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Confesiones de una mujer

Guy de Maupassant
Me ha pedido usted, querido amigo, que le cuente los recuerdos más vivos de mi vida. Soy muy vieja, sin parientes ni hijos; por eso puedo confesarme libremente con usted. Prométame tan sólo no revelar nunca mi nombre.

Fui muy amada, como usted sabe; y yo misma amé a menudo. Era muy bella; puedo decirlo hoy que no queda nada de ello. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Habría preferido morir antes que vivir sin afectos, sin un pensamiento siempre pendiente de mí. Las mujeres pretenden con frecuencia amar una sola vez con toda la fuerza de su corazón; me ha ocurrido a menudo querer tan apasionadamente que creía imposible que mis arrebatos pudieran tener fin. Y, sin embargo, se apagan siempre de forma natural, como el fuego al que falta la leña.

Hoy le contaré mi primera aventura; no fue por culpa mía, pero ella determinó todas las demás.

La horrible venganza de ese espantoso boticario de Pecq me ha traído de nuevo a la mente el drama espantoso al que tuve que asistir a mi pesar.

Llevaba casada un año con un hombre rico, el conde Hervé de Ker…, un bretón de vieja estirpe al que, naturalmente, yo no amaba. El amor, el verdadero, tiene, en mi opinión, necesidad de libertad a la vez que de obstáculos. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es acaso amor? Un beso legal no valdrá nunca lo que un beso robado.

Mi marido era de alta estatura, elegante y con maneras de auténtico señor. Pero no era inteligente. Hablaba de un modo tajante, expresando pareceres que cortaban como cuchillos. Se notaba que su mente estaba llena de ideas preconcebidas, inculcadas por su padre y su madre, que las habían recibido a su vez de sus antepasados. No dudaba nunca, tenía acerca de todo una opinión inmediata y limitada, sin vacilar nunca ni comprender que podía existir otra manera de ver las cosas. Se notaba la cerrazón de aquella mente, por la que no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y orean el espíritu igual que el viento que entra en una casa donde se han abierto de par en par puertas y ventanas.

El castillo en que vivíamos se encontraba en unas tierras completamente desiertas. Era un gran edificio triste, enmarcado por unos enormes árboles cubiertos de musgo que hacían pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque era un verdadero bosque, circundado por un hondo foso, auténtico foso defensivo, y al fondo, del lado del páramo, había dos grandes embalses llenos de cañaveras y de plantas flotantes. Entre ellos, a orillas del riachuelo que los unía, mi marido había hecho construir una pequeña cabaña para dispararles a los patos salvajes.

Aparte de los criados ordinarios, había un guarda, una especie de bruto fiel a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, muy apegada a mí. Me la había traído de España, cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana, con su tez morena, sus ojos negros, sus cabellos espesos como un bosque y siempre erizados en torno a la frente. Tenía entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Estábamos a comienzos de otoño. Se iba mucho de caza, tanto en nuestros dominios como en los de nuestros vecinos; y puse mis ojos en un joven, el barón de C…, cuyas visitas al castillo se hacían particularmente asiduas. Luego dejó de venir, y yo no volví a pensar más en él; pero me di cuenta de que mi marido se comportaba conmigo de un modo distinto.

Parecía taciturno, preocupado, no me besaba ya; y aunque no entrara nunca en mi alcoba, que yo había querido que estuviese separada de la suya para estar un poco sola, oía a menudo de noche unos pasos acercarse furtivamente a mi puerta y alejarse al cabo de un momento.
Dado que mi ventana estaba en la planta baja, me pareció a menudo también oír a alguien merodear en la oscuridad en torno al castillo. Se lo hice saber a mi marido, que me miró de hito en hito durante unos instantes, y contestó:

—No hay nadie: es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando estábamos terminando de cenar, Hervé que, cosa rara en él, parecía muy alegre, de una alegría un tanto burlona, me preguntó:

—¿Le gustaría pasarse tres horas al acecho para matar a un zorro que viene todas las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida: vacilaba; pero, como él me miraba con extraña persistencia, acabé por responder:

—Por supuesto, querido.

Preciso es que le diga que yo cazaba el lobo y el jabalí como un varón. Era, pues, algo muy natural que se me propusiera ese acecho.

Pero, de pronto, mi marido pareció extrañamente nervioso; durante toda la noche no hizo sino agitarse, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacia las diez me dijo de repente:

—¿Está lista?

Me levanté y, mientras él me alargaba el rifle, pregunté:

—¿He de cargarlo con bala o con balines?

Pareció sorprendido y dijo:

—Con balines; será suficiente, no le quepa duda.

Al cabo de unos instantes, añadió con tono extraño:

—Puede enorgullecerse de tener una gran sangre fría…

Me eché a reír:

—¿Yo? ¿Y por qué? ¿Sangre fría para ir a matar un zorro? ¿En qué está pensando, amigo?

Y he aquí que nos ponemos en camino, sin hacer ruido, a través del parque. Todos en casa dormían. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban mostraban en la punta dos manchas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de esa noche clara y triste, agradable y pesada, que parecía muerta. Ni un temblor de aire, ni un croar de sapo, ni un gemido de lechuza; gravitaba sobre todo un lúgubre sopor.

Una vez bajo los árboles del parque, sentí un gran fresco y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada: estaba a la escucha, observaba, parecía que quisiera husmear en la oscuridad, dominado totalmente por la pasión de la caza.

Pronto llegamos a orillas de los embalses.

Su cabellera de juncos estaba inmóvil, ninguna brisa la acariciaba; pero el agua se veía recorrida por unos estremecimientos casi imperceptibles. A veces, se movía un punto en la superficie y partían de él unos ligeros círculos semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la cabaña donde habíamos de apostarnos, mi marido me hizo entrar primero a mí, luego armó lentamente su rifle y el ruido seco del rastrillo de la llave me produjo un extraño efecto.

Él advirtió mi estremecimiento y me preguntó:

—¿Acaso le basta con esto? Entonces, puede irse.

Respondí, bastante sorprendida:

—De ninguna manera. No he venido para irme. Pero, ¿sabe?, esta noche está usted muy raro.

Murmuró:

—Como quiera.

Permanecimos inmóviles.

Cerca de media hora después, dado que nada turbaba la pesada y límpida claridad de la noche otoñal, dije en voz muy baja:

—¿Está seguro de que pasará por aquí?

Hervé se sobresaltó, como si le hubiera mordido, y, con la boca en mi oído, dijo:

—Sí que lo estoy: escuche.

Y se hizo de nuevo el silencio.

Creo que comenzaba a amodorrarme cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, demudada, dijo:

—¿Lo ve, allá, debajo de los árboles?

Por más que yo miraba, no distinguía nada. Y lentamente Hervé encaró el rifle, sin dejar de mirarme fijamente a los ojos. También yo estaba lista para disparar, cuando he aquí que aparece a unos treinta pasos delante de nosotros, en plena luz, un hombre que avanzaba a paso ligero, con el cuerpo inclinado, como si huyese.

Me quedé tan pasmada que lancé un gran grito; pero antes incluso de que pudiera darme la vuelta una llama cruzó por delante de mis ojos, un disparo me aturdió, y vi al hombre rodar por tierra como un lobo que recibe una bala.

Empecé a dar agudos gritos, espantada, enloquecida; entonces una mano furiosa, la mano de Hervé, me aferró la garganta. Fui arrojada al suelo, luego levantada por sus robustos brazos. Corría, llevándome en volandas, hacia el cuerpo extendido sobre la hierba, y me tiró encima de él con violencia, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme y ya levantaba el talón sobre mi cabeza, cuando a su vez fue aferrado, derribado, sin que yo hubiera podido comprender aún qué estaba pasando.

Me levanté de golpe y vi, arrodillada sobre Hervé, a mi doncella Paquita, la cual, agarrada a él como un gato enfurecido, convulsa, fuera de sí, le arrancaba los pelos de la barba, de los bigotes y la piel del rostro.

Luego, como cambiando bruscamente de idea, se levantó y, echándose sobre el cadáver, lo abrazó, comenzó a besarlo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando la respiración y el beso profundo de los amantes.

Mi marido, que se había levantado, miraba. Comprendió y, dejándose caer a mis pies, dijo:

—Perdóname, querida, he sospechado de ti y he dado muerte al amante de esta muchacha. El guarda me ha engañado.

Yo miraba los extraños besos del muerto y de la viva; y los sollozos de ella, y sus arrebatos de amor desesperado.
​

A partir de aquel momento comprendí que le sería infiel a mi marido.

FIN


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