Sobre la fatalidad en el cuento
Una de las formas en que lo fantástico ha tendido siempre a manifestarse en la literatura es en la noción de fatalidad; lo que algunos llaman fatalidad y otros llamarían destino, esa noción que viene desde la memoria más ancestral de los hombres de cómo ciertos procesos se cumplen fatalmente, irrevocablemente a pesar de todos los esfuerzos que pueda hacer el que está incluido en ese ciclo. Ya los griegos hablaban de la ananké, palabra que los románticos franceses y sobre todo Víctor Hugo recogieron y utilizaron mucho. Esa noción de que hay ciertos destinos humanos que están dados y que, a pesar de todos los esfuerzos que haga un hombre creyéndose libre, se van a cumplir es muy fuerte en los griegos a través de ese concepto de la ananké. Piensen en la mitología griega y su proyección en la tragedia griega; el ciclo de Edipo, por ejemplo, es una prueba evidente de cómo la fatalidad se cumple: a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho para escapar a lo que sabe como posible destino, finalmente ese destino se cumple y toda la catástrofe de Edipo viene precisamente porque está sometido a una fatalidad que según los griegos está decidida por los dioses que juegan con los hombres y se complacen a veces en fijarles destinos grises o desdichados.
Esta noción de la fatalidad no sólo se da entre los griegos: se transmite a lo largo de la Edad Media y está presente en general en todas las cosmogonías y en todas las religiones. En el mundo islámico, en el mundo árabe, también la noción de fatalidad es sumamente fuerte y allí se expresa literariamente en algunos relatos, en algunos poemas, en tradiciones perdidas en el tiempo cuyos autores no conocemos, uno de cuyos ejemplos me parece admirable y debe estar en la memoria de todos ustedes pero no creo que sea inútil recordarlo: es un pequeño relato de origen persa que luego por cierto inspiró a un novelista norteamericano, John O’Hara, que tiene una novela que se llama Appointment in Samarra. (La cita en Samarra es una referencia a una fatalidad que tiene que cumplirse. En la anónima y viejísima versión original, que creo que viene por vía de los persas, no se habla de Samarra sino de Samarcanda, pero la historia es la misma y en mi opinión —porque es un cuento y de cuentos estamos hablando en esta clase— es un cuento donde el mecanismo de la fatalidad se da de una manera totalmente infalible y con una belleza que creo insuperable.) Como es un cuento muy pequeño, lo resumo en dos palabras para aquellos que pudieran no conocerlo: Es la historia del jardinero del rey que se pasea por el jardín cuidando los rosales y bruscamente detrás de un rosal ve a la Muerte y la Muerte le hace un gesto de amenaza y el jardinero, espantado, huye, entra en el palacio, se arroja a los pies del sultán y dice: «Señor, acabo de ver a la Muerte y la Muerte me ha amenazado, sálvame». El sultán, que lo quiere mucho porque el jardinero cuida muy bien sus rosas, le dice: «Mira, sal, toma mi mejor caballo y huye. Esta noche estarás en Samarcanda, a salvo». Como el sultán no tiene miedo de la Muerte, sale a su vez y echa a caminar y detrás del rosal encuentra a la Muerte y le dice: «¿Por qué le hiciste un gesto de amenaza a mi jardinero a quien yo tanto quiero?». Y la Muerte le contesta: «No hice un gesto de amenaza, hice un gesto de sorpresa al verlo porque tengo que encontrarlo esta noche en Samarcanda». Creo que el mecanismo de este cuento no solamente es muy hermoso sino que tiene algo de inmortal porque es el cumplimiento de la fatalidad a pesar de la buena voluntad del sultán; justamente el sultán envía a la muerte a su jardinero, que lo está esperando del otro lado. Eso es un antecedente de lo fantástico como fatalidad.
El tema entró también en la literatura contemporánea. Hace algunos años (por ahí he escrito algún comentario) un escritor inglés, W. F. Harvey, que escribía cuentos de misterio no demasiado extraordinarios, escribió uno que se llama «Calor de agosto» que en su desarrollo contiene también de manera insuperable este sentimiento de la fatalidad que tiene que cumplirse a pesar de cualquier esfuerzo que un hombre pueda hacer para escapar a su destino. También se puede resumir en pocas palabras y lo hago porque creo que con los dos ejemplos verán muy claramente lo que quiero decir con respecto a esta forma de lo fantástico. «Calor de agosto» está contado en primera persona. El narrador cuenta que un día de un calor extraordinario, un poco perturbado por el calor y sin mucho que hacer, se pone a hacer un dibujo sin preocuparse demasiado por su sentido. Unos minutos después, cuando mira lo que ha hecho, ve un poco sorprendido que inconscientemente, dejando que su mano se pasee, ha representado una escena en un tribunal en el momento en el que el juez está pronunciando la sentencia de muerte de un acusado. El acusado es un hombre viejo, calvo y con anteojos, y mira al juez que lo está condenando a muerte con una expresión en la que hay más sorpresa que miedo. El hombre mira su dibujo, se lo echa al bolsillo sin pensar mucho y sale a caminar porque hace un calor tan espantoso que no encuentra ningún trabajo útil que hacer. Camina por las calles de su pueblo y de golpe llega a una casa en la que hay un jardín en donde está trabajando un hombre que fabrica lápidas para los cementerios (creo que en español se llaman lapidarios). Un lapidario está trabajando, lo ve y reconoce en el hombre el personaje que había dibujado sin saber quién podría ser: es el mismo hombre, la misma cara, es calvo, tiene anteojos, tiene alguna edad. Con un sentimiento de sorpresa más que de temor, entra, se acerca y mira lo que el hombre está haciendo: está terminando de esculpir una lápida y el narrador ve que en la lápida están su propio nombre, el día de su nacimiento y el día de su muerte que es ese día, el día que está transcurriendo en ese momento. Cuando ve eso ya no puede resistir a los sentimientos que experimenta frente a esa acumulación de cosas inexplicables y habla con el hombre. El lapidario le dice muy amablemente que ésa no es una lápida verdadera sino que la está preparando para una exposición que van a hacer todos los lapidarios de la zona y que ha inventado un nombre y dos fechas. El narrador le muestra su dibujo y cuando uno ve la lápida y el otro ve el dibujo comprenden que están frente a algo que los sobrepasa infinitamente. El lapidario invita al narrador a entrar en su casa y encerrarse de alguna manera en una habitación y le propone que se queden juntos hasta que llegue la medianoche, se cumpla el término de la fecha marcada en la lápida y se pueda romper así esa amenaza que pesa en el aire. Como es natural, el narrador acepta la invitación, se sientan a charlar, pasan las horas y se van aproximando lentamente hacia la medianoche. El calor entretanto sube cada vez más y entonces, para distraerse, el lapidario afila uno de los cinceles con que trabaja la piedra, lo afila lentamente y el narrador se divierte escribiendo todo lo que ha sucedido ese día, o sea lo que estamos leyendo mientras leemos el cuento. Y el cuento termina diciendo: «Ahora faltan apenas veinte minutos para la medianoche, cada vez hace más calor. Es un calor como para que cualquiera se vuelva loco . Punto final. Ese doble cumplimiento de la fatalidad —que el narrador morirá en ese día y su asesino será condenado a muerte tal como aparecía en el dibujo— me parece un ejemplo muy claro y muy bello a la vez de lo fantástico dándose no ya en términos de tiempo y de espacio sino de destino, de fatalidad que tiene absolutamente que cumplirse.
Para volver un poco a mi propia casa en este terreno, me gustaría hablarles de un cuento mío que se llama «El ídolo de las Cicladas» y que, aunque no responde exactamente a esta noción tal vez un poco mecánica de la fatalidad, muestra una forma de lo fantástico ingresando en la vida cotidiana de la gente y cumpliéndose de una manera que no puede ser evitada. El relato (sintetizándolo de una manera un poco excesiva les leeré el final luego de haber hecho la síntesis del comienzo, lo que les permitirá sentir la atmósfera del cuento y cuáles eran las intenciones cuando lo escribí) es la historia de dos amigos arqueólogos; uno, francés, se llama Morand y tiene una amiga, Thérèse; otro, argentino, se llama Somoza… ¡No tiene nada que ver con el otro; Somoza es un apellido bastante frecuente en la Argentina! Estos amigos, y la chica que es amiga del francés Morand, son arqueólogos y se van a Grecia a pasear y hacer algunas exploraciones por su cuenta. Haciendo esas exploraciones descubren una estatuilla de mármol que es la imagen de una divinidad, una diosa de ese período que se llama en la Historia griega más arcaica el período de las Cicladas. (Ustedes habrán visto quizá reproducciones en los museos. Hay muchas estatuillas de los ídolos de las Cicladas. Hacen pensar mucho en las esculturas modernas de Brancusi: son imágenes en mármol, perfectas, pequeñas, muy abstractas, donde el rostro está apenas marcado, se nota apenas a veces la nariz, y el cuerpo —siempre cuerpos de mujeres— está apenas indicado con algunos trazos. Son muy hermosas y las hay distribuidas en los museos del mundo.) Estos hombres encuentran una estatuilla de una de esas figuras de las Cicladas y a lo largo de los días —la han escondido porque tienen la intención de sacarla de contrabando a Francia y eventualmente venderla más adelante porque su valor es inapreciable— hablan de lo que han encontrado y, mientras la pareja de franceses miran la cosa como un hallazgo interesante y muy bello desde el punto de vista estético, Somoza siente ese hallazgo de otra manera; desde el principio insiste en que por lo menos entre él y la estatuilla hay algo más que un encuentro estético: hay como una llamada, como un contacto. Entonces, un poco soñando y un poco jugando en esas conversaciones antes de dormir, piensa muchas veces y se lo dice a sus amigos si finalmente, frente a una de esas estatuas que evidentemente están tan cargadas por la fuerza de una gran religión ya desaparecida pero que fue muy fuerte hace miles de años, no sería posible encontrar una vía de comunicación que no sería la vía de comunicación racional; si a fuerza de mirar la estatua, de tocarla, de establecer un contacto directo con ella, no podría haber en algún momento una abolición de las fronteras; si no sería posible entablar un contacto con ese mundo indudablemente maravilloso precisamente porque no lo conocemos, el mundo donde un pueblo adoraba esas estatuas, les ofrecía sacrificios, se guiaba por el camino que esos dioses le señalaron. Morand y Thérèse se burlan amablemente de Somoza y lo tratan de latinoamericano soñador y de latinoamericano irracional; ellos aplican una visión más histórica y para ellos es nada más que una estatua. Entretanto —es importante decirlo— Morand se ha dado cuenta de que Somoza se está enamorando de Thérèse, su amiga, aunque Somoza nunca ha dicho nada porque sabe que pierde el tiempo porque Thérèse está profundamente enamorada de Morand. Eso abrevia un poco las vacaciones porque crea un clima incómodo entre los tres: los tres se han dado cuenta y vuelven a París llevando de contrabando la estatua con la que se queda Somoza. A partir de ese momento se ven poco porque lo que ha sucedido en un plano de tipo personal entre ellos los distancia. Morand y Somoza se encuentran por razones profesionales porque los dos trabajan también como arquitectos pero se ven fuera de sus casas y Thérèse nunca esta presente en las reuniones. Pasa el tiempo, Somoza ha guardado la estatuilla puesto que es necesario que transcurra un par de años para que eso se olvide en Grecia antes de que puedan pensar en venderla a algún museo o a algún coleccionista. Al cumplirse los dos o tres años, Somoza telefonea a Morand y le pide que vaya a su estudio a verle urgentemente. Morand va y, no sabe bien por qué, en el momento de salir le dice a Thérèse, o le telefonea desde la calle, que lo vaya a buscar dos o tres horas después, cosa de alguna manera extraña porque estaba tácitamente entendido que Thérèse no volvería a verse con Somoza puesto que era un sufrimiento para éste. Quedan combinados en que ella irá a buscarlo y Morand va al taller de Somoza, un sitio de los suburbios de París bastante alejado, solitario, entre árboles. Cuando llega encuentra a Somoza en un estado de gran excitación. La estatuilla está colocada en un pedestal y no hay nada más; el taller es muy pobre, muy abandonado. Empiezan a hablar y Somoza dice que, después de dos o tres años de haber estado todo el tiempo con la estatuilla (cuyo nombre ya conoce: se llama Haghesa, nombre de una diosa de la antigua mitología de las Cicladas), ha llegado poco a poco a un grado de familiaridad con ella y hace algunos días ha atravesado una barrera. Las palabras explican muy mal estas cosas, el mismo Somoza no puede explicarlas pero Morand se da cuenta de que está tratando de decirle que lo que él había soñado en Grecia, ese deseo de aproximarse al mundo de la estatua de la diosa, a esa civilización de la que sólo queda ese trozo de mármol, de alguna manera inexplicable lo ha conseguido. Dice que ha franqueado las distancias; no puede decir más, no habla de espacio ni tiempo; dice simplemente que eso ha sucedido y que ha entrado del otro lado. Por supuesto Morand no le cree, con una mentalidad muy típicamente europea racionaliza lo que está escuchando y piensa que Somoza se está volviendo loco: durante tanto tiempo ha buscado ese contacto irracional, ese contacto por debajo o por encima con Haghesa, que finalmente cree en alucinaciones, cree que ha establecido un contacto. Para él eso es un taller de escultura con una estatuilla en el medio y absolutamente nada más.
Esta noción de la fatalidad no sólo se da entre los griegos: se transmite a lo largo de la Edad Media y está presente en general en todas las cosmogonías y en todas las religiones. En el mundo islámico, en el mundo árabe, también la noción de fatalidad es sumamente fuerte y allí se expresa literariamente en algunos relatos, en algunos poemas, en tradiciones perdidas en el tiempo cuyos autores no conocemos, uno de cuyos ejemplos me parece admirable y debe estar en la memoria de todos ustedes pero no creo que sea inútil recordarlo: es un pequeño relato de origen persa que luego por cierto inspiró a un novelista norteamericano, John O’Hara, que tiene una novela que se llama Appointment in Samarra. (La cita en Samarra es una referencia a una fatalidad que tiene que cumplirse. En la anónima y viejísima versión original, que creo que viene por vía de los persas, no se habla de Samarra sino de Samarcanda, pero la historia es la misma y en mi opinión —porque es un cuento y de cuentos estamos hablando en esta clase— es un cuento donde el mecanismo de la fatalidad se da de una manera totalmente infalible y con una belleza que creo insuperable.) Como es un cuento muy pequeño, lo resumo en dos palabras para aquellos que pudieran no conocerlo: Es la historia del jardinero del rey que se pasea por el jardín cuidando los rosales y bruscamente detrás de un rosal ve a la Muerte y la Muerte le hace un gesto de amenaza y el jardinero, espantado, huye, entra en el palacio, se arroja a los pies del sultán y dice: «Señor, acabo de ver a la Muerte y la Muerte me ha amenazado, sálvame». El sultán, que lo quiere mucho porque el jardinero cuida muy bien sus rosas, le dice: «Mira, sal, toma mi mejor caballo y huye. Esta noche estarás en Samarcanda, a salvo». Como el sultán no tiene miedo de la Muerte, sale a su vez y echa a caminar y detrás del rosal encuentra a la Muerte y le dice: «¿Por qué le hiciste un gesto de amenaza a mi jardinero a quien yo tanto quiero?». Y la Muerte le contesta: «No hice un gesto de amenaza, hice un gesto de sorpresa al verlo porque tengo que encontrarlo esta noche en Samarcanda». Creo que el mecanismo de este cuento no solamente es muy hermoso sino que tiene algo de inmortal porque es el cumplimiento de la fatalidad a pesar de la buena voluntad del sultán; justamente el sultán envía a la muerte a su jardinero, que lo está esperando del otro lado. Eso es un antecedente de lo fantástico como fatalidad.
El tema entró también en la literatura contemporánea. Hace algunos años (por ahí he escrito algún comentario) un escritor inglés, W. F. Harvey, que escribía cuentos de misterio no demasiado extraordinarios, escribió uno que se llama «Calor de agosto» que en su desarrollo contiene también de manera insuperable este sentimiento de la fatalidad que tiene que cumplirse a pesar de cualquier esfuerzo que un hombre pueda hacer para escapar a su destino. También se puede resumir en pocas palabras y lo hago porque creo que con los dos ejemplos verán muy claramente lo que quiero decir con respecto a esta forma de lo fantástico. «Calor de agosto» está contado en primera persona. El narrador cuenta que un día de un calor extraordinario, un poco perturbado por el calor y sin mucho que hacer, se pone a hacer un dibujo sin preocuparse demasiado por su sentido. Unos minutos después, cuando mira lo que ha hecho, ve un poco sorprendido que inconscientemente, dejando que su mano se pasee, ha representado una escena en un tribunal en el momento en el que el juez está pronunciando la sentencia de muerte de un acusado. El acusado es un hombre viejo, calvo y con anteojos, y mira al juez que lo está condenando a muerte con una expresión en la que hay más sorpresa que miedo. El hombre mira su dibujo, se lo echa al bolsillo sin pensar mucho y sale a caminar porque hace un calor tan espantoso que no encuentra ningún trabajo útil que hacer. Camina por las calles de su pueblo y de golpe llega a una casa en la que hay un jardín en donde está trabajando un hombre que fabrica lápidas para los cementerios (creo que en español se llaman lapidarios). Un lapidario está trabajando, lo ve y reconoce en el hombre el personaje que había dibujado sin saber quién podría ser: es el mismo hombre, la misma cara, es calvo, tiene anteojos, tiene alguna edad. Con un sentimiento de sorpresa más que de temor, entra, se acerca y mira lo que el hombre está haciendo: está terminando de esculpir una lápida y el narrador ve que en la lápida están su propio nombre, el día de su nacimiento y el día de su muerte que es ese día, el día que está transcurriendo en ese momento. Cuando ve eso ya no puede resistir a los sentimientos que experimenta frente a esa acumulación de cosas inexplicables y habla con el hombre. El lapidario le dice muy amablemente que ésa no es una lápida verdadera sino que la está preparando para una exposición que van a hacer todos los lapidarios de la zona y que ha inventado un nombre y dos fechas. El narrador le muestra su dibujo y cuando uno ve la lápida y el otro ve el dibujo comprenden que están frente a algo que los sobrepasa infinitamente. El lapidario invita al narrador a entrar en su casa y encerrarse de alguna manera en una habitación y le propone que se queden juntos hasta que llegue la medianoche, se cumpla el término de la fecha marcada en la lápida y se pueda romper así esa amenaza que pesa en el aire. Como es natural, el narrador acepta la invitación, se sientan a charlar, pasan las horas y se van aproximando lentamente hacia la medianoche. El calor entretanto sube cada vez más y entonces, para distraerse, el lapidario afila uno de los cinceles con que trabaja la piedra, lo afila lentamente y el narrador se divierte escribiendo todo lo que ha sucedido ese día, o sea lo que estamos leyendo mientras leemos el cuento. Y el cuento termina diciendo: «Ahora faltan apenas veinte minutos para la medianoche, cada vez hace más calor. Es un calor como para que cualquiera se vuelva loco . Punto final. Ese doble cumplimiento de la fatalidad —que el narrador morirá en ese día y su asesino será condenado a muerte tal como aparecía en el dibujo— me parece un ejemplo muy claro y muy bello a la vez de lo fantástico dándose no ya en términos de tiempo y de espacio sino de destino, de fatalidad que tiene absolutamente que cumplirse.
Para volver un poco a mi propia casa en este terreno, me gustaría hablarles de un cuento mío que se llama «El ídolo de las Cicladas» y que, aunque no responde exactamente a esta noción tal vez un poco mecánica de la fatalidad, muestra una forma de lo fantástico ingresando en la vida cotidiana de la gente y cumpliéndose de una manera que no puede ser evitada. El relato (sintetizándolo de una manera un poco excesiva les leeré el final luego de haber hecho la síntesis del comienzo, lo que les permitirá sentir la atmósfera del cuento y cuáles eran las intenciones cuando lo escribí) es la historia de dos amigos arqueólogos; uno, francés, se llama Morand y tiene una amiga, Thérèse; otro, argentino, se llama Somoza… ¡No tiene nada que ver con el otro; Somoza es un apellido bastante frecuente en la Argentina! Estos amigos, y la chica que es amiga del francés Morand, son arqueólogos y se van a Grecia a pasear y hacer algunas exploraciones por su cuenta. Haciendo esas exploraciones descubren una estatuilla de mármol que es la imagen de una divinidad, una diosa de ese período que se llama en la Historia griega más arcaica el período de las Cicladas. (Ustedes habrán visto quizá reproducciones en los museos. Hay muchas estatuillas de los ídolos de las Cicladas. Hacen pensar mucho en las esculturas modernas de Brancusi: son imágenes en mármol, perfectas, pequeñas, muy abstractas, donde el rostro está apenas marcado, se nota apenas a veces la nariz, y el cuerpo —siempre cuerpos de mujeres— está apenas indicado con algunos trazos. Son muy hermosas y las hay distribuidas en los museos del mundo.) Estos hombres encuentran una estatuilla de una de esas figuras de las Cicladas y a lo largo de los días —la han escondido porque tienen la intención de sacarla de contrabando a Francia y eventualmente venderla más adelante porque su valor es inapreciable— hablan de lo que han encontrado y, mientras la pareja de franceses miran la cosa como un hallazgo interesante y muy bello desde el punto de vista estético, Somoza siente ese hallazgo de otra manera; desde el principio insiste en que por lo menos entre él y la estatuilla hay algo más que un encuentro estético: hay como una llamada, como un contacto. Entonces, un poco soñando y un poco jugando en esas conversaciones antes de dormir, piensa muchas veces y se lo dice a sus amigos si finalmente, frente a una de esas estatuas que evidentemente están tan cargadas por la fuerza de una gran religión ya desaparecida pero que fue muy fuerte hace miles de años, no sería posible encontrar una vía de comunicación que no sería la vía de comunicación racional; si a fuerza de mirar la estatua, de tocarla, de establecer un contacto directo con ella, no podría haber en algún momento una abolición de las fronteras; si no sería posible entablar un contacto con ese mundo indudablemente maravilloso precisamente porque no lo conocemos, el mundo donde un pueblo adoraba esas estatuas, les ofrecía sacrificios, se guiaba por el camino que esos dioses le señalaron. Morand y Thérèse se burlan amablemente de Somoza y lo tratan de latinoamericano soñador y de latinoamericano irracional; ellos aplican una visión más histórica y para ellos es nada más que una estatua. Entretanto —es importante decirlo— Morand se ha dado cuenta de que Somoza se está enamorando de Thérèse, su amiga, aunque Somoza nunca ha dicho nada porque sabe que pierde el tiempo porque Thérèse está profundamente enamorada de Morand. Eso abrevia un poco las vacaciones porque crea un clima incómodo entre los tres: los tres se han dado cuenta y vuelven a París llevando de contrabando la estatua con la que se queda Somoza. A partir de ese momento se ven poco porque lo que ha sucedido en un plano de tipo personal entre ellos los distancia. Morand y Somoza se encuentran por razones profesionales porque los dos trabajan también como arquitectos pero se ven fuera de sus casas y Thérèse nunca esta presente en las reuniones. Pasa el tiempo, Somoza ha guardado la estatuilla puesto que es necesario que transcurra un par de años para que eso se olvide en Grecia antes de que puedan pensar en venderla a algún museo o a algún coleccionista. Al cumplirse los dos o tres años, Somoza telefonea a Morand y le pide que vaya a su estudio a verle urgentemente. Morand va y, no sabe bien por qué, en el momento de salir le dice a Thérèse, o le telefonea desde la calle, que lo vaya a buscar dos o tres horas después, cosa de alguna manera extraña porque estaba tácitamente entendido que Thérèse no volvería a verse con Somoza puesto que era un sufrimiento para éste. Quedan combinados en que ella irá a buscarlo y Morand va al taller de Somoza, un sitio de los suburbios de París bastante alejado, solitario, entre árboles. Cuando llega encuentra a Somoza en un estado de gran excitación. La estatuilla está colocada en un pedestal y no hay nada más; el taller es muy pobre, muy abandonado. Empiezan a hablar y Somoza dice que, después de dos o tres años de haber estado todo el tiempo con la estatuilla (cuyo nombre ya conoce: se llama Haghesa, nombre de una diosa de la antigua mitología de las Cicladas), ha llegado poco a poco a un grado de familiaridad con ella y hace algunos días ha atravesado una barrera. Las palabras explican muy mal estas cosas, el mismo Somoza no puede explicarlas pero Morand se da cuenta de que está tratando de decirle que lo que él había soñado en Grecia, ese deseo de aproximarse al mundo de la estatua de la diosa, a esa civilización de la que sólo queda ese trozo de mármol, de alguna manera inexplicable lo ha conseguido. Dice que ha franqueado las distancias; no puede decir más, no habla de espacio ni tiempo; dice simplemente que eso ha sucedido y que ha entrado del otro lado. Por supuesto Morand no le cree, con una mentalidad muy típicamente europea racionaliza lo que está escuchando y piensa que Somoza se está volviendo loco: durante tanto tiempo ha buscado ese contacto irracional, ese contacto por debajo o por encima con Haghesa, que finalmente cree en alucinaciones, cree que ha establecido un contacto. Para él eso es un taller de escultura con una estatuilla en el medio y absolutamente nada más.
Tomado de Julio Cortazar, Clases de Literatura, Berkeley, 1980