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Lo Sobrenatural
El crítico estructuralista francés (de origen búlgaro) Tzvetan Todorov ha propuesto dividir los relatos de tipo sobrenatural en tres categorías: lo maravilloso, cuando no es posible una explicación racional de los fenómenos sobrenaturales; lo extraño, cuando la hay; y lo fantástico, cuando la narración vacila, sin poder decidirse, entre una explicación natural y otra sobrenatural.
Un ejemplo de lo fantástico en este sentido es la famosa historia de fantasmas de Henry James titulada Otra vuelta de tuerca. Una joven es nombrada institutriz de dos niños huérfanos en una aislada mansión campestre y ve figuras que se parecen, diríase, a la antigua institutriz y al infame criado que la sedujo, ambos actualmente muertos. Se convence a sí misma de que esos malvados espíritus han tomado posesión de los niños e intenta exorcizarlos. En el clímax de la historia ella lucha con el fantasma masculino, con quien se disputa el alma del niño varón, Miles, y el niño muere: «su pequeño corazón, desposeído, se detuvo». La historia (que es narrada por la institutriz) puede ser, y ha sido, leída de dos maneras diferentes, que corresponden a «lo maravilloso» y «lo extraño» en la clasificación de Todorov: o bien los fantasmas son «reales» y la institutriz entabla una lucha heroica contra el mal sobrenatural, o bien son proyecciones de sus propias neurosis y frustraciones sexuales, con las cuales asusta al niño que está a su cargo hasta provocar su muerte. Muchos críticos han intentado en vano demostrar que su propia lectura, sea la una o la otra, es la correcta. Lo más característico de la historia en cuestión es que todo lo que hay en ella es susceptible de una doble interpretación, lo que la hace invulnerable al escepticismo del lector.
La tipología de Todorov es útil para provocar la reflexión, aunque su nomenclatura (le merveilleux, l’étrange, le fantastique) es confusa cuando se traduce al inglés, lengua en la que the fantastic es habitualmente lo opuesto, sin ambigüedad alguna, a the real, y the uncanny (que puede traducirse por ‘extraño’, pero también por ‘siniestro’) parece un término más apropiado para caracterizar una historia como Otra vuelta de tuerca. También podemos poner peros a su aplicación. El mismo Todorov se ve obligado a admitir que hay textos que se sitúan en la frontera entre dos categorías y deben calificarse de «fantástico-extraño» o «fantástico-maravilloso». El cuento de E. A. Poe «William Wilson» es un ejemplo de ello. Aunque Todorov lo interpreta como una alegoría o parábola de una conciencia intranquila y, por lo tanto, según su propia clasificación sería «extraño», contiene ese elemento de ambigüedad que para él resulta esencial en lo fantástico.
«William Wilson» es una historia de Doppelgänger. El narrador epónimo, que empieza confesando su propia depravación, describe su primer internado como un edificio viejo y raro en el cual «era difícil, en cualquier momento, afirmar con certeza en cuál de sus dos pisos se encontraba uno» (el juego de palabras es seguramente intencionado, porque stories significa ‘pisos’ e ‘historias’). Allí tenía un rival que llevaba el mismo nombre, había ingresado en la escuela el mismo día, cumplía años en la misma fecha y presentaba una gran semejanza física con el narrador, semejanza que explotaba imitando satíricamente el comportamiento de éste. El único aspecto en el que ese doble difiere del narrador consiste en que sólo puede hablar en susurros.
Wilson ingresa en Eton y luego en Oxford, mientras se va degradando cada vez más. Siempre que comete algún acto particularmente odioso, invariablemente aparece un hombre vestido con ropa idéntica a la suya, que esconde la cara pero murmura «William Wilson» en un inconfundible susurro. Cuando el doble pone al descubierto sus trampas en el juego de cartas, Wilson huye al extranjero, pero por todas partes le persigue el Doppelgänger. «Una y otra vez, en secreta comunión con mi propio espíritu, yo formulaba las preguntas: “¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué busca?”». En Venecia, Wilson está a punto de acudir a una cita adúltera cuando siente «que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro». Loco de rabia, Wilson ataca a su perseguidor con la espada.
Está claro que uno puede explicar el doble como una alucinación de Wilson que encarna su propia conciencia o la mejor parte de su yo y hay varios indicios de ello en el texto. Por ejemplo, Wilson dice de su doble en el colegio que tenía «un sentido moral… mucho más agudo que el mío», y nadie más que él parece percibir la semejanza física entre ambos. Pero la historia no tendría el poder de evocación, de fascinación, que tiene si no confiriese al extraño fenómeno aspectos concretos que lo hacen creíble. El clímax del relato es particularmente hábil en su ambigua referencia al espejo. Desde un punto de vista racional, uno puede formular la hipótesis de que, en un delirio de culpa y de odio contra sí mismo, Wilson ha tomado por su doble lo que en realidad es su propia imagen en el espejo, la ha atacado y se ha mutilado a sí mismo en la lucha; pero desde el punto de vista de Wilson parece haber sucedido lo contrario: lo que él toma en un primer momento por un reflejo de sí mismo resulta ser la figura cubierta de sangre y moribunda de su doble.
Los cuentos extraordinarios clásicos invariablemente usan narradores en primera persona e imitan formas documentales de discurso como confesiones, cartas y declaraciones para hacer más creíbles los acontecimientos. (Pensemos en Frankenstein de Mary Shelley y en Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson.) Y esos narradores tienden a escribir en un estilo convencionalmente «literario» que en otro contexto uno podría considerar insoportable de tantos tópicos como emplea: por ejemplo, «frenesí de excitación», «la fuerza de toda una multitud», «brutal ferocidad», en el primer párrafo de este extracto. Toda la tradición de horror gótico a la que pertenece Poe, y a la que dio un poderoso ímpetu, está llena de buena-mala literatura de este tipo. La previsibilidad de la retórica, su misma falta de originalidad, garantiza la credibilidad del narrador y hace su extraña experiencia más creíble.
Tomado de: David Lodge, El Arte de La ficción (1992)
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