, cuando salió de la iglesia lo hizo por otra puerta.
»Acuérdate que nosotros teníamos la casa muy bonita: con guirnaldas, globos y flores por todas partes y un pastel de tres pisos que nadie se comió porque nos quedamos esperando al novio y no pudimos gozar de la fiesta que mi padre les tenia preparada. Es que ni el consomé de pollo, embombado como estaba al día siguiente, olía para mi, porque yo lo que todavía seguía sintiendo era el olor de las albahacas, que se han empecinado desde entonces en hacerme recordar el momento.
»Y tu, mi hermana del alma, estuviste con nosotros sin hablar con nadie, hasta que un día después de muchos meses, nos despertamos y no te encontramos tampoco en casa. Y yo por supuesto no quería que algo como esto se repitiera en la familia ni que mi padre volviese a pasar por lo mismo. Juro que no quería y que todo lo que hice fue para que no pasara algo como eso otra vez. Por eso yo creo que no se debe obligar a nadie. Yo creo que mi padre cometió un error en obligarlo, y el vergajo se lo demostró. Sí, obedeció, se casó, pero de todos modos te dejó vistiendo santos desde el mismísimo día de tu boda. Si él no quería casarse, para que obligarlo de esa manera tan… Parece que se acerca el comandante…
»Por eso esta vez me le encaré a mi padre y le pedí que me dejara arreglar las cosas a mi manera, que yo sabia que hacer. Y mi padre, el pobre, reconociendo que se equivocó la primera vez, lo dejó todo por mi cuenta. Así que cuando vine a la estación de policía, lo hice porque quería arreglar las vainas a lo bueno. Quería que Sisario pagara por lo que había hecho, que pagará como pagan los verdaderos hombres, y no que fuera un cobarde como lo fue tu esposo Rigoberto. Quería que supiera que la virginidad que se había llevado consigo era valiosa y que debía respetar. Si por que así como lo enseñan las monjas, yo creo que todo virgo vale la pena.
»Por eso cuando lo pienso bien todavía no sé si lo que yo quería era hacerlo pagar sólo por lo que hizo, o si quería que pagara también por lo que se llevó tu marido.
»Es que si te pones a pensar te das cuenta que el de los encuentros en el cementerio era otro. Aquellas noches era solo pajaritos en el aire y promesas de felicidad. Pero no, después me enteré, que el hijueputa tenia pensado casarse con otra y dejar vistiendo santos a otra de la familia. Mientras tanto a mi me hacia pensar lo contrario y por eso me había imaginado a mi padre volviendo a sonreír, Pero no, el Sisario este, era también un engañoso y utilizaba todas sus habilidades para mentir.
»Yo me sentí de repente con la obligación de hacerlo pagar. A ver si con un ejemplo como este todo el resto de cabrones se abstiene de hacer algo parecido. Las tumbas, cruces, flores, imágenes de santo y todo lo que tiene el bendito cementerio son testigos de que lo que se tomó este desgraciado lo cogió por el amor que se le tenía y no por otra vaina. Y yo nunca me imaginé que era hacia allá, hacia el cementerio, el lugar de sus mentiras, adonde el iba a ser dirigido mas tarde por mi propia rabia.
»Cuando llegué a la Estación, el policía en la puerta parecía estar esperándome, y eso no me extrañó porque en este pueblo hasta lo que uno piensa hacer se vuelve chisme. Después se levantó de la banca donde estaba sentado y me hizo entrar y caminar hacia donde estaba el secretario para que pusiera el denuncio. Luego salió a seguir cuidando la puerta.
»Fue a el secretario al que le conté todo, pero el gordiflón del comandante, que ya estaba almorzando, paró los oídos y se puso a chismosear. El secretario casi que ni me miraba sino que estaba concentrado en el Dell ese nuevecito que tienen ahora, a la que le daba de puyazos con sus dos dedos índices haciéndole repicar las pobres teclas ‘tac tac, tac….' Y me incliné para ver como aparecían las letras por la pantalla ‘siendo las 10:55 de la mañana del día 24 de abril del año 2006, bla, bla, bla …' Y fue entonces que me di cuenta de lo temprano que había abierto la olla el comandante. Entonces conté toda la verdad y le dije al secretario que el Sisario tenia que pagar, que las cosas habían de arreglarse por las buenas.
»Para decir la puritana verdad yo tenia también un poquito de pena pero una lejana sospecha o por lo menos bien por adentro creía que él iba arrepentirse. Pero ellos, que parecían estar gozando con la situación, y que con una sonrisa medio boba estaban parándole bola a todo lo que yo decía, tenían que sospechar que no, y de seguro que por dentro tenían que desear que algo malo pasara. ¿Por qué no me revisaron a ver si yo tenia un arma? A lo mejor hasta querían que éste fuese el desenlace de la historia. A ver si con un muerto pasional pueden disfrazar todas las muertes que se dan en este pueblo asqueroso. Por eso no hacían tanta fuerza ni el comandante, ni el secretario, ni tampoco el policía de la puerta me revisó. Y no, mas bien el comandante hizo llamar a Sisario enseguida para que viniera a saldar sus cuentas y el policía de la puerta salió bien diligente a buscarlo de una vez.
»Fíjate como son las vainas, Sisario que siempre fue difícil de encontrar, y que cuando era solicitado, nadie sabía de el, hoy si se hizo ver enseguida, y vino a a la estación a verme manso como nunca, como si él mismo fuese otro de los cómplices de su propia muerte.
»Hasta ese momento yo tenía pensado hacer todo lo posible por evitar un desenlace fatal y no usar el arma que tenía escondida. ‘Si se niega y dice, que se va a casar con la otra, le armo un escándalo y le pregunto que por que hizo entonces tantas promesas, y se las voy a recordar una por una, para que el comandante, el secretario y todo el pueblo se enteren de la clase de cobarde que es.’ Era lo único que pasaba por mi mente, y era en eso que mi pensamiento estaba ocupado cuando le abrieron la reja de la entrada.
Sisario había dado solo unos pasos en la estación de policía cuando me di cuenta que el cielo estaba ya cubierto por las nubes negras que se derraman ahora, porque con él entró una sombra oscura y sentí en la piel una brisa fría que me puso la piel de gallina y eso nada mas me pasa cuando va a llover. Fue entonces cuando el olor de las albahacas se adentró más por mis sentidos y no me dejó sentir el de la lluvia y enseguida me olvidé por completo del aguacero que se venía.
»Con la elegancia y engreimiento que siempre tuvo; casi como si no quisiera pisar, como si temiera que el barro de sus abarcas fuese a contaminarse con el piso de la comisaría, avanzó en línea recta hacia el secretario, mirándome solo de reojo. Venía vestido de Jeans y con esa camisa azul verdosa que me trae tantos recuerdos. Y vi que ésta hacia juego con el color de las paredes de la comisaría y que traía su mechón de pelo negro medio colgado hacia la derecha de su frente y por primera entendí porque sus cejas encontradas volvían locas a tantas idiotas. Entonces estuve con la tentación de dejarlo hablar de permitirle defenderse, de dejarme convencer nuevamente. Cuando finalmente me miró de frente, sentí la misma ternura de siempre y en mi inocencia pensé entonces que el hijueputa estaba decidido a arrepentirse y que lo que venia era felicidad para ambos y que yo había hecho lo correcto y por un instante me alegré por haber venido y me dije: ¡he hecho bien en dirigirme aquí, a la estación de Policía!
»Por eso cuando el desgraciado, para contestarle al comandante, manoteó y me miró a los ojos diciendo que ni siquiera me conocía, el olor de las albahacas me penetró la conciencia y no pude soportar más. Saqué el revolver y le metí a él los seis tiros que, tu esposo y él, tenían ambos merecidos.
»Para ese momento ya el olor de la albahacas se me había pegado a las paredes del cráneo y solo tenía las fuerzas precisas para mirar lo que acababa de hacer. Primero lo vi trastabillar hacía atrás, y luego lo vi recuperarse y venirseme pa' encima, tan enorme como es. Pero ya cuando estuvo bien cerca se cayó en sus rodillas como si alguien le hubiese hecho el yuca asá. Fue en esos momentos que lo vi como en el fondo quería verlo, arrodillado frente a mi con ojos de suplica. Luego lo vi encorvarse hacia adelante, no se si por el dolor o por la pena con la boca abierta como para decir algo y los ojos abiertotes por la sorpresa. Después me pareció que le habían vueltos las ganas y que alzaba los brazos y se enderezaba como para darme un puñetazo, pero de inmediato puso las manos en el estómago como si fuera a vomitar y comenzó a ladear el pescuezo y doblarse poco a poco hasta quedar acostado en posición de feto en el suelo, todo paliducho con un hilo de sangre saliendo por la esquina de su boca y con el puro miedo brotándole por los ojos. Todo pasaba rápido, pero mi mente lo registraba enterito.
»Hasta ese momento no había dejado escapar ninguna palabra de reclamo y todo daba a entender que se iba a morir sin decir nada más. Además vi que su piel iba perdiendo brillo y se iba poniendo blanca mate como el papel. Yo nunca lo había visto así de indefenso y me dio mucha lástima, pero cogí fuerzas para no mostrar mi debilidad.
»Ni el comandante, ni el secretario ni yo hicimos ningún movimiento para ayudarlo, como si tuviésemos la seguridad de que ya no podía hacerse nada para salvarlo y tan solo estuviésemos esperando el desenlace final. Sin movernos, lo observamos acomodarse boca arriba y dejar su cuerpo quieto estirado. Solo sus piernas le siguieron temblando por unos momentos más.
»En la calle, alrededor de la puerta de la inspección, el polvo se levantaba por el zapateo de los curiosos que atraídos por los disparos se habían aglomerado, asomándose por la reja, a pesar de que ya el cielo dejaba caer las primeras gotas gruesas del aguacero y de la insistencia del policía de la puerta por dispersarlos. Tuve tiempo para ver algunas caras de asombro que veían su cuerpo en el suelo, y fue entonces cuando fui consciente de lo certero de mis disparos. Los últimos cinco tiros debieron entrar por el mismo orificio que hizo el primero, porque lo que vi fue un solo hueco grande en el pecho de Sisario y una pasta roja que se le regaba por la camisa. Enseguida tuve la seguridad de que eso que te pasó a ti no iba repetirse y que el orificio tenía suficiente tamaño para dejarle escapar la vida. Pero ésta se le estaba yendo despacio y el temblor en que sus rodillas se debatían solo se disipaba con los segundos. Al rato sus piernas se detuvieron y cerró los ojos, y yo pensé que ya estaba muerto. Pero la vida no había acabado de salírsele y al final tuvo tiempo para abrirlos nuevamente y hablarme, y yo tuve la oportunidad de escucharlo por ultima vez. Con la voz apagada, pero mas dulce que nunca, me dijo sus ultimas palabras, me hizo su ultima pregunta.
»–¿Que me haz hecho Jaela?
»Este fue el único momento en que el alma se me pudo haber llenado de arrepentimiento, pero entonces ya el comandante había dejado de comer y me apuntaba con su revolver. Aunque yo no le quitaba entonces los ojos de encima a Sisario, pude oír al comandante chuparse los dientes, escupir y decirme que soltara el arma y alzara las manos. Pero ya mi revolver estaba en el piso y yo no tenía fuerzas para alzar los brazos. Así que sin inmutarme, tratando de sacar de mí la misma sonrisa que Sísario decía que le gustaba tanto, y con la misma rabia que ahora me está pudriendo por dentro, le grité como para que todo el pueblo escuchara:
»–¡Ahora si me conoces maldito!
»Estas albahacas deben estar volviéndome loca, porque en el momento que le grité ya el pobre estaba muerto, el aguacero se nos había venido encima y la gente huía despavorida. Entonces fue que me arrastraron por las mechas a este calabozo de mierda donde veo tu imagen.
»Seguro que me llevan a Cartagena, allá es adonde hay una cárcel para mujeres."
Y partir de ahí empezó a sollozar y al rato se quedó callada y no pronunció otra palabra. Yo por mi parte esperé un rato más, reflexioné y luego me alejé con la esperanza que la catarsis que produce escribir lo que ahora tú lees me permitiría alguna vez olvidarla.
FIN