¡Sí!, ¡que estoy loco!, ¡eso es lo que dicen muchos!, pero créanme por favor, créanme lo que les voy a decir, a Afrodita no la conocía desde hace mucho tiempo, la conocí esta semana, y la conocí en el tren.
¡Sí!, ¡claro que sí!, la historia que voy a contar es escalofriante y antes que otra cosa parece una gran mentira, pero quiero que sepan que no hay uno solo de los eventos que la constituyen que no sea una verdad irrefutable. Tan solo por lo valioso que han sido para mí cada uno de esos acontecimientos, por el papel fundamental que jugó la geografía humana que me rodea, y solo con la firme finalidad de aumentar su hasta ahora tan desacreditada credibilidad, considero de crucial importancia que antes de empezar a relatar mi historia, ustedes sepan algo más acerca de mí y del ambiente en que vivo.
¡No soy casado! Soy matemático. Trabajo como actuario en una compañía de seguros de la ciudad y vivo en un apartamento de soltero ubicado en un edificio de mala muerte, que como cualquier otro edificio de este mundo —de mala muerte o no— se encuentra ubicado en el vértice primario y común de infinitos triángulos isósceles. Quiere la suerte, que contrario a lo que piensan mis compañeros de trabajo, mis antiguos compañeros de escuela y con casi toda seguridad la mayoría de mis vecinos, para mi es la bienhechora o malhechora de casi todo lo que existe (de ahí mi amor y completa dedicación a todo lo que devengue de la teoría de probabilidades), que unos de los triángulos isósceles a los que pertenece mi edificio tenga los vértices de la base ubicados en las dos estaciones más orientales del metro. La ubicación me permite por la mañana cuando voy para el trabajo caminar hacia el Este a la estación Kennedy, que como ustedes saben es la estación en el extremo Este del metro; o caminar hacia el Sur, hacia la Warden, que es la única estación contigua. Fue en esta última estación que empezaron a verificarse los sucesos que estoy a punto de comenzar a narrar.
La isoscélidad de mi ubicación con respecto a esta dos estaciones no es del todo completa. En realidad, y esto es solo por la ubicación de las puertas de salida del edificio y la de mi propio apartamento, si por la mañana cuando me voy para el trabajo camino hacia la Kennedy, me ahorro 76 pasos de mi andar diario. Si en cambio saliendo hacia el trabajo a la misma hora, camino hacia la Warden y abordo el segundo vagón del tren, me ahorro cada día, 3 minutos de los sueños de mi vida. Esto ultimo resultará mas fácil de entender si les digo que este segundo vagón es el que se detiene mas cerca a las escaleras eléctricas de la estación St. George adonde hago el primer y único transbordo matutino cuando voy para mi trabajo. Como conservo una particular predilección por todas las cosas que atañen en forma directa al tiempo y como mi instinto me lleva en forma errónea (que más podríamos esperar de la creatividad del azar) a anteponer y separar a aquel de las circunstancias anexas en sus fundamentos a los conceptos de espacio y ahorro de energía, de lunes a viernes camino sin falta hacia la Warden, abordó el tren y me voy de pie (que otra cosa puedo hacer, si ya todos los puestos están ocupados) agarrado con una única mano leyendo algún libro que aferro con la otra.
¡Bueno bien!, el lunes de esta semana, tal y como lo hago cualquier otro día de oficina, abordé a las 7:48 en la Warden, el segundo vagón del tren que había salido a las 7:45 de la Kennedy, y si vi a Afrodita al frente mío, ahí sentada junto a la ventanilla, no fue porque soy observador o ando pendiente de los otros pasajeros, que entre otras cosas andando con el mismo apuro y con la misma esperanza viajan sin conversar en los trenes de la mañana. Yo, como todos los demás, soy un solitario de cinco días, un metido en mi mismo empedernido, un lector en movimiento. Ustedes saben como nos trasladamos todos: audífonos en las orejas; cabeza enterrada, ojos clavados en el iphone, en el ipad, o en el aparato que este de moda; o a los que no nos ha alcanzado la moda, en el libro o en el periódico; o a los pobrecitos que olvidaron que traer o que coger, en las propagandas del metro. Pero nunca en la figura de nadie, ni en las cosas de alguien y mucho menos en los ojos de un compañero de viaje. Yo en particular, que es de mi de quien puedo hablar mejor, me siento y no miró ni toco a nadie, abro el libro y lo penetro y no lo suelto hasta que el altavoz me avisa que llegamos a la St. George. Lo que pasó este lunes, que lo hizo diferente en esencia a otros lunes, fue que el señor éste, que es más apurado que todos, que se sube en la Kennedy y se baja en la Warden, que a toda velocidad, encima de todos nosotros y sin pedir permiso hace la limpieza del tren; no solo me tropezó, sino que alcanzó a arrancarme el libro de la mano. Y el libro cayó entre los pies de Afrodita y cuando fui a coger el libro le rocé el marfil de sus canillas desnudas y las sentí heladas y tuve que pedirle perdón y como no me contestó la miré a los ojos para implorarle.
Tenia una cara tan sencilla, de manera tan meticulosa oriental; unos ojos almendrados, un maquillaje de pasta rosada y tenue, unos labios de carmesí postizo, una cabellera lacia y negra cayéndole sobre el hombro izquierdo hasta la altura de sus senos, un cintillo amarillo con rombos verdes que se la fijaba, un vestido de flores sin mangas y sin chaqueta que encontré muy liviano para la temperatura de estos días, y un cuerpo tan inmóvil que me pareció que en la capa delgada del espacio que le circundaba no transcurría mi tan apreciado tiempo. Cuando pasé la mano al frente de su cara tratando infructuoso de hacerla pestañear, sus ojos negros permanecieron tan fijos que pensé que, en esos momentos, con ellos penetraba en los misterios del silencio que la rodeaba y que a su vez este silencio se introducía en ellos, poseía su cuerpo y paralizaba por completo su interior. Y en mí creció la envidia por esta calma eterna, por este silencio que por la mescolanza de idiomas, ritmos y tonalidades en que se hace realidad, para mi es indescifrable. Y ella permaneció, así de estática como la encontré, durante el resto de nuestro viaje en el tren, mientras yo extasiado y de pie al frente de ella, observaba en una seudo parálisis de media hora y contados pestañeos su hermosa quietud.
Ese día en mi trabajo a ratos pensaba en ella, y en la noche, a pesar de que su imagen apenas se empezaba a diluir, me acosté sin ninguna esperanza de soñar. Sin embargo, en la vigilia prolongada de esa noche, mi cuerpo boca arriba a ratos invocaba su presencia, y mi mente por momentos trataba infructuosa de fijar su figura. Imagen que con los minutos, a pesar de los esfuerzos que hacía para retenerla, se disolvía intermitente entre los axiomas, teoremas, lemas y corolarios que me acompañan cada día. Un buen rato más tarde, cuando la oscuridad por fin llegó a mi alma, la observé suspendida por los aires a la altura del octavo piso adonde vivo, mirándome con ojos apesadumbrados atreves del vidrio de la ventana. En la visión, sus pómulos habían perdido las formas, el color de su maquillaje se había desvanecido y solo sus labios de rubí conservaban su brillo. Entonces la oí pronunciar mi nombre, mientras su cuerpo se deshacía y yo inutilizado por alguna energía desconocida no encontraba las fuerzas necesarias para evitar su despedida.
¡Juro y declaro que no fue amor a primera vista! Afirmó solemne y rotundo que al despertar al día siguiente la imagen en mi cerebro había prácticamente desaparecido, y estoy seguro de que en cuerpo y alma habría vuelto a mi rutina, de no ser porque a las 7:48 de la mañana cuando subí al vagón acostumbrado, por alguna causa desconocida mis ojos buscaron su figura con la mirada y la encontraron ahí sentada envuelta en el mismo vestido, tan inmóvil y con la mirada tan perdida como la del día anterior. Aseguró bajo la gravedad de lo que sea, que fue desde ese preciso instante en que la encontré por segunda vez, que he sentido el tormento de su imagen fija en mí y que mi espíritu no ha podido descansar. Que fue entonces que mi imaginación le puso nombre, y que fue desde esos momentos en que desde mis bien escondidos adentros empecé a llamarla Afrodita. Que es desde ese día, que no he podido concentrarme en mi trabajo, que es desde ese martes bendito que todo me ha salido mal. Que es desde ese día, que ni SAS, ni S-PLUS, ni el mismísimo Excel me han podido comprender en nada. Que fue el Martes y no el lunes, que mi mente quedo prendida a su imagen y fue desde entonces que no pudo ocuparse en otra cosa que no fuera dibujarla a cada instante.
El miércoles la volví a ver en el mismo tiempo, puesto y vestido; y en mi cuerpo sediento se generó, tal vez con efecto aumentado, el mismo ardor del día anterior.
Pero fue el jueves, antier, cuando salí de mi desordenado domicilio decidido a hacer algo. Ese día me levanté más temprano con el firme propósito de ahorrarme 76 pasos y desperdiciar, no tres minutos sino cinco; caminando apurado, mal peinado, sin libro y sin chaqueta, hacia la Kennedy, y así poder llegar unos dos minutos antes, y esperar para abordar el mismo vagón del mismo tren, al comienzo de su recorrido. Por supuesto que a las 7:45 no es el comienzo de la jornada del tren. En realidad el tren se esta moviendo desde mas temprano y a esta hora proviniendo del suroeste se detiene en la Kennedy para cambiar de dirección en su recorrido. Los pasajeros que vienen del Oeste se bajan, los que van a ese destino se suben, y el tren cambia por completo de pasajeros, repitiendo su historia, y confirmándole a otros desprevenidos el motivo de su existencia.
Mientras el tren se acercaba y yo lo esperaba intranquilo, mi vista recorría la estación tratando de encontrarla. Quería ver si venía con alguien. Quería verla caminar y ver como se sentaba en ese puesto todos los días. Pero por mucho que mis ojos buscaron en caras desconocidas no vi, ni a ella ni a ningún supuesto acompañante. Entonces mi pensamiento deambuló por segundos entre diferentes posibles explicaciones de lo que sucedía. Tal vez no viene hoy. Tal vez se encontró hoy con alguien y éste se hizo ya cargo de ella. Tal vez no trabaja los jueves. O tal vez, como todos los días, llega precisó antes de que arranque el tren, y debo sentarme al lado de donde siempre se sienta y esperarla. Con ese último pensamiento observé llegar al tren y una vez éste se detuvo y sus puertas comenzaron a abrirse, me introduje en él, abriéndome pasó, sin permiso, y sin una migaja de cortesía, entre los pasajeros que bajaban. ¡Oh Schödringer! ¡Oh De Broglei! ¡Benditos sean por siempre y bendito sea el fruto de sus resultados! Afrodita ya estaba ahí esperándome en la misma indumentaria, sentada en la misma posición que siempre y con el flanco izquierdo desocupado. ¡Gloria a ti casualidad, suerte, azar, chance querido! Sin pensarlo dos veces me senté por primera vez a su lado.
Entonces no sabía que hacer. ¿Hablar? Ni pensarlo. ¿Tocar? Soy demasiado tímido para ir tan rápido. ¿Investigar? Con seguridad nací para ello. En uno de los muchos momentos, en que ya sabía iba a pasar inadvertido para los demás pasajeros, simulé que me estiraba, y en mi estirada mi brazo pasó lo suficientemente cerca de la nariz de la durmiente como para percibir su respiración. No sentí nada. Por sus fosas nasales no salía ni entraba aire y sus párpados no se movieron en absoluto. En estos cuatro días en que había sido testigo de su presencia, ni la expresión en su rostro, ni el vestido, ni el maquillaje, ni una hebra de su cabello, habían cambiado y ahora me daba cuenta que no respiraba. Esta mujer o era una muñeca muy bien tallada o estaba muerta y yo estaba ya bastante dispuesto a averiguarlo. Entonces me decidí a tocarla. No me fue difícil asir su mano izquierda con mi derecha y tampoco me fue difícil entrelazar los dedos con los de ella, ni me dio vergüenza pellizcar con fuerza la yema de su pulgar. A nadie le importó, o mejor dicho, ni siquiera ella notó nada. No era de caucho, no era de cera y sin embargo de su boca no salió un solo quejido, ni de su nariz un solo suspiro, ni su cuerpo dejo percibir ningún movimiento. Sí, aquí estaba sentada al lado mío, como pensando, pero con seguridad la vida de esta mujer hacía rato se había extinguido. Como había fallecido, no lo se, pero lo cierto es que Afrodita estaba bien muerta, tan muerta como Annabel.
¡Quién iba a pensarlo! Estuve con su mano en mi mano durante todo el viaje, y a pesar de esto, poco es lo que consideró importante de nuestro contacto. Su mano no tenía la flexibilidad que da la vida, pero tampoco tenía la rigidez incurable de los muertos comunes. Al contacto con su piel se sentía un frío intenso, pero al mismo tiempo se percibía un pequeño ardor escondido que yo atribuí a una decadencia exponencial normal de su energía interior. Alguna clase de electrostática hacía sus vellos evasivos. Lo noté cuando los vellos de mi antebrazos se empinaron para alcanzar los de ella y en su afán desmesurado solo lograron tocar, con sus puntas hambrientas, su piel helada. ¡Sí!, su piel al tacto parecía lampiña. No había pulso, de eso me percaté.
Debe resultar obvio que traté de darle una explicación lógica a lo que pasaba. Al principio pensé que se había muerto ahí sentada pensando desde ya hace algunos días, pero luego no pude explicar que algún familiar o amigo no hubiese notado su ausencia y reclamado una búsqueda. Luego pensé que había muerto en otra parte y que alguien tratando de deshacerse del cadáver, abordaba con ella en alguna de las estaciones del sistema, y la abandonaba ahí cada día, en la misma silla del mismo vagón de sus recuerdos, con la esperanza de que alguien lo descubriese y de alguna manera se hiciera cargo. De todas formas era de esas muertas como "La Santa" de las que alguna vez me hablaron, que no necesitan, ni extremo frío, ni formol, ni bálsamos especiales, para preservarse intactas. Por supuesto que el rosado de su rostro era artificial. Bastaba verla a corta distancia para darse uno cuenta que la capa de maquillaje ocultaba un blanco-amarillo incipiente.
Durante el resto del día la pensé desesperado, y en la noche la soñé ahí en su puesto sentada y en sus ojos abiertos me vi a mi mismo algunos años atrás cuando después de una larga jornada escolar había quedado olvidado por mis padres y esperé sentado, desesperado y cabizbajo a que alguien se condoliera, y me fuera a recoger, y me llevasen a algún lugar adonde jamás me olvidaran. Entonces se me ocurrió que la muerta esperaba por lo mismo y se me antojó que él único que se condolía era yo y que por esta razón ella debía ser mía.
El viernes, ayer, cuando la vi en la mañana en la Kennedy ya estaba convencido que la muerta no tenía dueño y que yo podía llevarla conmigo. Bueno, ahora confieso, es que esto era algo que yo estaba necesitando. Para que sepan algo más acerca de mí les digo que soy mas que un sonámbulo de cinco días. No soy de los sonámbulos tradicionales que cada viernes están esperando las cinco, o más bien las cuatro de la tarde para despertar, salir corriendo a maquillarse y perfumarse y desenfrenarse y hacer del fin de semana el sentido de su vida. ¡Yo no! Yo sigo –con todo pesar lo digo–, encerrado en mi mismo; a mí el sonambulismo me dura dos días más. ¡Sí!, es cierto, yo estaba en automático pasivo los siete días, pero de entonces en adelante la situación cambiaría y por fin iba a tener compañía. Hermosa, cómoda y barata, porque es de suponer que Afrodita no hablaba ni comía.
Pero como llevármela, no tenía idea, y durante casi todo el viaje en el tren estuve escudriñando en mi pensamiento por alguna trama que me permitiera hacerlo. Apropiarse de algo que te encuentras muchas veces es tarea fácil. Si te encuentras un billete en el suelo por ejemplo, hacerlo tuyo es con seguridad nada complicado. Es más tienes dos opciones: La primera es la habitual, lo pisas, miras hacia los lados y cuando nadie esté mirando, te agachas para recogerlo. O segundo, que con seguridad resultaría más eficaz, te agachas a recogerlo una vez lo miras, y sin importarte un bledo lo que piensen los demás te lo metes en el bolsillo. ¡Sí! Recoger un billete ajeno es fácil, pero recoger una muerta no está en ningún manual, ni en ningún libro de urbanidad. Por supuesto que no iba a estar bien que me la pusiera al hombro y como a bulto de papa la remolcara hasta mi oficina. Reflexioné, reflexioné y al fin la idea llegó a mi cabeza en los momentos en que pensaba sentado al lado de ella y mi mirada atravesaba los vidrios de las puertas entre el vagón en que yo viajaba y el vagón contiguo. Dos enamorados se besaban indiferentes mientras las miradas de los otros se volvían mas evasivas. En el tren de la mañana la mirada hacia pasajeros solitarios es "cero," hacia enamorados es "negativo". Ya había encontrado la solución a mi problema.
Sin pensarlo dos veces activé mi cuerpo lo necesario para permitir un movimiento, que ahora se me antoja de contorsionista. Torcí mi tronco para darle el frente a Afrodita. Entonces, sin disimular una pizca, hice que mi mano derecha, como arácnido inquieto se abriera paso por detrás de su cuerpo, entre su espalda y la silla, hasta llegar a reposarse por debajo de su axila derecha; al tiempo que mi izquierda en movimiento parecido por debajo de sus muslos, permitía que mi antebrazo se colocara por detrás de sus rodillas. No necesité mucha fuerza para colocarla en mi regazo, ni tampoco mucha pericia para colocar su brazos sobres mis hombros para poderla besar. A pesar de no corresponder a mis besos, Afrodita era dócil. Como sospeché, nadie se inmutó. Cuando el tren se detuvo en la St. George, la levanté en vilo y cuando se abrió la puerta de nuestro vagón, como recién casados atravesamos el umbral de lo que yo suponía era la entrada a un nuevo mundo. Mientras salíamos oí a alguna puritana, gorro y nariz de bruja, decir lo que se puede traducir como “puercos”, ¡ja!, me había olvidado que los reojos de los religiosos reprimidos cubren 270 grados de circunferencia. Aparte de esta puritana, nadie hizo ni dijo nada que pudiese en peligro el comienzo de nuestro idilio. Cuando subimos las escaleras eléctricas que nos permiten el cambio de trenes, ya la sentía mía. Luego con la misma disposición abordamos el segundo tren, y después de apearnos en la St. Andrew, caminé con ella en mis brazos unas dos cuadras debajo de el otoño dorado y a través de una muchedumbre gris y afanada que no se percató de nuestra presencia. La deje sentada en la parada del bus que puedo ver desde la ventana de mi oficina y desde ahí la observé a cada rato durante todo el día de trabajo.
Durante el día muchos fueron los que se sentaron a su lado, muchachos con la ilusión de ascenso empotradas en sus corbatas de seda conchal, muchachas de chaquetas oscuras y minifaldas otoñales, ejecutivos de maletín negro y paraguas del mismo color, señoras en sastre de directoras, no floreadas, muy encopetadas, Louis Vuitton, Calvin Klein, Michael Kors, todos ellos estuvieron a su lado, pero nadie, exclusivamente nadie la toco, ni nadie le dijo nada, ni a nadie le pareció que hubiese alrededor de ella algo extraño. A eso de las 12:30 compré mi almuerzo en la tienda de sushi del primer piso del edificio de oficinas en se encuentra mi compañía y lo fui a comer sentado al lado de ella. Entonces tuvimos nuestra primera conversación. Ella prestaba atención sin interrumpir, mientras yo, por casi la primera media hora de nuestra charla, le hablaba a manera de introducción, de cada uno de los Bourbaki; en los quince minutos que siguieron me enfoqué en comentarios sobre las estructuras fundamentales de Dieudonné, y para finalizar nuestra charla establecí, sin ninguna clase de reparos, estricta correspondencia entre todo lo anterior y algunas estructuras mentales. Luego, saciado en mi ego y henchido en mi amor propio, con una sonrisa que podía verse a leguas, volví a la oficina para reanudar mis labores cercano a mi mirador. Al final de la tarde, por primera vez, en todo el tiempo que llevo en este trabajo, dejé la oficina apresurado. Por supuesto, salí a buscarla para llevarla a casa.
Retornando a casa, pocas cosas pasaron que merezcan tanta mención como lo que pasó en la St. Andrew adonde debo abordar el metro de regreso. Con ella en brazos y eI maletín colgando a mi lado tenía que sacar dos tokens para hacer el pago de ambos pasajes. Para lograr mi cometido esta fue la serie de movimientos que efectué: Subí a Afrodita sobre mi hombro izquierdo, sus piernas hacia adelante de mi, su cabeza colgando detrás de mí, con mi mano derecha acomodé la correa del maletín de tal manera que cruzara sobre mi cuerpo y el maletín descansara a mi lado derecho. Afrodita impedía que la correa descansara sobre mi hombro, así que ésta penetrante presionaba sobre mi cuello. Con el bolsillo del maletín del lado de afuera, me fue fácil abrir la corredera y extraer dos tokens. Me dirigí hacia el torniquete, coloqué uno de los tokens en la ranura y con eso el torniquete se liberó y Afrodita y yo pudimos entrar. Aunque no lo necesitaba, quería ser honesto y al mismo tiempo conservar en buen estado la estadística de nuestro sistema de transporte (dos personas, dos tokens), así que me devolví a colocar el otro token. Este ultimo movimiento interrumpió el orden establecido en el inconsciente colectivo de nuestra ciudad, de tal manera que fue inesperado para el ciudadano que venía detrás de mi. Un hombre flaco de más de 1.90 de estatura, con sombrero de ala vestido de negro que a la velocidad en que se movían todos, iba entrando en el momento que yo me devolvía. Nuestros cuerpos chocaron y Afrodita y yo salimos disparados hacia atrás. Viendo mi trastabilleo el flaco trató de evitar una caída y con la agilidad de un gato, sin descuidar ni un instante la dignidad de santo que lo acompañaba; agarró a Afrodita tan fuerte por los tobillos, que se hubiese quedado con ella, si yo no hubiese reaccionado también con prontitud. Pensándolo ahora, con todo el entendimiento que me da la calma, considero que haberse quedado con ella el flaco hubiera sido lo mejor para mi, pero en esos momentos en que sentí que me la quitaban, la defendí con furia y me aferré a ella con mis manos por debajo de sus axilas. La escena era digna de notar, un hombre a cada extremo de una muerta como peleando por ella, pero el público se movía a tanta velocidad que nadie notaba. El flaco, un tanto desconcertado por la ira de mis ojos, debió de notar el frío en los tobillos de Afrodita, porque de inmediato, mientras su mano izquierda acariciaba incrédula un poco mas de la pierna de Afrodita, sus ojos desconcertados barrían el resto de la escena desde los tobillos de Afrodita hasta mis ojos enfurecidos. La soltó, bajo la amenaza de mi movimiento de cara, sin dejar de acusarme con su mirada. Yo me quedé con ella y sin pagar, ahora lo reconozco, el segundo pasaje, me introduje en el sistema de trenes y me la llevé conmigo, rogando que el flaco se quedara callado. Después de este incidente el viaje en el metro y de pie al edificio adonde vivo fue sin ningún otro contratiempo.
¡Helo aquí! Aquí está el detalle que a primera vista pasó para mi inadvertido, pero que de haberle prestado atención en su momento, me hubiese podido ayudar a prevenir una desgracia. Después de abrirse el ascensor y llegar al corredor que lleva a mi apartamento de soltero, observé a la pareja que vive en el apartamento del frente, que se encontraba afuera de su domicilio y enfrente de la puerta de mi apartamento en uno de sus enfrentamientos habituales. Me acerqué a pedir permiso y observé como él empujaba a su mujer para que entrara al su apartamento y oí como la puerta se cerraba con un único estruendo. Nunca los había visto, pero ya mis oídos se habían familiarizado con sus altercados. Así que llegué a mi propia puerta, sin soltar en ningún momento mi carga amada. Tan solo dejé que sus pies se apoyaran en el suelo, mientras mi brazo izquierdo la sujetaba a mi por su cintura, cuando saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta. Luego la alcé en vilo como lo hacemos los románticos y entramos juntos a nuestro aposento.
Los gritos de la puerta del frente se disiparon apenas encendí el televisor al frente de mi cama y subí el volumen, acosté a Afrodita al lado mío. Le quité los zapatos y le charlé por unos minutos. Coloqué Annie Hall en el reproductor de Blu-ray y antes de entrar con Alvy y Annie al teatro, me quedé dormido con la seguridad absurda de que Afrodita permanecería a mi lado y que el momento que vivía perduraría por siempre.
Estaba completamente equivocado. Fue una de esas dormidas disparatadas que tiene un sueño inmediato e incongruente. Me encontraba enterrado en un ataúd metálico y alguien, tal vez algún desconocido, tal vez unos de mis profesores de mi escuela primaria, golpeaba desde afuera. En mi cuerpo podía sentir como el ataúd era magullado por los golpes y se comprimía contra mi cuerpo. El sonido de los golpes era de madera tac, tac tac..., pero el sentimiento en mi piel era del frío metálico que producía el material del ataúd. La caja metálica se había comprimido, mis costillas me dolían, ya casi me asfixiaba. Me desperté cuando una de las protuberancias producidas en el ataúd por los golpes desde afuera, punzante apartaba mis labios, separaba mis dientes y penetraba mi boca. Abrí los ojos y vi a la muerta respirando un aliento cálido sobre mi cara, sus labios contra los míos, su lengua dentro de mí. Sin pensarlo una vez, la empujé con fuerza, mientras un grito desgarrador salía de mi garganta. Su cuerpo frágil salió disparado por los aire, al tiempo que un grito aun mas desgarrador que el mío salió por su boca. Su cráneo se estrelló contra el borde de la mesita del televisor. Su cuerpo ahora desnudo cayó desplomado, las piernas sobre la cama, su cabeza al lado de los pedazos de la mesita, sus brazos abiertos en T, una lagrima de sangre saliendo de sus ojos abiertos, el cintillo manchado de púrpura, un charco de un cuarto de baldosa, rojo y espeso, debajo de su cabeza. Obsérvese que estoy describiendo en una sucesión de palabras la aglomeración de sucesos repentinos que mis sentidos agudizados por el momento, percibían en solo instantes: Me puse en pie de inmediato, pálido, garganta ardiendo, pantalla en negro, Annie Hall terminada. Un disparo en el corredor, la chapa de la puerta de mi apartamento volando en pedazos, la misma puerta reventada posiblemente con una patada y dos policías rosados, trece pies de alto en conjunto, sorprendidos, apuntándome con revólveres inquisitivos enfrente de la escena de sangre.
Los sucesos acontecidos en los momentos de mi sueño se me revelaron después, deducidos en secuencia y sin piedad por mi experimentada mente de matemático, no solo a partir de la escena de mi sueño, sino además por lo que ocurrió enfrente de mis ojos despiertos y que por lo tanto fui testigo. La policía fue advertida de la pelea de una pareja. Como siempre llegaron tarde. Como acostumbran, golpearon insistentes y por un buen rato la puerta de mis vecinos, que entre otras cosas ya habían hecho silencio desde hacía un buen rato. Tac, tac, tac repercutió en mi sueño. Cuando oyeron mi grito y el de la muerta, pensaron que la pelea era en mi apartamento y entraron con violencia.
Yo ahora, sentado en este catre inmundo escribo esto con la esperanza que lo lea el flaco de sombrero de ala —quien es mi único testigo— y me ayude a explicarles a las autoridades que ella ya estaba muerta, y que la sangre que salió de su cuerpo inerte es lo único que necesita justificación.
FIN
¡Sí!, ¡claro que sí!, la historia que voy a contar es escalofriante y antes que otra cosa parece una gran mentira, pero quiero que sepan que no hay uno solo de los eventos que la constituyen que no sea una verdad irrefutable. Tan solo por lo valioso que han sido para mí cada uno de esos acontecimientos, por el papel fundamental que jugó la geografía humana que me rodea, y solo con la firme finalidad de aumentar su hasta ahora tan desacreditada credibilidad, considero de crucial importancia que antes de empezar a relatar mi historia, ustedes sepan algo más acerca de mí y del ambiente en que vivo.
¡No soy casado! Soy matemático. Trabajo como actuario en una compañía de seguros de la ciudad y vivo en un apartamento de soltero ubicado en un edificio de mala muerte, que como cualquier otro edificio de este mundo —de mala muerte o no— se encuentra ubicado en el vértice primario y común de infinitos triángulos isósceles. Quiere la suerte, que contrario a lo que piensan mis compañeros de trabajo, mis antiguos compañeros de escuela y con casi toda seguridad la mayoría de mis vecinos, para mi es la bienhechora o malhechora de casi todo lo que existe (de ahí mi amor y completa dedicación a todo lo que devengue de la teoría de probabilidades), que unos de los triángulos isósceles a los que pertenece mi edificio tenga los vértices de la base ubicados en las dos estaciones más orientales del metro. La ubicación me permite por la mañana cuando voy para el trabajo caminar hacia el Este a la estación Kennedy, que como ustedes saben es la estación en el extremo Este del metro; o caminar hacia el Sur, hacia la Warden, que es la única estación contigua. Fue en esta última estación que empezaron a verificarse los sucesos que estoy a punto de comenzar a narrar.
La isoscélidad de mi ubicación con respecto a esta dos estaciones no es del todo completa. En realidad, y esto es solo por la ubicación de las puertas de salida del edificio y la de mi propio apartamento, si por la mañana cuando me voy para el trabajo camino hacia la Kennedy, me ahorro 76 pasos de mi andar diario. Si en cambio saliendo hacia el trabajo a la misma hora, camino hacia la Warden y abordo el segundo vagón del tren, me ahorro cada día, 3 minutos de los sueños de mi vida. Esto ultimo resultará mas fácil de entender si les digo que este segundo vagón es el que se detiene mas cerca a las escaleras eléctricas de la estación St. George adonde hago el primer y único transbordo matutino cuando voy para mi trabajo. Como conservo una particular predilección por todas las cosas que atañen en forma directa al tiempo y como mi instinto me lleva en forma errónea (que más podríamos esperar de la creatividad del azar) a anteponer y separar a aquel de las circunstancias anexas en sus fundamentos a los conceptos de espacio y ahorro de energía, de lunes a viernes camino sin falta hacia la Warden, abordó el tren y me voy de pie (que otra cosa puedo hacer, si ya todos los puestos están ocupados) agarrado con una única mano leyendo algún libro que aferro con la otra.
¡Bueno bien!, el lunes de esta semana, tal y como lo hago cualquier otro día de oficina, abordé a las 7:48 en la Warden, el segundo vagón del tren que había salido a las 7:45 de la Kennedy, y si vi a Afrodita al frente mío, ahí sentada junto a la ventanilla, no fue porque soy observador o ando pendiente de los otros pasajeros, que entre otras cosas andando con el mismo apuro y con la misma esperanza viajan sin conversar en los trenes de la mañana. Yo, como todos los demás, soy un solitario de cinco días, un metido en mi mismo empedernido, un lector en movimiento. Ustedes saben como nos trasladamos todos: audífonos en las orejas; cabeza enterrada, ojos clavados en el iphone, en el ipad, o en el aparato que este de moda; o a los que no nos ha alcanzado la moda, en el libro o en el periódico; o a los pobrecitos que olvidaron que traer o que coger, en las propagandas del metro. Pero nunca en la figura de nadie, ni en las cosas de alguien y mucho menos en los ojos de un compañero de viaje. Yo en particular, que es de mi de quien puedo hablar mejor, me siento y no miró ni toco a nadie, abro el libro y lo penetro y no lo suelto hasta que el altavoz me avisa que llegamos a la St. George. Lo que pasó este lunes, que lo hizo diferente en esencia a otros lunes, fue que el señor éste, que es más apurado que todos, que se sube en la Kennedy y se baja en la Warden, que a toda velocidad, encima de todos nosotros y sin pedir permiso hace la limpieza del tren; no solo me tropezó, sino que alcanzó a arrancarme el libro de la mano. Y el libro cayó entre los pies de Afrodita y cuando fui a coger el libro le rocé el marfil de sus canillas desnudas y las sentí heladas y tuve que pedirle perdón y como no me contestó la miré a los ojos para implorarle.
Tenia una cara tan sencilla, de manera tan meticulosa oriental; unos ojos almendrados, un maquillaje de pasta rosada y tenue, unos labios de carmesí postizo, una cabellera lacia y negra cayéndole sobre el hombro izquierdo hasta la altura de sus senos, un cintillo amarillo con rombos verdes que se la fijaba, un vestido de flores sin mangas y sin chaqueta que encontré muy liviano para la temperatura de estos días, y un cuerpo tan inmóvil que me pareció que en la capa delgada del espacio que le circundaba no transcurría mi tan apreciado tiempo. Cuando pasé la mano al frente de su cara tratando infructuoso de hacerla pestañear, sus ojos negros permanecieron tan fijos que pensé que, en esos momentos, con ellos penetraba en los misterios del silencio que la rodeaba y que a su vez este silencio se introducía en ellos, poseía su cuerpo y paralizaba por completo su interior. Y en mí creció la envidia por esta calma eterna, por este silencio que por la mescolanza de idiomas, ritmos y tonalidades en que se hace realidad, para mi es indescifrable. Y ella permaneció, así de estática como la encontré, durante el resto de nuestro viaje en el tren, mientras yo extasiado y de pie al frente de ella, observaba en una seudo parálisis de media hora y contados pestañeos su hermosa quietud.
Ese día en mi trabajo a ratos pensaba en ella, y en la noche, a pesar de que su imagen apenas se empezaba a diluir, me acosté sin ninguna esperanza de soñar. Sin embargo, en la vigilia prolongada de esa noche, mi cuerpo boca arriba a ratos invocaba su presencia, y mi mente por momentos trataba infructuosa de fijar su figura. Imagen que con los minutos, a pesar de los esfuerzos que hacía para retenerla, se disolvía intermitente entre los axiomas, teoremas, lemas y corolarios que me acompañan cada día. Un buen rato más tarde, cuando la oscuridad por fin llegó a mi alma, la observé suspendida por los aires a la altura del octavo piso adonde vivo, mirándome con ojos apesadumbrados atreves del vidrio de la ventana. En la visión, sus pómulos habían perdido las formas, el color de su maquillaje se había desvanecido y solo sus labios de rubí conservaban su brillo. Entonces la oí pronunciar mi nombre, mientras su cuerpo se deshacía y yo inutilizado por alguna energía desconocida no encontraba las fuerzas necesarias para evitar su despedida.
¡Juro y declaro que no fue amor a primera vista! Afirmó solemne y rotundo que al despertar al día siguiente la imagen en mi cerebro había prácticamente desaparecido, y estoy seguro de que en cuerpo y alma habría vuelto a mi rutina, de no ser porque a las 7:48 de la mañana cuando subí al vagón acostumbrado, por alguna causa desconocida mis ojos buscaron su figura con la mirada y la encontraron ahí sentada envuelta en el mismo vestido, tan inmóvil y con la mirada tan perdida como la del día anterior. Aseguró bajo la gravedad de lo que sea, que fue desde ese preciso instante en que la encontré por segunda vez, que he sentido el tormento de su imagen fija en mí y que mi espíritu no ha podido descansar. Que fue entonces que mi imaginación le puso nombre, y que fue desde esos momentos en que desde mis bien escondidos adentros empecé a llamarla Afrodita. Que es desde ese día, que no he podido concentrarme en mi trabajo, que es desde ese martes bendito que todo me ha salido mal. Que es desde ese día, que ni SAS, ni S-PLUS, ni el mismísimo Excel me han podido comprender en nada. Que fue el Martes y no el lunes, que mi mente quedo prendida a su imagen y fue desde entonces que no pudo ocuparse en otra cosa que no fuera dibujarla a cada instante.
El miércoles la volví a ver en el mismo tiempo, puesto y vestido; y en mi cuerpo sediento se generó, tal vez con efecto aumentado, el mismo ardor del día anterior.
Pero fue el jueves, antier, cuando salí de mi desordenado domicilio decidido a hacer algo. Ese día me levanté más temprano con el firme propósito de ahorrarme 76 pasos y desperdiciar, no tres minutos sino cinco; caminando apurado, mal peinado, sin libro y sin chaqueta, hacia la Kennedy, y así poder llegar unos dos minutos antes, y esperar para abordar el mismo vagón del mismo tren, al comienzo de su recorrido. Por supuesto que a las 7:45 no es el comienzo de la jornada del tren. En realidad el tren se esta moviendo desde mas temprano y a esta hora proviniendo del suroeste se detiene en la Kennedy para cambiar de dirección en su recorrido. Los pasajeros que vienen del Oeste se bajan, los que van a ese destino se suben, y el tren cambia por completo de pasajeros, repitiendo su historia, y confirmándole a otros desprevenidos el motivo de su existencia.
Mientras el tren se acercaba y yo lo esperaba intranquilo, mi vista recorría la estación tratando de encontrarla. Quería ver si venía con alguien. Quería verla caminar y ver como se sentaba en ese puesto todos los días. Pero por mucho que mis ojos buscaron en caras desconocidas no vi, ni a ella ni a ningún supuesto acompañante. Entonces mi pensamiento deambuló por segundos entre diferentes posibles explicaciones de lo que sucedía. Tal vez no viene hoy. Tal vez se encontró hoy con alguien y éste se hizo ya cargo de ella. Tal vez no trabaja los jueves. O tal vez, como todos los días, llega precisó antes de que arranque el tren, y debo sentarme al lado de donde siempre se sienta y esperarla. Con ese último pensamiento observé llegar al tren y una vez éste se detuvo y sus puertas comenzaron a abrirse, me introduje en él, abriéndome pasó, sin permiso, y sin una migaja de cortesía, entre los pasajeros que bajaban. ¡Oh Schödringer! ¡Oh De Broglei! ¡Benditos sean por siempre y bendito sea el fruto de sus resultados! Afrodita ya estaba ahí esperándome en la misma indumentaria, sentada en la misma posición que siempre y con el flanco izquierdo desocupado. ¡Gloria a ti casualidad, suerte, azar, chance querido! Sin pensarlo dos veces me senté por primera vez a su lado.
Entonces no sabía que hacer. ¿Hablar? Ni pensarlo. ¿Tocar? Soy demasiado tímido para ir tan rápido. ¿Investigar? Con seguridad nací para ello. En uno de los muchos momentos, en que ya sabía iba a pasar inadvertido para los demás pasajeros, simulé que me estiraba, y en mi estirada mi brazo pasó lo suficientemente cerca de la nariz de la durmiente como para percibir su respiración. No sentí nada. Por sus fosas nasales no salía ni entraba aire y sus párpados no se movieron en absoluto. En estos cuatro días en que había sido testigo de su presencia, ni la expresión en su rostro, ni el vestido, ni el maquillaje, ni una hebra de su cabello, habían cambiado y ahora me daba cuenta que no respiraba. Esta mujer o era una muñeca muy bien tallada o estaba muerta y yo estaba ya bastante dispuesto a averiguarlo. Entonces me decidí a tocarla. No me fue difícil asir su mano izquierda con mi derecha y tampoco me fue difícil entrelazar los dedos con los de ella, ni me dio vergüenza pellizcar con fuerza la yema de su pulgar. A nadie le importó, o mejor dicho, ni siquiera ella notó nada. No era de caucho, no era de cera y sin embargo de su boca no salió un solo quejido, ni de su nariz un solo suspiro, ni su cuerpo dejo percibir ningún movimiento. Sí, aquí estaba sentada al lado mío, como pensando, pero con seguridad la vida de esta mujer hacía rato se había extinguido. Como había fallecido, no lo se, pero lo cierto es que Afrodita estaba bien muerta, tan muerta como Annabel.
¡Quién iba a pensarlo! Estuve con su mano en mi mano durante todo el viaje, y a pesar de esto, poco es lo que consideró importante de nuestro contacto. Su mano no tenía la flexibilidad que da la vida, pero tampoco tenía la rigidez incurable de los muertos comunes. Al contacto con su piel se sentía un frío intenso, pero al mismo tiempo se percibía un pequeño ardor escondido que yo atribuí a una decadencia exponencial normal de su energía interior. Alguna clase de electrostática hacía sus vellos evasivos. Lo noté cuando los vellos de mi antebrazos se empinaron para alcanzar los de ella y en su afán desmesurado solo lograron tocar, con sus puntas hambrientas, su piel helada. ¡Sí!, su piel al tacto parecía lampiña. No había pulso, de eso me percaté.
Debe resultar obvio que traté de darle una explicación lógica a lo que pasaba. Al principio pensé que se había muerto ahí sentada pensando desde ya hace algunos días, pero luego no pude explicar que algún familiar o amigo no hubiese notado su ausencia y reclamado una búsqueda. Luego pensé que había muerto en otra parte y que alguien tratando de deshacerse del cadáver, abordaba con ella en alguna de las estaciones del sistema, y la abandonaba ahí cada día, en la misma silla del mismo vagón de sus recuerdos, con la esperanza de que alguien lo descubriese y de alguna manera se hiciera cargo. De todas formas era de esas muertas como "La Santa" de las que alguna vez me hablaron, que no necesitan, ni extremo frío, ni formol, ni bálsamos especiales, para preservarse intactas. Por supuesto que el rosado de su rostro era artificial. Bastaba verla a corta distancia para darse uno cuenta que la capa de maquillaje ocultaba un blanco-amarillo incipiente.
Durante el resto del día la pensé desesperado, y en la noche la soñé ahí en su puesto sentada y en sus ojos abiertos me vi a mi mismo algunos años atrás cuando después de una larga jornada escolar había quedado olvidado por mis padres y esperé sentado, desesperado y cabizbajo a que alguien se condoliera, y me fuera a recoger, y me llevasen a algún lugar adonde jamás me olvidaran. Entonces se me ocurrió que la muerta esperaba por lo mismo y se me antojó que él único que se condolía era yo y que por esta razón ella debía ser mía.
El viernes, ayer, cuando la vi en la mañana en la Kennedy ya estaba convencido que la muerta no tenía dueño y que yo podía llevarla conmigo. Bueno, ahora confieso, es que esto era algo que yo estaba necesitando. Para que sepan algo más acerca de mí les digo que soy mas que un sonámbulo de cinco días. No soy de los sonámbulos tradicionales que cada viernes están esperando las cinco, o más bien las cuatro de la tarde para despertar, salir corriendo a maquillarse y perfumarse y desenfrenarse y hacer del fin de semana el sentido de su vida. ¡Yo no! Yo sigo –con todo pesar lo digo–, encerrado en mi mismo; a mí el sonambulismo me dura dos días más. ¡Sí!, es cierto, yo estaba en automático pasivo los siete días, pero de entonces en adelante la situación cambiaría y por fin iba a tener compañía. Hermosa, cómoda y barata, porque es de suponer que Afrodita no hablaba ni comía.
Pero como llevármela, no tenía idea, y durante casi todo el viaje en el tren estuve escudriñando en mi pensamiento por alguna trama que me permitiera hacerlo. Apropiarse de algo que te encuentras muchas veces es tarea fácil. Si te encuentras un billete en el suelo por ejemplo, hacerlo tuyo es con seguridad nada complicado. Es más tienes dos opciones: La primera es la habitual, lo pisas, miras hacia los lados y cuando nadie esté mirando, te agachas para recogerlo. O segundo, que con seguridad resultaría más eficaz, te agachas a recogerlo una vez lo miras, y sin importarte un bledo lo que piensen los demás te lo metes en el bolsillo. ¡Sí! Recoger un billete ajeno es fácil, pero recoger una muerta no está en ningún manual, ni en ningún libro de urbanidad. Por supuesto que no iba a estar bien que me la pusiera al hombro y como a bulto de papa la remolcara hasta mi oficina. Reflexioné, reflexioné y al fin la idea llegó a mi cabeza en los momentos en que pensaba sentado al lado de ella y mi mirada atravesaba los vidrios de las puertas entre el vagón en que yo viajaba y el vagón contiguo. Dos enamorados se besaban indiferentes mientras las miradas de los otros se volvían mas evasivas. En el tren de la mañana la mirada hacia pasajeros solitarios es "cero," hacia enamorados es "negativo". Ya había encontrado la solución a mi problema.
Sin pensarlo dos veces activé mi cuerpo lo necesario para permitir un movimiento, que ahora se me antoja de contorsionista. Torcí mi tronco para darle el frente a Afrodita. Entonces, sin disimular una pizca, hice que mi mano derecha, como arácnido inquieto se abriera paso por detrás de su cuerpo, entre su espalda y la silla, hasta llegar a reposarse por debajo de su axila derecha; al tiempo que mi izquierda en movimiento parecido por debajo de sus muslos, permitía que mi antebrazo se colocara por detrás de sus rodillas. No necesité mucha fuerza para colocarla en mi regazo, ni tampoco mucha pericia para colocar su brazos sobres mis hombros para poderla besar. A pesar de no corresponder a mis besos, Afrodita era dócil. Como sospeché, nadie se inmutó. Cuando el tren se detuvo en la St. George, la levanté en vilo y cuando se abrió la puerta de nuestro vagón, como recién casados atravesamos el umbral de lo que yo suponía era la entrada a un nuevo mundo. Mientras salíamos oí a alguna puritana, gorro y nariz de bruja, decir lo que se puede traducir como “puercos”, ¡ja!, me había olvidado que los reojos de los religiosos reprimidos cubren 270 grados de circunferencia. Aparte de esta puritana, nadie hizo ni dijo nada que pudiese en peligro el comienzo de nuestro idilio. Cuando subimos las escaleras eléctricas que nos permiten el cambio de trenes, ya la sentía mía. Luego con la misma disposición abordamos el segundo tren, y después de apearnos en la St. Andrew, caminé con ella en mis brazos unas dos cuadras debajo de el otoño dorado y a través de una muchedumbre gris y afanada que no se percató de nuestra presencia. La deje sentada en la parada del bus que puedo ver desde la ventana de mi oficina y desde ahí la observé a cada rato durante todo el día de trabajo.
Durante el día muchos fueron los que se sentaron a su lado, muchachos con la ilusión de ascenso empotradas en sus corbatas de seda conchal, muchachas de chaquetas oscuras y minifaldas otoñales, ejecutivos de maletín negro y paraguas del mismo color, señoras en sastre de directoras, no floreadas, muy encopetadas, Louis Vuitton, Calvin Klein, Michael Kors, todos ellos estuvieron a su lado, pero nadie, exclusivamente nadie la toco, ni nadie le dijo nada, ni a nadie le pareció que hubiese alrededor de ella algo extraño. A eso de las 12:30 compré mi almuerzo en la tienda de sushi del primer piso del edificio de oficinas en se encuentra mi compañía y lo fui a comer sentado al lado de ella. Entonces tuvimos nuestra primera conversación. Ella prestaba atención sin interrumpir, mientras yo, por casi la primera media hora de nuestra charla, le hablaba a manera de introducción, de cada uno de los Bourbaki; en los quince minutos que siguieron me enfoqué en comentarios sobre las estructuras fundamentales de Dieudonné, y para finalizar nuestra charla establecí, sin ninguna clase de reparos, estricta correspondencia entre todo lo anterior y algunas estructuras mentales. Luego, saciado en mi ego y henchido en mi amor propio, con una sonrisa que podía verse a leguas, volví a la oficina para reanudar mis labores cercano a mi mirador. Al final de la tarde, por primera vez, en todo el tiempo que llevo en este trabajo, dejé la oficina apresurado. Por supuesto, salí a buscarla para llevarla a casa.
Retornando a casa, pocas cosas pasaron que merezcan tanta mención como lo que pasó en la St. Andrew adonde debo abordar el metro de regreso. Con ella en brazos y eI maletín colgando a mi lado tenía que sacar dos tokens para hacer el pago de ambos pasajes. Para lograr mi cometido esta fue la serie de movimientos que efectué: Subí a Afrodita sobre mi hombro izquierdo, sus piernas hacia adelante de mi, su cabeza colgando detrás de mí, con mi mano derecha acomodé la correa del maletín de tal manera que cruzara sobre mi cuerpo y el maletín descansara a mi lado derecho. Afrodita impedía que la correa descansara sobre mi hombro, así que ésta penetrante presionaba sobre mi cuello. Con el bolsillo del maletín del lado de afuera, me fue fácil abrir la corredera y extraer dos tokens. Me dirigí hacia el torniquete, coloqué uno de los tokens en la ranura y con eso el torniquete se liberó y Afrodita y yo pudimos entrar. Aunque no lo necesitaba, quería ser honesto y al mismo tiempo conservar en buen estado la estadística de nuestro sistema de transporte (dos personas, dos tokens), así que me devolví a colocar el otro token. Este ultimo movimiento interrumpió el orden establecido en el inconsciente colectivo de nuestra ciudad, de tal manera que fue inesperado para el ciudadano que venía detrás de mi. Un hombre flaco de más de 1.90 de estatura, con sombrero de ala vestido de negro que a la velocidad en que se movían todos, iba entrando en el momento que yo me devolvía. Nuestros cuerpos chocaron y Afrodita y yo salimos disparados hacia atrás. Viendo mi trastabilleo el flaco trató de evitar una caída y con la agilidad de un gato, sin descuidar ni un instante la dignidad de santo que lo acompañaba; agarró a Afrodita tan fuerte por los tobillos, que se hubiese quedado con ella, si yo no hubiese reaccionado también con prontitud. Pensándolo ahora, con todo el entendimiento que me da la calma, considero que haberse quedado con ella el flaco hubiera sido lo mejor para mi, pero en esos momentos en que sentí que me la quitaban, la defendí con furia y me aferré a ella con mis manos por debajo de sus axilas. La escena era digna de notar, un hombre a cada extremo de una muerta como peleando por ella, pero el público se movía a tanta velocidad que nadie notaba. El flaco, un tanto desconcertado por la ira de mis ojos, debió de notar el frío en los tobillos de Afrodita, porque de inmediato, mientras su mano izquierda acariciaba incrédula un poco mas de la pierna de Afrodita, sus ojos desconcertados barrían el resto de la escena desde los tobillos de Afrodita hasta mis ojos enfurecidos. La soltó, bajo la amenaza de mi movimiento de cara, sin dejar de acusarme con su mirada. Yo me quedé con ella y sin pagar, ahora lo reconozco, el segundo pasaje, me introduje en el sistema de trenes y me la llevé conmigo, rogando que el flaco se quedara callado. Después de este incidente el viaje en el metro y de pie al edificio adonde vivo fue sin ningún otro contratiempo.
¡Helo aquí! Aquí está el detalle que a primera vista pasó para mi inadvertido, pero que de haberle prestado atención en su momento, me hubiese podido ayudar a prevenir una desgracia. Después de abrirse el ascensor y llegar al corredor que lleva a mi apartamento de soltero, observé a la pareja que vive en el apartamento del frente, que se encontraba afuera de su domicilio y enfrente de la puerta de mi apartamento en uno de sus enfrentamientos habituales. Me acerqué a pedir permiso y observé como él empujaba a su mujer para que entrara al su apartamento y oí como la puerta se cerraba con un único estruendo. Nunca los había visto, pero ya mis oídos se habían familiarizado con sus altercados. Así que llegué a mi propia puerta, sin soltar en ningún momento mi carga amada. Tan solo dejé que sus pies se apoyaran en el suelo, mientras mi brazo izquierdo la sujetaba a mi por su cintura, cuando saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta. Luego la alcé en vilo como lo hacemos los románticos y entramos juntos a nuestro aposento.
Los gritos de la puerta del frente se disiparon apenas encendí el televisor al frente de mi cama y subí el volumen, acosté a Afrodita al lado mío. Le quité los zapatos y le charlé por unos minutos. Coloqué Annie Hall en el reproductor de Blu-ray y antes de entrar con Alvy y Annie al teatro, me quedé dormido con la seguridad absurda de que Afrodita permanecería a mi lado y que el momento que vivía perduraría por siempre.
Estaba completamente equivocado. Fue una de esas dormidas disparatadas que tiene un sueño inmediato e incongruente. Me encontraba enterrado en un ataúd metálico y alguien, tal vez algún desconocido, tal vez unos de mis profesores de mi escuela primaria, golpeaba desde afuera. En mi cuerpo podía sentir como el ataúd era magullado por los golpes y se comprimía contra mi cuerpo. El sonido de los golpes era de madera tac, tac tac..., pero el sentimiento en mi piel era del frío metálico que producía el material del ataúd. La caja metálica se había comprimido, mis costillas me dolían, ya casi me asfixiaba. Me desperté cuando una de las protuberancias producidas en el ataúd por los golpes desde afuera, punzante apartaba mis labios, separaba mis dientes y penetraba mi boca. Abrí los ojos y vi a la muerta respirando un aliento cálido sobre mi cara, sus labios contra los míos, su lengua dentro de mí. Sin pensarlo una vez, la empujé con fuerza, mientras un grito desgarrador salía de mi garganta. Su cuerpo frágil salió disparado por los aire, al tiempo que un grito aun mas desgarrador que el mío salió por su boca. Su cráneo se estrelló contra el borde de la mesita del televisor. Su cuerpo ahora desnudo cayó desplomado, las piernas sobre la cama, su cabeza al lado de los pedazos de la mesita, sus brazos abiertos en T, una lagrima de sangre saliendo de sus ojos abiertos, el cintillo manchado de púrpura, un charco de un cuarto de baldosa, rojo y espeso, debajo de su cabeza. Obsérvese que estoy describiendo en una sucesión de palabras la aglomeración de sucesos repentinos que mis sentidos agudizados por el momento, percibían en solo instantes: Me puse en pie de inmediato, pálido, garganta ardiendo, pantalla en negro, Annie Hall terminada. Un disparo en el corredor, la chapa de la puerta de mi apartamento volando en pedazos, la misma puerta reventada posiblemente con una patada y dos policías rosados, trece pies de alto en conjunto, sorprendidos, apuntándome con revólveres inquisitivos enfrente de la escena de sangre.
Los sucesos acontecidos en los momentos de mi sueño se me revelaron después, deducidos en secuencia y sin piedad por mi experimentada mente de matemático, no solo a partir de la escena de mi sueño, sino además por lo que ocurrió enfrente de mis ojos despiertos y que por lo tanto fui testigo. La policía fue advertida de la pelea de una pareja. Como siempre llegaron tarde. Como acostumbran, golpearon insistentes y por un buen rato la puerta de mis vecinos, que entre otras cosas ya habían hecho silencio desde hacía un buen rato. Tac, tac, tac repercutió en mi sueño. Cuando oyeron mi grito y el de la muerta, pensaron que la pelea era en mi apartamento y entraron con violencia.
Yo ahora, sentado en este catre inmundo escribo esto con la esperanza que lo lea el flaco de sombrero de ala —quien es mi único testigo— y me ayude a explicarles a las autoridades que ella ya estaba muerta, y que la sangre que salió de su cuerpo inerte es lo único que necesita justificación.
FIN