I
Ya habían pasado dos años desde la muerte del viejo Rigoberto Pineda y todavía me parecía mentira que no pudiese verlo; que sus bigotes anchos, su pipa abultada, su frente descubierta y siempre sudada, sus mejillas rosadas y sus ojos saltones hubiesen desaparecido del paisaje diario de Callejón Acacias; que el mecedor de plástico azul que usó para mirar nuestros partidos de bola e' trapo estuviese, desde aquel día en que se fue, confinado a un rincón del patio de su casa y que sus gritos de ahínco o festejo se hubiesen ido para siempre. Es que resultaba difícil de creer que ese hombre tosco, de conversaciones largas y consejos tontos, que siempre estuvo visible a todos, atendiendo la única tienda de la cuadra, contando chismes y averiguando la vida del barrio, ya no estuviese con nosotros y se hubiese ido para nunca volver. A dos años de su muerte me parecía aun mas difícil de creer que el resto del barrio se hubiese acostumbrado tan fácil a su ausencia y con tanta comodidad lo hubiese olvidado.
El viejo había sobrevivido a mucho: con residuos del Sinú corriendo por sus venas fue naufrago por tres días en un islote del Magdalena; sobrevivió al hambre, al crimen y la miseria; no pudieron con el ni el tifo ni la viruela. La alcahuetería de algunos vecinos le permitieron cuando niño, en alforja de cuero colgada sobre lomo de burro, escapar de conservadores enardecidos que perseguían a su familia. Todavía era un adolescente cuando el consentimiento al matrimonio lo salvó de la implacable escopeta de un suegro enojado, que habría dado su vida para matarlo. Recién llegado a esta ciudad, dieciséis inyecciones colocadas en circulo exacto alrededor de su ombligo, lo salvaron de morir a causa de la mordedura de un perro rabioso. Algunos preferían llamarlo "Cráneo Duro", ya que en una ocasión, poco después de mi nacimiento, el viejo Pineda viajando de bandera en uno de los buses del transporte publico estrelló su cabeza contra uno de los postes del alumbrado. A esto también sobrevivió y de esto solo le quedó una lesión cerebral que le dejó un tartamudeo fastidioso, que no le evitó en lo más mínimo la posibilidad ni el deseo de comunicarse. Sin embargo, no pudo huir a los embates de sus propios pensamientos, sucumbiendo inmisericorde, según él, a una noche de horror provocada por visiones interminables que se le presentaron mientras trataba de dormir en su propia cama.
Si, ya mencioné lo que para algunos ha sido lo más difícil de creer: "según él", y después entenderán porque a pesar de que el señor Cráneo Duro está muerto, puedo asegurar, "según él". No obstante, y esto nunca me atreví a confesar, para mí la razón de su muerte había sido otra.
El día en que murió, mis amigos y yo éramos niños de unos doce años que recién empezábamos el bachillerato. Para aquel entonces, en las únicas ocasiones en que podíamos ser vistos acabados de bañar, silenciosos y bien vestidos eran aquellas bien temprano por la mañana cuando íbamos para la escuela; en cualquier otra ocasión: en las tarde cuando habíamos regresado de ella, o los sábados y domingos cuando con toda seguridad las actividades académicas habían quedado olvidadas, solíamos permanecer sucios, bulliciosos y sudados jugando en la calle. Para entonces, él viejo Pineda ya llevaba algún tiempo acompañándonos, sentado en la acera al frente de su casa, cada sábado por la mañana, en los partidos, que contra equipos de otras localidades, intermitentemente jugábamos sobre el asfalto de la calle; interrumpidos a cada rato, por autos polvorientos, y de vez en cuando por mujeres cadenciosas que por ahí pasaban. En los minutos que antecedían a cada uno de nuestros partidos, él viejo era nuestro director técnico, y en contraste con esto, al comienzo del mismo, cuando todos estábamos preparados a seguir sus instrucciones, su rol cambiaba de improviso y sin dar pie a contradicciones se convertía en el árbitro del encuentro. A pesar que mi poca experiencia y de mi conocido afán desmesurado por creer en los demás, para mí era indudable que el viejo era malo en sus dos oficios. Como técnico era impaciente, gritón y desesperado. Como árbitro, su actitud no fue nunca de juez y más bien como buen abogado defensor siempre le estuvo dando la razón a nuestro equipo.
Si bien le dolía a todo el equipo no tenerlo entre nosotros; sólo a mis compañeros, no a mí, les parecía, que durante aquellos dos años de éxito, después de su funeral, desde donde quiera que él se encontrase, todavía seguía ayudándonos. ¿La razón? Después de su muerte, después de haber perdido sus gritos y pito de apoyo, y a pesar de que ya no teníamos sus consejos, duramos dos años sin volver a perder un partido.
Nuestra última derrota había tenido lugar el día previo a la noche de su muerte. Yo había desperdiciado un penalti, que ha pesar de los reclamos del equipo del Buen Retiro, con quienes jugábamos, el señor Pineda nos concedió después de haber pitado una mano de la que él fue —a pesar de no haberse levantado en ningún momento de su mecedor— el único testigo. Con excepción de mi mejor amigo Fidel Tigreros, nuestro arquero, todos mis compañeros subieron a observar de cerca mi ejecución. Todos a la expectativa; aunque confiados en que yo sabría cobrar algo que considerábamos no nos debían, preparados para contraatacar en caso de ser necesario. Mi disparo fue violento y desafortunado; la bola después de rebotar en el marco contrario, sobró a todo el equipo y fue a parar a los pies del contrario mas habilidoso, quien sólo tuvo que atravesar el improvisado campo, y solitario engañar a Fidel para anotar. El viejo Pineda no me dijo nada, pero me miró con rabia. Con los nervios de punta observé como la piel de su cara se endurecía para no dejar escapar la sangre que apretujaba para salir y como de sus ojos salían destellos brillantes que amenazaban con fulminarme.
Después de ese gol no oímos mas la voz del viejo, su silbato se concentró en hacerme recordar el fracaso. Nosotros por nuestra cuenta nos desordenamos y terminamos masacrados por El Buen Retiro en el más penoso de los 0-6 que mi experiencia ha conocido. Cuando terminó el partido, sorprendidos, mis compañeros lo vieron levantarse de su mecedor, todavía rojo de ira, y luego dirigirse callado y cabizbajo, a la tienda que a esa hora su mujer atendía; mientras yo por mi parte, con la vista clavada en el piso, veía como mi orgullo era engullido sin reparos por las grietas del pavimento.
Al día siguiente aún más sorprendidos nos enteramos de la muerte del señor Pineda, y tan solo un día después asistimos a su funeral.
En la noche del día de su funeral, después del velorio, cuando ya me encontraba en mi cama —durmiendo o con disposición para dormir, aunque parezca mentira, no lo sé—, la figura de la sonrisa fingida que su rostro mantenía en el ataúd permanecía aun nítida en mi cerebro. Mientras la noche transcurría inexorable, la imagen me mantenía en una vigilia discontinua de pesadillas indescifrables. Ya deberían haber transcurrido unas tres horas desde que llegué a la cama cuando sentí el soplo de una brisa helada que abrió de par en par la ventana de mi cuarto, se introdujo repentina en mi habitación, y congeló mis huesos. Abrí los ojos sobresaltado, pero además de las ventanas abiertas no vi nada extraño. Las cortinas de seda se estremecían bajo el roce suave de la brisa, disminuyendo a tiempos la intensidad de su movimiento; hasta que en momentos en que para mi la acción del viento se volvía casi imperceptible, unos golpes suaves en mis mejillas y la voz tartamuda del viejo Pineda sonando desde dentro de mi, estremecieron mi cuerpo de pies a cabeza. "¡A...a...aldo! ¡Aldo! ¡Po...po...por favor despierta, te...te...tengo que hablar contigo!", me decía, mientras el eco de su voz, resonaba gago y monótono a través del misterio de la noche, y se hacía afectuoso y triste, como si estuviese haciéndose el tonto o rogándome que le prestara atención.
En ningún momento dudé; su voz era inconfundible y mi reacción inmediata fue la de abrir tanto mis ojos como mi boca para gritar. Mi intento fue inútil. Por mucho que traté, de mis pulmones no salió el aire necesario, ni de mi boca salió sonido alguno, y mi cuerpo permaneció tan rígido que no pude moverme para correr. "No... No te...te...tengas miedo, tu...tu...tú más que nadie sabes que sería incapaz de ha...ha...hacerte daño," me dijo con una voz apagada que prolongaba las sílabas. Por momentos, mi corazón latía cada vez más aprisa y en mi frente, a pesar del frío que sentía, podía sentir el cosquilleo de gotas de sudor tratando sin éxito de escaparse por mis sienes.
No necesité mucho tiempo para darme cuenta que el aparecido podía leer mis pensamientos y que yo no tenía necesidad de hablar en voz alta para poder ser entendido. Su voz sonaba inofensiva, pero el viejo fue persistente y no solo me acompañó toda la noche, sino que me visitó sin falta hasta el día del segundo aniversario de su muerte, acosándome siempre con el mismo cuento. Aterrorizado por la experiencia, el transcurso del tiempo y la repetición de la visita, llegué con los días a convertirme en una piltrafa temblorosa que emitía solo algunos sonidos y que no podía pensar. ¡Oh amigos míos, se lo aseguro! Desde aquel día hasta el día en que me dijo adiós por siempre, su presencia me martirizó hasta el cansancio y no hubo medico, ni cura, ni amor de madre, ni correa de padre que pudiese exorcizar de mi su imagen.
Día tras día, mi madre me consolaba con caricias y palabras de aliento. Mi padre, por su parte, empleaba cuanta artimaña su sentido común le revelara; al comienzo utilizó el consejo y trató de hacerme razonar: "entiende Aldo, el espíritu no puede ser gago como lo fue el cuerpo, Cráneo Duro era gago por una lesión en su cerebro, es decir en su cuerpo ¿cómo puedes explicar que el espíritu sea gago también?", me decía; pero yo obstinado en mis creencias no lo escuchaba. Al final, el tiempo y la desesperación le obligaron a usar el regaño y la correa como armas para ahuyentar de mí el espíritu maligno. El doctor Rondón a su vez trató de tranquilizarme con sus menjurjes. Una benzodiazepina con mas fuerza que el mismo Diazepan, a la que la gente llamaba Xanax, y que él con arrogancia denominaba Alprazolam, hizo parte de mi dieta diaria por meses, pero el viejo Pineda terco y asiduo, hacía caso omiso y no paraba de martirizarme con sus visitas. Mis calificaciones en el colegio eran cada vez más bajas, mis carnes entre pellejo y hueso desaparecían, y las palabras que salían de mi boca eran cada vez más escasas. Mi único verdadero consuelo era la bola e'trapo; los sábados jugaba endemoniado y sacaba energía de las carnes que no tenía. Pensaba que haciendo goles lograría el perdón del señor Pineda, que gracias a mi desempeño de los sábados por la mañana él terminaría por no hacerme daño y que algún día no muy lejano el vendría a felicitarme y a decirme adiós para siempre.
Me debatía entre la vida y el muerto, y el viejo me repetía la historia una y otra vez, todas las noches. Como confesándose, como explicándome sin aclarar algo que yo no había preguntado: el como y el cuando se fue. Como a disco rayado, lo escuché tantas veces que terminé aprendiendo su discurso de memoria. Aunque siempre estuve callado y percibí sin reclamar, nunca creí que me contaba la historia completa, y la única explicación que daba a la incompletitud de su relato era la de que él quería martirizarme como castigo. A lo largo de los dos años en que estuvo visitándome, estuve convencido que se había muerto de rabia por culpa mía y que no descansaría en paz, hasta verme pagar la ofensa.
Juzguen por ustedes mismos si no es ridículo que me repitiera sin descanso esto, que a pesar de lo fácil de memorizar, me relataba cada noche en que me visitaba: Me contaba que aquel último día en que habitó su cuerpo, él y su esposa, la señora Berta, cerraron la tienda más temprano que de costumbre y de inmediato se fueron a dormir a su cama. Me decía que llevaban un buen rato acostados, y que él en particular no podía conciliar el sueño. Que la noche era larga; que la luz de la lampara de la calle atravesaba la cortina de seda estampada que cubría la ventana y que lúgubre iluminaba las paredes. Que el ruido suave de la brisa atravesando los calados, el tic tac del despertador de cuerdas que tenía en su mesita de noche, el zumbido del ventilador sin engrasar en la mesita de noche de su esposa y la respiración de ésta se apretujaban en el ambiente de su habitación. Que el colchón era duro, que la almohada muy blanda y que esta se sentía sucia y sudada. Entonces se detenía en su relato para asegurarme que ninguna de estas cosas era la causa de su insomnio. Había convivido con ellas desde hacía bastante tiempo, estaba acostumbrado a ellas, y por supuesto nunca le habrían perturbado tanto como para culparlas de su falta de sueño. Ese día lo que no lo dejaba dormir era la preocupación, y lo que lo tenía preocupado, eran las cuentas de la tienda, y el pensar tanto sobre ellas, lo tenía impasible y mantenía su cerebro de tal manera ocupado que no había podido quedarse dormido. Se habían ido a la cama más temprano porque las ventas habían disminuido a tal grado que desde hacía unos meses, después de las 8:00 de la noche ya no recibían ningún cliente. Lo agobiaban los recibos sin pagar, los costos por luz eléctrica habían subido y además uno de sus acreedores, su antiguo amigo, el señor que le vendía la leche, lo tenía acosado hasta el cuello con sus cobros.
Después de un rato de pensar preocupado notó que lo activo no era solo su mente, sino que además su cuerpo se mantenía en tal alto grado de movimiento que de continuar así, no iba a poder conciliar el sueño durante toda la noche. A ratos se colocaba boca arriba, con sus ojos ya acostumbrados, contando las tejas del cielo raso, como si haciendo esta tarea pudiese huir de la preocupación que le traían las otras cuentas. A ratos se colocaba boca abajo, más a pesar de mantener esta posición por algún rato, su cuerpo no permanecía en reposo porque su cabeza oscilaba cada tres minutos sobre la almohada, a tiempos mirando a su esposa, a ratos mirando hacia la ventana. Luego se colocaba de lado en posición fetal, luego de nuevo boca arriba. A ratos le hacía pedidos al Cristo que tenía al frente de su cama, a ratos se acariciaba el escroto, a ratos encogía las rodillas, a ratos se rascaba la cara. Como su verdadera finalidad no era quemar calorías sino dormir, empezó a ensayar sus propias técnicas de relajación. Se acostaba boca arriba, cerraba los ojos y empezaba a pensar en la parte superior de su cabeza. Se imaginaba que la piel de su calva se volvía blanda y esta se relajaba por encima de su cráneo. Luego se concentraba en su frente. Se imaginaba que la piel que la cubría se libraba de tensiones y se aflojaba para que la sangre corriera fácil por entré los vasos sanguíneos de su músculo frontal. De esa manera iba moviéndose con su mente hacia abajo sobre su cuerpo, hasta lograr que cada músculo se aflojara; que toda la sangre que contenía fluyera fácil, que su cuerpo se desconectara de su cerebro y éste del mundo, y parecerle que casi no sentía nada. Sin embargo, en el momento en que todo parecía estar funcionando y que el reposo al fin llegaba, un pensamiento furtivo invadía su cerebro y lo hacía recobrar su actividad. La noche proseguía inexorable hasta que se ocurrió la idea con la que pudo escapar de la trampa.
Esta nueva idea llegó a su mente en momentos en que se encontraba acostado boca abajo mirando hacia la ventana. Todavía no puede explicar porque se le ocurrió hacerlo, pero cerró sus ojos y empezó a relajarse pensando que en lugar de estar sobre un colchón se encontraba acostado sobre una nube blanda y que está translucida y confortable lo hacía sentir apaciblemente ingrávido. Hundió su cabeza de frente sobre el lugar de la nube que debía ser ocupado por la almohada y respiró profundo tratando de llenar sus pulmones con el gas liviano con que su mente había fabricado la nube. Casi al mismo instante sintió una enorme paz interior al tiempo que su cuerpo, como una pluma, parecía flotar sobre una atmósfera de calma. De repente las preocupaciones desaparecieron y en su lugar solo imágenes de sosiego ocuparon su pensamiento. Después de un rato en que su mente aun despierta descansaba en sopor, abrió los ojos. Cuando lo hizo sintió que su sangre se congelaba, todos sus órganos cosquilleaban y su piel se tornaba de gallina.
En efecto, se encontraba levitando sobre una nube blanda a unos dos metros por encima de su cama. La nube era un poco más grande que su cuerpo y su translucidez permitía que él acostado boca abajo pudiese ver con alguna nitidez lo que se encontraba por debajo de ella. Después de la sorpresa inicial, con suavidad abrazó la nube y sonrió. El sentimiento era de una paz enorme, la nube tenía existencia independiente y por debajo de él podía ver la imagen de su esposa que ahora sola, dormía sobre la cama. Se sentía despierto, pero descansando.
No había pasado mucho tiempo en esta posición, cuando se dio cuenta que ejercía un poder sobre la nube y que la podía hacer mover a su antojo; así que empezó a jugar y a moverla alrededor del cuarto. Unos minutos mas tardes ya se había convertido en piloto experto y empezó a jugar. En momentos colocaba la nube por encima de él, a ratos la hacia girar suave en círculos verticales y a ratos se lanzaba en picadas lentas que lo hacían casi tocar la cama a donde su esposa dormía sin percatarse de nada.
Fue en una de sus lanzadas en picadas cuando notó que su cuerpo atravesaba cuerpos y que las paredes ya no eran obstáculo. En un momento que la nube pasó cerca del enorme escaparate marrón en la pared opuesta a la ventana, advirtió con más que asombro, que su mano derecha en vez de tropezar con la madera se hundía en ella y la atravesaba como fantasma. Al principio sintió miedo, pero al darse cuenta que este evento no era más sorprendente que el de encontrarse volando sobre una nube dentro de su cuarto, se tranquilizó, se dejó llevar por las circunstancias y empezó a sacarles provecho. Si su mano podía atravesar el escaparate, entonces muy posiblemente todo su cuerpo podía salir de la casa sin necesidad de abrir la puerta. Enseguida empezó a elevarse despacio sobre la cama. La vista de su esposa le trajo recuerdos de su pueblo natal, de la tenería de un tal Don Miguel, del noviazgo desenfrenado que mantuvieron por más de dos años, del día en que la dejo plantada en la iglesia, del día en que arrepentido la fue a buscar y del día en que a escondidas huyeron a esta ciudad. La llamó María y no Berta. Le sonrío y se perdió en otros recuerdos de miedo y rabia mientras él y su nube sé alejaban suavemente hacia arriba. Pronto, sin darse cuenta, parte de su cuerpo ya había atravesado el cielo raso. Cuando hizo consciencia de esto, prosiguió lento pero decidido. Por un instante sus ojos tuvieron una visión borrosa de líneas y puntos naranjas y luego perdió la visión por completo.
Entonces se detuvo en su ascenso, sus ojos se abrieron desesperados para escudriñar, y sólo después de un rato empezó a descubrir objetos a su alrededor. Se encontraba ahora en un lugar más oscuro y había necesitado algún tiempo para adaptarse a la nueva falta de luz. Esto lo tranquilizó aún más, pues todavía sucedían cosas que tenían sentido.
Lo que sus ojos descubrieron cuando se acostumbraron fue geometría exacta: esferas perfectas que constituían dos balones viejos de plástico, prismas rectangulares formados por las vigas y columnas de madera sosteniendo el techo y cajas de cartón conteniendo objetos viejos guardados. Ahora sin miedo a tropezarse aprovecho para buscar entre las cajas la que contenía el árbol de Navidad y se movió plácido por el único lugar de la casa que no conocía en detalle. Pensaba en la falta de vida del lugar cuando la realidad lo sorprendió desmintiéndolo con el aleteo de un murciélago desprevenido que sin avisar atravesó su cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Había desarrollado desde niño un miedo incomprensible hacia los murciélagos y este último suceso le perturbó de tal forma que como sí cada partícula de su cuerpo hubiese atravesado el mismo túnel cuántico, con sus ojos cerrados, cayó de bruces sobre su cama.
Después de decirme esto su voz desaparecía y yo quedaba absorto mirando el cielo raso, imaginando lo que había encima de él, con la confusión del que no sabe si está dormido o despierto, y a pesar de la intriga con la que quedaba, con la esperanza de que la aparición no volviera jamas.
El viejo había sobrevivido a mucho: con residuos del Sinú corriendo por sus venas fue naufrago por tres días en un islote del Magdalena; sobrevivió al hambre, al crimen y la miseria; no pudieron con el ni el tifo ni la viruela. La alcahuetería de algunos vecinos le permitieron cuando niño, en alforja de cuero colgada sobre lomo de burro, escapar de conservadores enardecidos que perseguían a su familia. Todavía era un adolescente cuando el consentimiento al matrimonio lo salvó de la implacable escopeta de un suegro enojado, que habría dado su vida para matarlo. Recién llegado a esta ciudad, dieciséis inyecciones colocadas en circulo exacto alrededor de su ombligo, lo salvaron de morir a causa de la mordedura de un perro rabioso. Algunos preferían llamarlo "Cráneo Duro", ya que en una ocasión, poco después de mi nacimiento, el viejo Pineda viajando de bandera en uno de los buses del transporte publico estrelló su cabeza contra uno de los postes del alumbrado. A esto también sobrevivió y de esto solo le quedó una lesión cerebral que le dejó un tartamudeo fastidioso, que no le evitó en lo más mínimo la posibilidad ni el deseo de comunicarse. Sin embargo, no pudo huir a los embates de sus propios pensamientos, sucumbiendo inmisericorde, según él, a una noche de horror provocada por visiones interminables que se le presentaron mientras trataba de dormir en su propia cama.
Si, ya mencioné lo que para algunos ha sido lo más difícil de creer: "según él", y después entenderán porque a pesar de que el señor Cráneo Duro está muerto, puedo asegurar, "según él". No obstante, y esto nunca me atreví a confesar, para mí la razón de su muerte había sido otra.
El día en que murió, mis amigos y yo éramos niños de unos doce años que recién empezábamos el bachillerato. Para aquel entonces, en las únicas ocasiones en que podíamos ser vistos acabados de bañar, silenciosos y bien vestidos eran aquellas bien temprano por la mañana cuando íbamos para la escuela; en cualquier otra ocasión: en las tarde cuando habíamos regresado de ella, o los sábados y domingos cuando con toda seguridad las actividades académicas habían quedado olvidadas, solíamos permanecer sucios, bulliciosos y sudados jugando en la calle. Para entonces, él viejo Pineda ya llevaba algún tiempo acompañándonos, sentado en la acera al frente de su casa, cada sábado por la mañana, en los partidos, que contra equipos de otras localidades, intermitentemente jugábamos sobre el asfalto de la calle; interrumpidos a cada rato, por autos polvorientos, y de vez en cuando por mujeres cadenciosas que por ahí pasaban. En los minutos que antecedían a cada uno de nuestros partidos, él viejo era nuestro director técnico, y en contraste con esto, al comienzo del mismo, cuando todos estábamos preparados a seguir sus instrucciones, su rol cambiaba de improviso y sin dar pie a contradicciones se convertía en el árbitro del encuentro. A pesar que mi poca experiencia y de mi conocido afán desmesurado por creer en los demás, para mí era indudable que el viejo era malo en sus dos oficios. Como técnico era impaciente, gritón y desesperado. Como árbitro, su actitud no fue nunca de juez y más bien como buen abogado defensor siempre le estuvo dando la razón a nuestro equipo.
Si bien le dolía a todo el equipo no tenerlo entre nosotros; sólo a mis compañeros, no a mí, les parecía, que durante aquellos dos años de éxito, después de su funeral, desde donde quiera que él se encontrase, todavía seguía ayudándonos. ¿La razón? Después de su muerte, después de haber perdido sus gritos y pito de apoyo, y a pesar de que ya no teníamos sus consejos, duramos dos años sin volver a perder un partido.
Nuestra última derrota había tenido lugar el día previo a la noche de su muerte. Yo había desperdiciado un penalti, que ha pesar de los reclamos del equipo del Buen Retiro, con quienes jugábamos, el señor Pineda nos concedió después de haber pitado una mano de la que él fue —a pesar de no haberse levantado en ningún momento de su mecedor— el único testigo. Con excepción de mi mejor amigo Fidel Tigreros, nuestro arquero, todos mis compañeros subieron a observar de cerca mi ejecución. Todos a la expectativa; aunque confiados en que yo sabría cobrar algo que considerábamos no nos debían, preparados para contraatacar en caso de ser necesario. Mi disparo fue violento y desafortunado; la bola después de rebotar en el marco contrario, sobró a todo el equipo y fue a parar a los pies del contrario mas habilidoso, quien sólo tuvo que atravesar el improvisado campo, y solitario engañar a Fidel para anotar. El viejo Pineda no me dijo nada, pero me miró con rabia. Con los nervios de punta observé como la piel de su cara se endurecía para no dejar escapar la sangre que apretujaba para salir y como de sus ojos salían destellos brillantes que amenazaban con fulminarme.
Después de ese gol no oímos mas la voz del viejo, su silbato se concentró en hacerme recordar el fracaso. Nosotros por nuestra cuenta nos desordenamos y terminamos masacrados por El Buen Retiro en el más penoso de los 0-6 que mi experiencia ha conocido. Cuando terminó el partido, sorprendidos, mis compañeros lo vieron levantarse de su mecedor, todavía rojo de ira, y luego dirigirse callado y cabizbajo, a la tienda que a esa hora su mujer atendía; mientras yo por mi parte, con la vista clavada en el piso, veía como mi orgullo era engullido sin reparos por las grietas del pavimento.
Al día siguiente aún más sorprendidos nos enteramos de la muerte del señor Pineda, y tan solo un día después asistimos a su funeral.
En la noche del día de su funeral, después del velorio, cuando ya me encontraba en mi cama —durmiendo o con disposición para dormir, aunque parezca mentira, no lo sé—, la figura de la sonrisa fingida que su rostro mantenía en el ataúd permanecía aun nítida en mi cerebro. Mientras la noche transcurría inexorable, la imagen me mantenía en una vigilia discontinua de pesadillas indescifrables. Ya deberían haber transcurrido unas tres horas desde que llegué a la cama cuando sentí el soplo de una brisa helada que abrió de par en par la ventana de mi cuarto, se introdujo repentina en mi habitación, y congeló mis huesos. Abrí los ojos sobresaltado, pero además de las ventanas abiertas no vi nada extraño. Las cortinas de seda se estremecían bajo el roce suave de la brisa, disminuyendo a tiempos la intensidad de su movimiento; hasta que en momentos en que para mi la acción del viento se volvía casi imperceptible, unos golpes suaves en mis mejillas y la voz tartamuda del viejo Pineda sonando desde dentro de mi, estremecieron mi cuerpo de pies a cabeza. "¡A...a...aldo! ¡Aldo! ¡Po...po...por favor despierta, te...te...tengo que hablar contigo!", me decía, mientras el eco de su voz, resonaba gago y monótono a través del misterio de la noche, y se hacía afectuoso y triste, como si estuviese haciéndose el tonto o rogándome que le prestara atención.
En ningún momento dudé; su voz era inconfundible y mi reacción inmediata fue la de abrir tanto mis ojos como mi boca para gritar. Mi intento fue inútil. Por mucho que traté, de mis pulmones no salió el aire necesario, ni de mi boca salió sonido alguno, y mi cuerpo permaneció tan rígido que no pude moverme para correr. "No... No te...te...tengas miedo, tu...tu...tú más que nadie sabes que sería incapaz de ha...ha...hacerte daño," me dijo con una voz apagada que prolongaba las sílabas. Por momentos, mi corazón latía cada vez más aprisa y en mi frente, a pesar del frío que sentía, podía sentir el cosquilleo de gotas de sudor tratando sin éxito de escaparse por mis sienes.
No necesité mucho tiempo para darme cuenta que el aparecido podía leer mis pensamientos y que yo no tenía necesidad de hablar en voz alta para poder ser entendido. Su voz sonaba inofensiva, pero el viejo fue persistente y no solo me acompañó toda la noche, sino que me visitó sin falta hasta el día del segundo aniversario de su muerte, acosándome siempre con el mismo cuento. Aterrorizado por la experiencia, el transcurso del tiempo y la repetición de la visita, llegué con los días a convertirme en una piltrafa temblorosa que emitía solo algunos sonidos y que no podía pensar. ¡Oh amigos míos, se lo aseguro! Desde aquel día hasta el día en que me dijo adiós por siempre, su presencia me martirizó hasta el cansancio y no hubo medico, ni cura, ni amor de madre, ni correa de padre que pudiese exorcizar de mi su imagen.
Día tras día, mi madre me consolaba con caricias y palabras de aliento. Mi padre, por su parte, empleaba cuanta artimaña su sentido común le revelara; al comienzo utilizó el consejo y trató de hacerme razonar: "entiende Aldo, el espíritu no puede ser gago como lo fue el cuerpo, Cráneo Duro era gago por una lesión en su cerebro, es decir en su cuerpo ¿cómo puedes explicar que el espíritu sea gago también?", me decía; pero yo obstinado en mis creencias no lo escuchaba. Al final, el tiempo y la desesperación le obligaron a usar el regaño y la correa como armas para ahuyentar de mí el espíritu maligno. El doctor Rondón a su vez trató de tranquilizarme con sus menjurjes. Una benzodiazepina con mas fuerza que el mismo Diazepan, a la que la gente llamaba Xanax, y que él con arrogancia denominaba Alprazolam, hizo parte de mi dieta diaria por meses, pero el viejo Pineda terco y asiduo, hacía caso omiso y no paraba de martirizarme con sus visitas. Mis calificaciones en el colegio eran cada vez más bajas, mis carnes entre pellejo y hueso desaparecían, y las palabras que salían de mi boca eran cada vez más escasas. Mi único verdadero consuelo era la bola e'trapo; los sábados jugaba endemoniado y sacaba energía de las carnes que no tenía. Pensaba que haciendo goles lograría el perdón del señor Pineda, que gracias a mi desempeño de los sábados por la mañana él terminaría por no hacerme daño y que algún día no muy lejano el vendría a felicitarme y a decirme adiós para siempre.
Me debatía entre la vida y el muerto, y el viejo me repetía la historia una y otra vez, todas las noches. Como confesándose, como explicándome sin aclarar algo que yo no había preguntado: el como y el cuando se fue. Como a disco rayado, lo escuché tantas veces que terminé aprendiendo su discurso de memoria. Aunque siempre estuve callado y percibí sin reclamar, nunca creí que me contaba la historia completa, y la única explicación que daba a la incompletitud de su relato era la de que él quería martirizarme como castigo. A lo largo de los dos años en que estuvo visitándome, estuve convencido que se había muerto de rabia por culpa mía y que no descansaría en paz, hasta verme pagar la ofensa.
Juzguen por ustedes mismos si no es ridículo que me repitiera sin descanso esto, que a pesar de lo fácil de memorizar, me relataba cada noche en que me visitaba: Me contaba que aquel último día en que habitó su cuerpo, él y su esposa, la señora Berta, cerraron la tienda más temprano que de costumbre y de inmediato se fueron a dormir a su cama. Me decía que llevaban un buen rato acostados, y que él en particular no podía conciliar el sueño. Que la noche era larga; que la luz de la lampara de la calle atravesaba la cortina de seda estampada que cubría la ventana y que lúgubre iluminaba las paredes. Que el ruido suave de la brisa atravesando los calados, el tic tac del despertador de cuerdas que tenía en su mesita de noche, el zumbido del ventilador sin engrasar en la mesita de noche de su esposa y la respiración de ésta se apretujaban en el ambiente de su habitación. Que el colchón era duro, que la almohada muy blanda y que esta se sentía sucia y sudada. Entonces se detenía en su relato para asegurarme que ninguna de estas cosas era la causa de su insomnio. Había convivido con ellas desde hacía bastante tiempo, estaba acostumbrado a ellas, y por supuesto nunca le habrían perturbado tanto como para culparlas de su falta de sueño. Ese día lo que no lo dejaba dormir era la preocupación, y lo que lo tenía preocupado, eran las cuentas de la tienda, y el pensar tanto sobre ellas, lo tenía impasible y mantenía su cerebro de tal manera ocupado que no había podido quedarse dormido. Se habían ido a la cama más temprano porque las ventas habían disminuido a tal grado que desde hacía unos meses, después de las 8:00 de la noche ya no recibían ningún cliente. Lo agobiaban los recibos sin pagar, los costos por luz eléctrica habían subido y además uno de sus acreedores, su antiguo amigo, el señor que le vendía la leche, lo tenía acosado hasta el cuello con sus cobros.
Después de un rato de pensar preocupado notó que lo activo no era solo su mente, sino que además su cuerpo se mantenía en tal alto grado de movimiento que de continuar así, no iba a poder conciliar el sueño durante toda la noche. A ratos se colocaba boca arriba, con sus ojos ya acostumbrados, contando las tejas del cielo raso, como si haciendo esta tarea pudiese huir de la preocupación que le traían las otras cuentas. A ratos se colocaba boca abajo, más a pesar de mantener esta posición por algún rato, su cuerpo no permanecía en reposo porque su cabeza oscilaba cada tres minutos sobre la almohada, a tiempos mirando a su esposa, a ratos mirando hacia la ventana. Luego se colocaba de lado en posición fetal, luego de nuevo boca arriba. A ratos le hacía pedidos al Cristo que tenía al frente de su cama, a ratos se acariciaba el escroto, a ratos encogía las rodillas, a ratos se rascaba la cara. Como su verdadera finalidad no era quemar calorías sino dormir, empezó a ensayar sus propias técnicas de relajación. Se acostaba boca arriba, cerraba los ojos y empezaba a pensar en la parte superior de su cabeza. Se imaginaba que la piel de su calva se volvía blanda y esta se relajaba por encima de su cráneo. Luego se concentraba en su frente. Se imaginaba que la piel que la cubría se libraba de tensiones y se aflojaba para que la sangre corriera fácil por entré los vasos sanguíneos de su músculo frontal. De esa manera iba moviéndose con su mente hacia abajo sobre su cuerpo, hasta lograr que cada músculo se aflojara; que toda la sangre que contenía fluyera fácil, que su cuerpo se desconectara de su cerebro y éste del mundo, y parecerle que casi no sentía nada. Sin embargo, en el momento en que todo parecía estar funcionando y que el reposo al fin llegaba, un pensamiento furtivo invadía su cerebro y lo hacía recobrar su actividad. La noche proseguía inexorable hasta que se ocurrió la idea con la que pudo escapar de la trampa.
Esta nueva idea llegó a su mente en momentos en que se encontraba acostado boca abajo mirando hacia la ventana. Todavía no puede explicar porque se le ocurrió hacerlo, pero cerró sus ojos y empezó a relajarse pensando que en lugar de estar sobre un colchón se encontraba acostado sobre una nube blanda y que está translucida y confortable lo hacía sentir apaciblemente ingrávido. Hundió su cabeza de frente sobre el lugar de la nube que debía ser ocupado por la almohada y respiró profundo tratando de llenar sus pulmones con el gas liviano con que su mente había fabricado la nube. Casi al mismo instante sintió una enorme paz interior al tiempo que su cuerpo, como una pluma, parecía flotar sobre una atmósfera de calma. De repente las preocupaciones desaparecieron y en su lugar solo imágenes de sosiego ocuparon su pensamiento. Después de un rato en que su mente aun despierta descansaba en sopor, abrió los ojos. Cuando lo hizo sintió que su sangre se congelaba, todos sus órganos cosquilleaban y su piel se tornaba de gallina.
En efecto, se encontraba levitando sobre una nube blanda a unos dos metros por encima de su cama. La nube era un poco más grande que su cuerpo y su translucidez permitía que él acostado boca abajo pudiese ver con alguna nitidez lo que se encontraba por debajo de ella. Después de la sorpresa inicial, con suavidad abrazó la nube y sonrió. El sentimiento era de una paz enorme, la nube tenía existencia independiente y por debajo de él podía ver la imagen de su esposa que ahora sola, dormía sobre la cama. Se sentía despierto, pero descansando.
No había pasado mucho tiempo en esta posición, cuando se dio cuenta que ejercía un poder sobre la nube y que la podía hacer mover a su antojo; así que empezó a jugar y a moverla alrededor del cuarto. Unos minutos mas tardes ya se había convertido en piloto experto y empezó a jugar. En momentos colocaba la nube por encima de él, a ratos la hacia girar suave en círculos verticales y a ratos se lanzaba en picadas lentas que lo hacían casi tocar la cama a donde su esposa dormía sin percatarse de nada.
Fue en una de sus lanzadas en picadas cuando notó que su cuerpo atravesaba cuerpos y que las paredes ya no eran obstáculo. En un momento que la nube pasó cerca del enorme escaparate marrón en la pared opuesta a la ventana, advirtió con más que asombro, que su mano derecha en vez de tropezar con la madera se hundía en ella y la atravesaba como fantasma. Al principio sintió miedo, pero al darse cuenta que este evento no era más sorprendente que el de encontrarse volando sobre una nube dentro de su cuarto, se tranquilizó, se dejó llevar por las circunstancias y empezó a sacarles provecho. Si su mano podía atravesar el escaparate, entonces muy posiblemente todo su cuerpo podía salir de la casa sin necesidad de abrir la puerta. Enseguida empezó a elevarse despacio sobre la cama. La vista de su esposa le trajo recuerdos de su pueblo natal, de la tenería de un tal Don Miguel, del noviazgo desenfrenado que mantuvieron por más de dos años, del día en que la dejo plantada en la iglesia, del día en que arrepentido la fue a buscar y del día en que a escondidas huyeron a esta ciudad. La llamó María y no Berta. Le sonrío y se perdió en otros recuerdos de miedo y rabia mientras él y su nube sé alejaban suavemente hacia arriba. Pronto, sin darse cuenta, parte de su cuerpo ya había atravesado el cielo raso. Cuando hizo consciencia de esto, prosiguió lento pero decidido. Por un instante sus ojos tuvieron una visión borrosa de líneas y puntos naranjas y luego perdió la visión por completo.
Entonces se detuvo en su ascenso, sus ojos se abrieron desesperados para escudriñar, y sólo después de un rato empezó a descubrir objetos a su alrededor. Se encontraba ahora en un lugar más oscuro y había necesitado algún tiempo para adaptarse a la nueva falta de luz. Esto lo tranquilizó aún más, pues todavía sucedían cosas que tenían sentido.
Lo que sus ojos descubrieron cuando se acostumbraron fue geometría exacta: esferas perfectas que constituían dos balones viejos de plástico, prismas rectangulares formados por las vigas y columnas de madera sosteniendo el techo y cajas de cartón conteniendo objetos viejos guardados. Ahora sin miedo a tropezarse aprovecho para buscar entre las cajas la que contenía el árbol de Navidad y se movió plácido por el único lugar de la casa que no conocía en detalle. Pensaba en la falta de vida del lugar cuando la realidad lo sorprendió desmintiéndolo con el aleteo de un murciélago desprevenido que sin avisar atravesó su cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Había desarrollado desde niño un miedo incomprensible hacia los murciélagos y este último suceso le perturbó de tal forma que como sí cada partícula de su cuerpo hubiese atravesado el mismo túnel cuántico, con sus ojos cerrados, cayó de bruces sobre su cama.
Después de decirme esto su voz desaparecía y yo quedaba absorto mirando el cielo raso, imaginando lo que había encima de él, con la confusión del que no sabe si está dormido o despierto, y a pesar de la intriga con la que quedaba, con la esperanza de que la aparición no volviera jamas.
II
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Escuché sin pestañear lo mismo durante dos años, hasta que el día del segundo aniversario de su muerte, acompañamos a la señora Berta —quien al igual que yo había perdido casi por completo las carnes y se debatía en desespero para sobrevivir— a la misa de aniversario. En realidad el aniversario de la muerte era el lunes siguiente, pero la viuda se lo festejo el Domingo anterior. La iglesia estuvo llena, pero en ella se estaban conmemorando otras cosas. Los que asistimos con la ocasión de la muerte de Señor Pineda fuimos en realidad solo tres. No muchos estaban interesados, mi madre y yo fuimos por prescripción del padre Juanito, quien consideró que esto sería positivo en mi tratamiento, y éste en la misa sólo dedico unos segundos para mencionar al viejo.
Después de la ceremonia, la comitiva entera, es decir mi madre y yo, acompañamos a la señora Berta a su casa. La tienda estaba en las tablas y esto hacia pensar que en la propia despensa no habría casi nada. Cuando llegamos a la sala de la casa lo primero que hizo la Señora Berta fue dirigirse al retrato del señor Pineda que tenia colgado en la Pared. Lo miró con detenimiento y luego empezó a hablarle, yo ubicado a unos cuatro metros de distancia, la miré discutir llorosa y luego cambiar su expresión de tristeza a una de rabia incontenible. Como si de repente algo la hubiese sacado de quicio, y en lugar del retrato quien estuviese al frente de ella fuese su propio esposo, empezó a insultar y manotear desaforada. Luego sus ojos se desorbitaron y en un arrebato repentino arrancó de un solo tiro el retrato de la pared y lo tiró contra el suelo, a tiempo que gritaba una y otra vez “¿por qué te fuiste desgraciado?” y se dirigía, con lentitud y sin despedirse, llorando hacia su cuarto. Mi madre y yo perplejos quedamos mirándonos por unos momentos. Al rato, mientras mamá recogía los vidrios ajenos, boquiabierto yo absorbía el momento. Por primera vez veía que alguien irrespetara de verdad al señor Pineda, además las palabras de la Señora Berta debían estar apretujadas jugueteando en mi inconsciente ya que de alguna manera y a cada rato afloraban a mi consciencia haciéndome sonreír.
No habíamos llegado a nuestra casa y yo ya estaba decidido a descargar las palabras de la señora Berta a el mismísimo señor Pineda esa misma noche; aunque por motivos obvios, y por supuesto, no iba a usar la palabra “desgraciado.” Quien podría creerlo, mi miedo había desaparecido y esta vez aguardaba a la noche impaciente.
Esa noche, cuando el señor Pineda llegó en horario acostumbrado ya yo lo estaba esperando. Así que cuando empezó su relato, lo detuve con el siguiente pensamiento: "Está bien, eso ya me lo dijo, pero por favor continúe y dígame lo que pasó después. Usted todos los días me dice que después que el murciélago lo atravesó cayó sobre la cama. dígame entonces porque usted no está con nosotros. contesté lo que su esposa esta preguntando: ¿Por qué se fue? ¿Por qué la dejó sola?"
Entonces su voz dejo de sonarme por un momento y como si tuviera que pensarlo bien antes de contarlo, tan solo después de un rato largo prosiguió con su relato. Esta vez por primera vez, me contó lo que pasó después, y luego cuando finalizó su historia, se alejó por siempre. Por alguna otra extraña causa, aunque solo lo oí una vez, no he podido olvidar detalle alguno de su narrativa y desde entonces he gozado de la tranquilidad que se me negó por dos años. Las cosas poco a poco han regresado a la normalidad, mi cuerpo ha comenzado a empeluchar, tengo en ocaciones partidos malos y buenos, las tensiones han desaparecido y por fortuna —ahora puedo decirlo— nuestro equipo ha empezado a perder algunos partidos.
El viejo Pineda continuó entonces el relato que dejaba atascado cada noche: me contó que después de ser atravesado por el murciélago y caer sobre la cama, giró la cabeza hacia la señora Berta y abrió sus ojos. Ella dormía apacible y su ronquido ahora un tanto más suave fue como música para sus oídos. Su mano se movió para acariciar la de ella y sintió la tibieza de su carne. “Que vaina tan rara, aún estoy vivo” pensó y al mismo tiempo lo invadió una sensación de alegría incontenible. El haber descubierto en si mismo nuevas habilidades lo mantenía excitado en extremo.
No habían pasado cinco minutos, cuando ya empezaba a extrañar la tranquilidad del viaje sobre la nube y se decidió a viajar de nuevo. Cerró los ojos, se imaginó la nube, la abrazó tierno y quedo suspendido en los aires. Abrió los ojos miró a su mujer metro y medio por debajo de él y decidió salir sin avisar. Por supuesto que no iba a salir por el techo, así qué puso la nube y su cuerpo horizontal, cabeza hacia la pared que contenía la única ventana del cuarto, pero en vez de moverse hacia la propia ventana para atravesar el vidrio, se movió hacia lo que en teoría me parecía más difícil, la propia pared al lado de ella. Cuando me contó esto, yo supuse que el viejo le había tenido miedo a atravesar el hierro duro de la canasta de hierro que protege toda la casa desde la ventana, pero él me dijo que lo mataba de curiosidad el saber lo que iba a sentir atravesando la pared. No sintió nada extraño. Su cuerpo, con la cabeza por delante, atravesó despacio los quince centímetros de pintura, cemento y ladrillo que forman el grosor de la pared sintiendo casi lo mismo a lo de caminar por la calle rompiendo el aire. La única diferencia obviamente fue el atravesar de sus ojos. En los momentos en que sus ojos atravesaban la pared tuvo nuevamente la visión de puntos y lineas brillantes de color anaranjado. Salió a la calle sobre el jardín de su casa, rozó sin atravesar algunas de las ramas del Azar de la India, se elevó aún más y se detuvo para ver el espectáculo de la noche a unos diez metros por encima del pavimento. Era noviembre, pero ya una brisa fresca bañaba a la ciudad. La luna pendía redonda y plena en el firmamento estrellado y su luz se derramaba por las frondosas ramas de los árboles arrojando cántaros sobre el pavimento. Era cómo llover sobre mojado porque, separadas por unos cuarenta metros entre sí, duchas de mercurio empapaban la calle con su luz azulada. Micifú, Pola y Kaliman se movían libre por los techos, y cabezas de dragones se asomaban curiosas desde los plafones de algunas casas. La vista de Callejón Acacias lo llenó de regocijo.
A pesar que su posición en la nube le permitía pasar sobre los árboles, decidió bajar unos cuantos metros y atravesar el túnel que forman las ramas al encontrarse sobre la calle. Una alfombra dorada se extendía alrededor de los almendros y los acacias habían dejado caer su flores amarillas. "¡Que maravilla esta ciudad! Las estaciones confundidas en una sola: los almendros están en otoño, las acacias en primavera, los matarratones en verano, que confundido con el invierno, sólo alcanza para darnos esta brisa fresca;" pensaba, mientras dirigía con su pensamiento la nube por dentro de los árboles, a unos dos metros del pavimento.
Descendió por entre los árboles hasta llegar a la intersección con la Calle de la Chichí, adonde termina Callejón Acacias. Ahí, como si estuviese manejando uno de los buses del transporte público, cruzó hacia su izquierda y se elevó suave hacia el firmamento, posandose sobre la siguiente intersección a donde los tres guásimos forman el más descarado de los triángulos de amor de la ciudad. Quería tener una vista elevada del lugar adonde compraba los chicharrones con yuca de cada domingo. Siempre pensó que debía haber un guásimo en cada una de las cuatro esquina y nunca entendió por que el propietario de la cuarta esquina, mantenía su tierra tan árida, tan desolada, tan expuesta al sol, cortando de esa manera la simetría de las esquinas. Ahora que ha unos cincuenta metros de altura tenía una buena visión del panorama observó con asombro que la vista era hermosa y que el triángulo formado por los árboles conformaba una delicada estructura, al mismo tiempo flexible y rígida.
Bajaba extasiado a contemplar, a unos diez metros del suelo sobre la esquina sin árbol, como el fenómeno se apreciaba en la diagonal, cuando su pensamiento fue interrumpido por el sonido de un disparo seco. Su cabeza de inmediato giró hacia donde provenía el sonido y el panorama de paz bajo sus ojos cambió de improviso. Vio a Mario, el señor que vendía los chicharrones, arrodillado sobre la acera. Un hilo de líquido rojo brotaba suave desde un orificio en el delantal sobre su pecho y llenaba un charco del mismo que se extendía alrededor de sus rodillas. En la esquina del frente, exactamente debajo de donde el señor Pineda se encontraba, una mujer vestida de negro se encontraba arrodillada en la misma posición y desde cada uno de sus ojos un líquido transparente brotaba abundante y sin empapar su vestido bajaba sobre su cuerpo en un hilo triste que caía sobre la tierra y formaba un charco diáfano alrededor de sus rodillas. Dos columnas delgadas de humo que venían desde la calle ocultaban al asesino, mientras ascendían raudas y penetraban los orificios nasales del señor Pineda. El olor a pólvora debió de perturbar con brusquedad sus sentidos, porque una vez lo sintió cerró los ojos y en una hipotenusa larga calló nuevamente boca abajo sobre su cama.
"Desgraciado! Que susto el que me dio." Me contó, sin referirse a nadie en particular, que se dijo cuando abrió sus ojos al lado de su mujer en su cama. Su respiración se sentía un tanto agitada, y su corazón latía rápido y sonoro. Con el oído izquierdo sobre su cama, podía oírlo repicar como taladro sobre el colchón de su cama, con las palmas de la mano sobre el colchón debajo de la almohada podía sentir su retumbe como golpe de tambor.
Después de contarme esto se quedo callado por unos instantes. Yo por mi parte, al escucharlo, me di cuenta que lo me contaba era una visión amañada del escenario en que mataron a uno de sus amigos y quedé por unos instantes un tanto trastornado; pero me repuse casi que de inmediato, y al rato pude preguntarle por lo qué pasó después. Entonces, él prosiguió con su historia.
Me dijo que su experiencia sobre los guásimos lo dejó muy nervioso y decidió volver a relajarse. "Tengo que salir en la nube", pensó, "pero ahora no voy a pasar por ahí, quiero gozar, quiero sacar provecho a esta habilidad que he adquirido". Y entonces empezó a jugar a atravesar paredes. Inicio con las de su propia casa. Atravesó la pared que lo separaba del baño y luego la que separaba éste del cuarto de su cuñada. "¡Vieja asesina!", murmuró, y de inmediato salió de la casa. Luego quiso averiguar lo que pasaba en el resto del barrio, quería mirar mujeres mas jóvenes o mejor aun, mujeres desnudas. Se moría de curiosidad por saber quienes estarían haciendo el amor a esa hora. Qué tal si bajo el encubrimiento de las sombras, tomando ventaja de su posición y siendo testigo de la tersura de la piel, pudiese sin ninguna clase de reparo propinarse a esta hora de la noche su propia solitaria tan acostumbrada gratificación. No todo el mundo dormía bien arropado, pero ni las piernas desnudas ni las formas claras marcadas en las sabanas excitaban su ello ni inflamaban su yo, y mas bien un tedio melancólico embargaba su interior. Estuvo desconcertado por instantes y maldijo la situación; pero luego, cuando hizo nuevamente consciencia de su estado privilegiado, recapacitó. Era un buena paga de nacimiento y la vida, su acreedor de siempre, no había tenido ningún problema en llevarse su virilidad como parte pago por la facultad proporcionada.
Un tanto aburrido, un tanto amargado, después de algún rato salió otra vez a navegar por los aires en su nube. Esta vez, se elevó un poco por encima de los techos de las casas y dejándose llevar por la corriente de aire se movió horizontal pero perpendicular a Callejón Acacias, atravesó la acera del frente, cruzó Matadero y se colocó por encima de la Escuela Normal. El terreno de la Escuela se veía enorme desde su posición sobre la nube y los edificios de aulas se confundían en la vegetación. Le gustaba decirse que la ciudad estaba arborizada y la vista de la Normal se lo confirmaba. Después de deleitarse un rato con la vista de almendros, robles, guayacanes, olivos y bongas, decidió hacer el recorrido que mas le gustaba: salir por la puerta principal de la escuela y caminar por la Avenida John F. Kennedy hasta el Estadio Romelio Martinez. Solo que ahora en vez de caminar volaría por los aires. Se elevó unos cien metros y siguió la linea de luces de la Avenida. Para entonces, las calles habían perdido por completo su perpendicularidad y ante los ojos del viejo se había abierto una red amorfa de caminos torcidos. "Ni las calles van de Sur a Norte, ni las carreras de este a oeste'" pensó cuando, vio la oblicuidad de los caminos.
Después de atravesar Cuartel dirigió su mirada hacia el Romelio. Por instantes la atmósfera se encendió con luz, un calor sofocante invadió el ambiente y miles de gritos resonaron de júbilo, sonrió y prosiguió su recorrido sobre la Kennedy. Desde la altura todo se veía pequeño, ¿pero no era acaso ésta, una nueva forma de gozar? La suavidad del viento, la comodidad de la nube y del movimiento aliviaba su tensión. La proximidad del río le puso la piel de gallina y prosiguió suave lleno de Jubilo.
Cuando cruzaba la Avenida de los Mártires de la Aviación, en toda la esquina del Hotel del Prado, un estruendo lo sacó de su trance. Una columna de polvo se levantó de súbito y ante sus ojos se abrió un telón polvoriento que revelaba un espectáculo funesto. Desde la falda de una montaña de escombros, que no sabía como, se acababa de formar en el lugar que estaban construyendo la nueva torre del hotel, cuarenta y nueve orificios se habían convertido en manantiales por donde brotaban cuarenta y nueve hilos de sangre. Una extraña fuerza dirigía la red de liquido púrpura hacia la Kennedy y la hacía formar un arroyo enorme de crestas violentas cuyo cauce descendía raudo hacia la vía cuarenta como buscando el río. Pringos de gotas negras ensuciaban la acera, chorretes de pesadumbre empañaban las materas del Bulevar. Manchas oscuras de liquido espeso podían apreciarse hasta en los techos vecinos, truenos de fuego refulgían a lo lejos, detrás de algunas pocas nubes negras que se había acumulado sobre el horizonte. Paralelo a ese arroyo, por la San Francisco, uno con la misma fuerza, pero de aguas cristalina corría. Los manantiales que lo producían eran los ojos de mujeres que al frente del hotel se habían agrupado. Los dos arroyos reventaban en la vía 40 y formando uno solo, menos púrpura, más violento, esquivaban el cemento que quedaba, se introducían en la maleza y penetraban el río. Las imágenes debieron haberse sucedido con extrema rapidez, ya que en menos de un instante, a lo lejos podía apreciar el gris de Bocas de Cenizas convertido en un extraño rosado. La valla de los Cuéllar y de los Serrano y de los Gomez que decía: “Aquí se construye la torre de cinco pisos” se mostraba con el cinco achicopalado, tachado en morado con una equis. Mientras que en un negro indeleble, un tanto a la derecha, un tanto hacia arriba de la equis, alguien sin pudor ni recato, había dibujado un siete enorme que sobresalía en relieve sobre el aviso.
Después de contar esto, el señor Pineda hizo una pausa larga en su monólogo y yo aproveché para meditar sobre lo que había oído. Redrum,...Redrum,..., resonaba en el laboratorio de mi pensamiento, pero traté de no pensar en nada más. Ya me había dado cuenta que esto último episodio relatado era también un recuerdo transformado de la tragedia que le había arrebatado, ya hacía algunos años, a otro de sus amigos y por supuesto yo no quería desmentir al viejo.
Cuando reanudó su relato, su voz resonaba aún más triste. Con un tartamudeo más molesto que nunca, me dijo que el estupor que ésta visión le ocasionó fueron tan grandes, que de inmediato su nube perdió el soporte mental que la mantenía en funcionamiento y nuevamente en menos que un santiamén se encontró boca abajo sobre su cama. Luego calló por unos minutos. Yo lo esperé en mi pensamiento, y solo después de un rato, él prosiguió lento con su narrativa.
Como ya lo tenía de costumbre, al poco tiempo salió de nuevo en su nube y se arriesgó a volar sobre la Avenida John F. Kennedy nuevamente. —No podía evitar mirar el Romelio—. Así que solo después de contemplarlo por un rato prosiguió su camino. Ésta vez, en vez de continuar sobre la misma calle, cambió su rumbo y se dirigió hacia el este por sobré la Avenida Olaya Herrera, como buscando el río por otro lado. Corrientes de aire por ocasiones rozaban sus cabellos y la vista de borrachos y prostitutas le permitió sonreír. Sentía un placer enorme viajando en su nube y la sensación de calma lo hacía distanciarse de cualquier problema. Cuando atravesó la intersección con la Caracas, la vista de Sao le recordó el antiguo almacén Sears, luego se deleitó con los rugidos amigables de los dos leones dorados que celosos cuidaban de la Unión Española. Su mano derecha había soltado la nube y como idiota despreocupado, moviéndola saludaba a los leones cuando otro impacto repentino le sobresaltó. Uno de los edificios de la Universidad aledaña aparecía ante sus ojos sin techo y dentro de él podía ver, sobre mesas blancas, los cuerpos descuartizados de "El Loco", "Cabeza e Palo", “La Chupe Chupe”, y de algunos otros a los que no pudo reconocer. No pudo ver a los que malinterpretaron a Bierce en "una noche de verano", ni tampoco vio arroyos sino lagos enormes de bermellón estancado, alrededor de mesas olvidadas, en los que navegaba la intolerancia. Por mucho que buscó no vio mujer vestida de negro, ni ningún líquido diáfano, ni recordó a ningún amigo. Cinabrio, granate, colorado, carmesí, encarnado, sonrojado, púrpura profundo, ruborizado, bermejo, arrebol, queriendo ser ajeno a la masacre cerró sus ojos y sólo los abrió cuando estuvo seguro que estaba sobre su cama.
"Recuerdo de otra desgracia", me dije. Él por su parte hizo un silencio largo, y solo después de unos dos minutos prosiguió diciéndome que la necesidad de relajarse era cada vez más urgente y que el deseo de utilizar la nube, al mismo tiempo, lo entusiasmaba y lo aterrorizaba con intensidad. ¿Que hacer para evitar los repentinos despertares que la visión de algunos eventos le ocasionaban? En esto están pensando cuando se le ocurrió la idea que resolvió el problema: ¡acostarse boca arriba sobre la nube! Con la noche despejada como estaba, de esta forma cambiaría el paisaje de sangre que su mente diseñaba, por uno de luces desperdigadas que con seguridad le harían disminuir la tensión.
Después de la ceremonia, la comitiva entera, es decir mi madre y yo, acompañamos a la señora Berta a su casa. La tienda estaba en las tablas y esto hacia pensar que en la propia despensa no habría casi nada. Cuando llegamos a la sala de la casa lo primero que hizo la Señora Berta fue dirigirse al retrato del señor Pineda que tenia colgado en la Pared. Lo miró con detenimiento y luego empezó a hablarle, yo ubicado a unos cuatro metros de distancia, la miré discutir llorosa y luego cambiar su expresión de tristeza a una de rabia incontenible. Como si de repente algo la hubiese sacado de quicio, y en lugar del retrato quien estuviese al frente de ella fuese su propio esposo, empezó a insultar y manotear desaforada. Luego sus ojos se desorbitaron y en un arrebato repentino arrancó de un solo tiro el retrato de la pared y lo tiró contra el suelo, a tiempo que gritaba una y otra vez “¿por qué te fuiste desgraciado?” y se dirigía, con lentitud y sin despedirse, llorando hacia su cuarto. Mi madre y yo perplejos quedamos mirándonos por unos momentos. Al rato, mientras mamá recogía los vidrios ajenos, boquiabierto yo absorbía el momento. Por primera vez veía que alguien irrespetara de verdad al señor Pineda, además las palabras de la Señora Berta debían estar apretujadas jugueteando en mi inconsciente ya que de alguna manera y a cada rato afloraban a mi consciencia haciéndome sonreír.
No habíamos llegado a nuestra casa y yo ya estaba decidido a descargar las palabras de la señora Berta a el mismísimo señor Pineda esa misma noche; aunque por motivos obvios, y por supuesto, no iba a usar la palabra “desgraciado.” Quien podría creerlo, mi miedo había desaparecido y esta vez aguardaba a la noche impaciente.
Esa noche, cuando el señor Pineda llegó en horario acostumbrado ya yo lo estaba esperando. Así que cuando empezó su relato, lo detuve con el siguiente pensamiento: "Está bien, eso ya me lo dijo, pero por favor continúe y dígame lo que pasó después. Usted todos los días me dice que después que el murciélago lo atravesó cayó sobre la cama. dígame entonces porque usted no está con nosotros. contesté lo que su esposa esta preguntando: ¿Por qué se fue? ¿Por qué la dejó sola?"
Entonces su voz dejo de sonarme por un momento y como si tuviera que pensarlo bien antes de contarlo, tan solo después de un rato largo prosiguió con su relato. Esta vez por primera vez, me contó lo que pasó después, y luego cuando finalizó su historia, se alejó por siempre. Por alguna otra extraña causa, aunque solo lo oí una vez, no he podido olvidar detalle alguno de su narrativa y desde entonces he gozado de la tranquilidad que se me negó por dos años. Las cosas poco a poco han regresado a la normalidad, mi cuerpo ha comenzado a empeluchar, tengo en ocaciones partidos malos y buenos, las tensiones han desaparecido y por fortuna —ahora puedo decirlo— nuestro equipo ha empezado a perder algunos partidos.
El viejo Pineda continuó entonces el relato que dejaba atascado cada noche: me contó que después de ser atravesado por el murciélago y caer sobre la cama, giró la cabeza hacia la señora Berta y abrió sus ojos. Ella dormía apacible y su ronquido ahora un tanto más suave fue como música para sus oídos. Su mano se movió para acariciar la de ella y sintió la tibieza de su carne. “Que vaina tan rara, aún estoy vivo” pensó y al mismo tiempo lo invadió una sensación de alegría incontenible. El haber descubierto en si mismo nuevas habilidades lo mantenía excitado en extremo.
No habían pasado cinco minutos, cuando ya empezaba a extrañar la tranquilidad del viaje sobre la nube y se decidió a viajar de nuevo. Cerró los ojos, se imaginó la nube, la abrazó tierno y quedo suspendido en los aires. Abrió los ojos miró a su mujer metro y medio por debajo de él y decidió salir sin avisar. Por supuesto que no iba a salir por el techo, así qué puso la nube y su cuerpo horizontal, cabeza hacia la pared que contenía la única ventana del cuarto, pero en vez de moverse hacia la propia ventana para atravesar el vidrio, se movió hacia lo que en teoría me parecía más difícil, la propia pared al lado de ella. Cuando me contó esto, yo supuse que el viejo le había tenido miedo a atravesar el hierro duro de la canasta de hierro que protege toda la casa desde la ventana, pero él me dijo que lo mataba de curiosidad el saber lo que iba a sentir atravesando la pared. No sintió nada extraño. Su cuerpo, con la cabeza por delante, atravesó despacio los quince centímetros de pintura, cemento y ladrillo que forman el grosor de la pared sintiendo casi lo mismo a lo de caminar por la calle rompiendo el aire. La única diferencia obviamente fue el atravesar de sus ojos. En los momentos en que sus ojos atravesaban la pared tuvo nuevamente la visión de puntos y lineas brillantes de color anaranjado. Salió a la calle sobre el jardín de su casa, rozó sin atravesar algunas de las ramas del Azar de la India, se elevó aún más y se detuvo para ver el espectáculo de la noche a unos diez metros por encima del pavimento. Era noviembre, pero ya una brisa fresca bañaba a la ciudad. La luna pendía redonda y plena en el firmamento estrellado y su luz se derramaba por las frondosas ramas de los árboles arrojando cántaros sobre el pavimento. Era cómo llover sobre mojado porque, separadas por unos cuarenta metros entre sí, duchas de mercurio empapaban la calle con su luz azulada. Micifú, Pola y Kaliman se movían libre por los techos, y cabezas de dragones se asomaban curiosas desde los plafones de algunas casas. La vista de Callejón Acacias lo llenó de regocijo.
A pesar que su posición en la nube le permitía pasar sobre los árboles, decidió bajar unos cuantos metros y atravesar el túnel que forman las ramas al encontrarse sobre la calle. Una alfombra dorada se extendía alrededor de los almendros y los acacias habían dejado caer su flores amarillas. "¡Que maravilla esta ciudad! Las estaciones confundidas en una sola: los almendros están en otoño, las acacias en primavera, los matarratones en verano, que confundido con el invierno, sólo alcanza para darnos esta brisa fresca;" pensaba, mientras dirigía con su pensamiento la nube por dentro de los árboles, a unos dos metros del pavimento.
Descendió por entre los árboles hasta llegar a la intersección con la Calle de la Chichí, adonde termina Callejón Acacias. Ahí, como si estuviese manejando uno de los buses del transporte público, cruzó hacia su izquierda y se elevó suave hacia el firmamento, posandose sobre la siguiente intersección a donde los tres guásimos forman el más descarado de los triángulos de amor de la ciudad. Quería tener una vista elevada del lugar adonde compraba los chicharrones con yuca de cada domingo. Siempre pensó que debía haber un guásimo en cada una de las cuatro esquina y nunca entendió por que el propietario de la cuarta esquina, mantenía su tierra tan árida, tan desolada, tan expuesta al sol, cortando de esa manera la simetría de las esquinas. Ahora que ha unos cincuenta metros de altura tenía una buena visión del panorama observó con asombro que la vista era hermosa y que el triángulo formado por los árboles conformaba una delicada estructura, al mismo tiempo flexible y rígida.
Bajaba extasiado a contemplar, a unos diez metros del suelo sobre la esquina sin árbol, como el fenómeno se apreciaba en la diagonal, cuando su pensamiento fue interrumpido por el sonido de un disparo seco. Su cabeza de inmediato giró hacia donde provenía el sonido y el panorama de paz bajo sus ojos cambió de improviso. Vio a Mario, el señor que vendía los chicharrones, arrodillado sobre la acera. Un hilo de líquido rojo brotaba suave desde un orificio en el delantal sobre su pecho y llenaba un charco del mismo que se extendía alrededor de sus rodillas. En la esquina del frente, exactamente debajo de donde el señor Pineda se encontraba, una mujer vestida de negro se encontraba arrodillada en la misma posición y desde cada uno de sus ojos un líquido transparente brotaba abundante y sin empapar su vestido bajaba sobre su cuerpo en un hilo triste que caía sobre la tierra y formaba un charco diáfano alrededor de sus rodillas. Dos columnas delgadas de humo que venían desde la calle ocultaban al asesino, mientras ascendían raudas y penetraban los orificios nasales del señor Pineda. El olor a pólvora debió de perturbar con brusquedad sus sentidos, porque una vez lo sintió cerró los ojos y en una hipotenusa larga calló nuevamente boca abajo sobre su cama.
"Desgraciado! Que susto el que me dio." Me contó, sin referirse a nadie en particular, que se dijo cuando abrió sus ojos al lado de su mujer en su cama. Su respiración se sentía un tanto agitada, y su corazón latía rápido y sonoro. Con el oído izquierdo sobre su cama, podía oírlo repicar como taladro sobre el colchón de su cama, con las palmas de la mano sobre el colchón debajo de la almohada podía sentir su retumbe como golpe de tambor.
Después de contarme esto se quedo callado por unos instantes. Yo por mi parte, al escucharlo, me di cuenta que lo me contaba era una visión amañada del escenario en que mataron a uno de sus amigos y quedé por unos instantes un tanto trastornado; pero me repuse casi que de inmediato, y al rato pude preguntarle por lo qué pasó después. Entonces, él prosiguió con su historia.
Me dijo que su experiencia sobre los guásimos lo dejó muy nervioso y decidió volver a relajarse. "Tengo que salir en la nube", pensó, "pero ahora no voy a pasar por ahí, quiero gozar, quiero sacar provecho a esta habilidad que he adquirido". Y entonces empezó a jugar a atravesar paredes. Inicio con las de su propia casa. Atravesó la pared que lo separaba del baño y luego la que separaba éste del cuarto de su cuñada. "¡Vieja asesina!", murmuró, y de inmediato salió de la casa. Luego quiso averiguar lo que pasaba en el resto del barrio, quería mirar mujeres mas jóvenes o mejor aun, mujeres desnudas. Se moría de curiosidad por saber quienes estarían haciendo el amor a esa hora. Qué tal si bajo el encubrimiento de las sombras, tomando ventaja de su posición y siendo testigo de la tersura de la piel, pudiese sin ninguna clase de reparo propinarse a esta hora de la noche su propia solitaria tan acostumbrada gratificación. No todo el mundo dormía bien arropado, pero ni las piernas desnudas ni las formas claras marcadas en las sabanas excitaban su ello ni inflamaban su yo, y mas bien un tedio melancólico embargaba su interior. Estuvo desconcertado por instantes y maldijo la situación; pero luego, cuando hizo nuevamente consciencia de su estado privilegiado, recapacitó. Era un buena paga de nacimiento y la vida, su acreedor de siempre, no había tenido ningún problema en llevarse su virilidad como parte pago por la facultad proporcionada.
Un tanto aburrido, un tanto amargado, después de algún rato salió otra vez a navegar por los aires en su nube. Esta vez, se elevó un poco por encima de los techos de las casas y dejándose llevar por la corriente de aire se movió horizontal pero perpendicular a Callejón Acacias, atravesó la acera del frente, cruzó Matadero y se colocó por encima de la Escuela Normal. El terreno de la Escuela se veía enorme desde su posición sobre la nube y los edificios de aulas se confundían en la vegetación. Le gustaba decirse que la ciudad estaba arborizada y la vista de la Normal se lo confirmaba. Después de deleitarse un rato con la vista de almendros, robles, guayacanes, olivos y bongas, decidió hacer el recorrido que mas le gustaba: salir por la puerta principal de la escuela y caminar por la Avenida John F. Kennedy hasta el Estadio Romelio Martinez. Solo que ahora en vez de caminar volaría por los aires. Se elevó unos cien metros y siguió la linea de luces de la Avenida. Para entonces, las calles habían perdido por completo su perpendicularidad y ante los ojos del viejo se había abierto una red amorfa de caminos torcidos. "Ni las calles van de Sur a Norte, ni las carreras de este a oeste'" pensó cuando, vio la oblicuidad de los caminos.
Después de atravesar Cuartel dirigió su mirada hacia el Romelio. Por instantes la atmósfera se encendió con luz, un calor sofocante invadió el ambiente y miles de gritos resonaron de júbilo, sonrió y prosiguió su recorrido sobre la Kennedy. Desde la altura todo se veía pequeño, ¿pero no era acaso ésta, una nueva forma de gozar? La suavidad del viento, la comodidad de la nube y del movimiento aliviaba su tensión. La proximidad del río le puso la piel de gallina y prosiguió suave lleno de Jubilo.
Cuando cruzaba la Avenida de los Mártires de la Aviación, en toda la esquina del Hotel del Prado, un estruendo lo sacó de su trance. Una columna de polvo se levantó de súbito y ante sus ojos se abrió un telón polvoriento que revelaba un espectáculo funesto. Desde la falda de una montaña de escombros, que no sabía como, se acababa de formar en el lugar que estaban construyendo la nueva torre del hotel, cuarenta y nueve orificios se habían convertido en manantiales por donde brotaban cuarenta y nueve hilos de sangre. Una extraña fuerza dirigía la red de liquido púrpura hacia la Kennedy y la hacía formar un arroyo enorme de crestas violentas cuyo cauce descendía raudo hacia la vía cuarenta como buscando el río. Pringos de gotas negras ensuciaban la acera, chorretes de pesadumbre empañaban las materas del Bulevar. Manchas oscuras de liquido espeso podían apreciarse hasta en los techos vecinos, truenos de fuego refulgían a lo lejos, detrás de algunas pocas nubes negras que se había acumulado sobre el horizonte. Paralelo a ese arroyo, por la San Francisco, uno con la misma fuerza, pero de aguas cristalina corría. Los manantiales que lo producían eran los ojos de mujeres que al frente del hotel se habían agrupado. Los dos arroyos reventaban en la vía 40 y formando uno solo, menos púrpura, más violento, esquivaban el cemento que quedaba, se introducían en la maleza y penetraban el río. Las imágenes debieron haberse sucedido con extrema rapidez, ya que en menos de un instante, a lo lejos podía apreciar el gris de Bocas de Cenizas convertido en un extraño rosado. La valla de los Cuéllar y de los Serrano y de los Gomez que decía: “Aquí se construye la torre de cinco pisos” se mostraba con el cinco achicopalado, tachado en morado con una equis. Mientras que en un negro indeleble, un tanto a la derecha, un tanto hacia arriba de la equis, alguien sin pudor ni recato, había dibujado un siete enorme que sobresalía en relieve sobre el aviso.
Después de contar esto, el señor Pineda hizo una pausa larga en su monólogo y yo aproveché para meditar sobre lo que había oído. Redrum,...Redrum,..., resonaba en el laboratorio de mi pensamiento, pero traté de no pensar en nada más. Ya me había dado cuenta que esto último episodio relatado era también un recuerdo transformado de la tragedia que le había arrebatado, ya hacía algunos años, a otro de sus amigos y por supuesto yo no quería desmentir al viejo.
Cuando reanudó su relato, su voz resonaba aún más triste. Con un tartamudeo más molesto que nunca, me dijo que el estupor que ésta visión le ocasionó fueron tan grandes, que de inmediato su nube perdió el soporte mental que la mantenía en funcionamiento y nuevamente en menos que un santiamén se encontró boca abajo sobre su cama. Luego calló por unos minutos. Yo lo esperé en mi pensamiento, y solo después de un rato, él prosiguió lento con su narrativa.
Como ya lo tenía de costumbre, al poco tiempo salió de nuevo en su nube y se arriesgó a volar sobre la Avenida John F. Kennedy nuevamente. —No podía evitar mirar el Romelio—. Así que solo después de contemplarlo por un rato prosiguió su camino. Ésta vez, en vez de continuar sobre la misma calle, cambió su rumbo y se dirigió hacia el este por sobré la Avenida Olaya Herrera, como buscando el río por otro lado. Corrientes de aire por ocasiones rozaban sus cabellos y la vista de borrachos y prostitutas le permitió sonreír. Sentía un placer enorme viajando en su nube y la sensación de calma lo hacía distanciarse de cualquier problema. Cuando atravesó la intersección con la Caracas, la vista de Sao le recordó el antiguo almacén Sears, luego se deleitó con los rugidos amigables de los dos leones dorados que celosos cuidaban de la Unión Española. Su mano derecha había soltado la nube y como idiota despreocupado, moviéndola saludaba a los leones cuando otro impacto repentino le sobresaltó. Uno de los edificios de la Universidad aledaña aparecía ante sus ojos sin techo y dentro de él podía ver, sobre mesas blancas, los cuerpos descuartizados de "El Loco", "Cabeza e Palo", “La Chupe Chupe”, y de algunos otros a los que no pudo reconocer. No pudo ver a los que malinterpretaron a Bierce en "una noche de verano", ni tampoco vio arroyos sino lagos enormes de bermellón estancado, alrededor de mesas olvidadas, en los que navegaba la intolerancia. Por mucho que buscó no vio mujer vestida de negro, ni ningún líquido diáfano, ni recordó a ningún amigo. Cinabrio, granate, colorado, carmesí, encarnado, sonrojado, púrpura profundo, ruborizado, bermejo, arrebol, queriendo ser ajeno a la masacre cerró sus ojos y sólo los abrió cuando estuvo seguro que estaba sobre su cama.
"Recuerdo de otra desgracia", me dije. Él por su parte hizo un silencio largo, y solo después de unos dos minutos prosiguió diciéndome que la necesidad de relajarse era cada vez más urgente y que el deseo de utilizar la nube, al mismo tiempo, lo entusiasmaba y lo aterrorizaba con intensidad. ¿Que hacer para evitar los repentinos despertares que la visión de algunos eventos le ocasionaban? En esto están pensando cuando se le ocurrió la idea que resolvió el problema: ¡acostarse boca arriba sobre la nube! Con la noche despejada como estaba, de esta forma cambiaría el paisaje de sangre que su mente diseñaba, por uno de luces desperdigadas que con seguridad le harían disminuir la tensión.
III
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Así que la próxima vez que salió en la nube lo hizo de manera similar a la anterior hasta que llegó al estadio. Una vez vio el verde de la gramilla por tercera vez. Se dio un viro sobre la nube y quedo acostado boca arriba. "Menos mal" —pensé distraído— cuando me dijo esto; "de continuar boca abajo iba a ver usted el incendio de Lumi-Ton, el parricidio de Juanito, o el triple asesinato de las Kaled". El se hizo el sordo y prosiguió diciéndome que la luna había descendido por oeste y se ocultaba a sus ojos por la única otra nube que se encontraba en el firmamento, que el cielo despejado dejaba entonces entrever las estrellas, que cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, que colocó las manos por debajo su cabeza y que se dedicó a contemplar. No sabía mucho de astronomía, pero había oído nombres. “¿Cuál será Orión? ¿En dónde estará Casiopea?”, haciendo girar su cabeza sobre su cuello y mirando extasiado hacia todas partes en el firmamento se preguntaba, hasta que vio los dos cuadriláteros que lo alucinaron. Uno era grande, el otro pequeño, pero eran trapecios casi perfectos. Sus vértices formados por estrellas grandes y brillantes, algunas más relucientes que otras, pero todas refulgente e incitantes. “¡Un carro y un carrito! ¡No! ¡Son las Osas!, ¡Son las Osas!”, se dijo y siguió con la mirada las lineas de las colas —tres estrellas que salían desde uno de los vértices en cada uno de los trapecios—. Al final su mirada se concentró en el trapecio menor, en la mas pequeñas de las osas. La estrella en la punta de la cola titilaba invitante, y el se dejó seducir por su brillo. “¡Seguro que es Polaris!, ¡la estrella que guiaba a los marineros de antaño!”, se dijo y empezó a moverse hacia ella. Viento en popa, la navegación era perfecta, y empezó a alejarse. A ratos sentía el rocío frío de las aguas del río al salpicar y pronto el toque fresco de la espuma del mar. Se alejó tanto que cuando quiso volver atrás era ya muy tarde, el sol se asomaba por el oeste y su esposa abrazaba su cuerpo inerte. Fue cuando lo rozaban las gaviotas y completaba su liberación que notó que tenía sentidos solo para algunas cosas, que de alguna manera, lo que quiera él fuese, había aprendido a seleccionar sensaciones, que ni las gaviotas, ni la brisa, ni la espuma de mar lo atravesaban y que entre sus incapacidades estaba la de poder observar su cuerpo muerto.
Sorprendente me ha parecido, que cuando terminó su relato, empecé a sentirme más relajado. Incluso mi mente ya confiada se atrevió a expresar ideas y por fin tuvimos una conversación real.
Es indiscutible que dentro de cada uno de nosotros se ocultan pensamientos que solo descubrimos al escucharlos salir de nuestras bocas. De hecho yo todavía estaba un tanto nervioso cuando le dije en voz alta, y tartamudeando como si se tratara de él mismo:
—Pe...pe...pero no me ha dicho nada sobre el pe...pe...penalti.
Y el me contestó
—¿Cu... Cu cuál penalti?
Y enseguida volví a utilizar solo mi pensamiento para explicar
—¡El penalti que boté!
—¿Cual penalti botaste? Si te veo que estás jugando mejor que nunca.
—El día de su muerte yo boté un penalti y usted se puso rojo, cogió una rabia tan enorme que se le paró el corazón.
—Yo no me acuerdo de ningún penalti... ¿Quien te ha dicho que a uno se le para el corazón por un penalti?... Ya te dije que lo que me preocupaba eran las deudas. De ese día por la mañana sólo recuerdo que me habían ido a cobrar bien temprano y no tuve tiempo para pensar y darle a ustedes las instrucciones correctas. Por eso siempre pensé que la culpa de la derrota de aquel día fue solo mía. Como soy un tipo responsable les pité el partido, pero después tenía que ir a pensar en mis propios problemas... —Entonces, hizo un silencio de unos segundos y luego prosiguió con una carcajada que taladró mi cerebro— !Jajajaja! ¡Por supuesto! ya me acuerdo bien. Te comiste un penalti y les dieron una palera de los mil demonios, ahora me acuerdo perfectamente ¡Jajajaja!
—¿Entonces usted nunca estuvo enojado por eso?
—¿Enojado? ¡Por favor Aldo!, ¡hasta Maradona!, ¡hasta Maradona!, ¡hasta Maradona!...
—¡Dígame la verdad por favor! ¡Yo necesito saber la verdad señor Pineda!
Y a eso, él contestó.
—¿Es en eso en lo que piensas?, Jajajaja... ¡Ni Maradona!, ¡Ni Maradona!, ¡Ni Maradona!... Jajajaja...
Me sentí al mismo tiempo un tanto turbado y ofendido por su carcajada. Con algo de grosería, permitiendo exhalar de mi un forzado dejo de bravucón que no me quedó nada bien, haciendo todo el esfuerzo para no llamarle ¡Cráneo Duro!, con el único propósito de hacerlo detener en su repetidera, en mi mente grité cuestionándole:
—¿Y adonde está usted ahora ya no ve usted esos desastres de los que habla?
Y él —todavía no me explico como pude darme cuenta en aquel momento de su bochorno– titubeó antes de contestar:
—Si que los veo... Y hasta peores,... ¡pero sabes!... Ya no los siento,... ya no los siento....
Y repitiendo esto último, su voz cada vez más débil, se fue disipando en un eco continuo que desvaneció en la madrugada y desapareció para siempre.
Días después, cuando oyeron de mi la historia con los primeros detalles de este relato, mis padres y el doctor Rondón, entre reprimendas, me aseguraron que todo esto era el producto confuso de mi desaforada imaginación de niño desocupado. El doctor Rondón asevera además, que es su suministro de tabletas coloridas la que ha logrado con el tiempo alejar de mi imágenes y sonidos de cosas inexistentes y que si me habitúo a seguir sus consejos y prescripciones habrá de llegar el día en que en mi no quede ningún rastro de ese afán malicioso por evocar idioteces. Tanta energía y credibilidad tiene lo que los adultos vivos aseveran, que la versión que todos tienen sobre la desaparición del Señor Pineda no es la que él me contó y yo reproduzco en detalle, sino la simple, mermada y falta de tono que cuenta su esposa, la vieja Berta, o María como aveces el viejo le llamaba, quien estuvo entre otras cosas con los ojos cerrados, inconsciente casi todo el tiempo de aquella noche.
Lo que la señora Berta refiere, cuando le preguntan, es que aquel día, en contraste con lo que me dijo el Señor Pineda, era ella la que dormía intranquila —las pesadillas se habían sucedido una tras otra durante toda la noche— hasta que a eso de las cuatro de la mañana se despertó con un frío que le penetraba el alma. El señor Pineda yacía rígido a su lado, boca y ojos abiertos mirando hacia arriba. Lo tocó y lo sintió tan frío como el hielo. Se alarmó y salió del cuarto gritando como loca. Cuando los vecinos que acudieron a su llamado llegaron, su marido ya estaba muerto.
Desde entonces, la vieja pregona que su marido murió de frío; y es ésta la versión que todos mis amigos y los vecinos en la cuadra tienen y creen. Y es que resulta bastante fácil de creer, porque cuando los vecinos de Callejón Acacias nos asomábamos a ver por última vez al señor Pineda, todos pudimos apreciar sobre su rostro sonriente y sus mejillas grises las góticas que el vapor de agua había formado al condensarse en el vidrio del ataúd.
FIN
Sorprendente me ha parecido, que cuando terminó su relato, empecé a sentirme más relajado. Incluso mi mente ya confiada se atrevió a expresar ideas y por fin tuvimos una conversación real.
Es indiscutible que dentro de cada uno de nosotros se ocultan pensamientos que solo descubrimos al escucharlos salir de nuestras bocas. De hecho yo todavía estaba un tanto nervioso cuando le dije en voz alta, y tartamudeando como si se tratara de él mismo:
—Pe...pe...pero no me ha dicho nada sobre el pe...pe...penalti.
Y el me contestó
—¿Cu... Cu cuál penalti?
Y enseguida volví a utilizar solo mi pensamiento para explicar
—¡El penalti que boté!
—¿Cual penalti botaste? Si te veo que estás jugando mejor que nunca.
—El día de su muerte yo boté un penalti y usted se puso rojo, cogió una rabia tan enorme que se le paró el corazón.
—Yo no me acuerdo de ningún penalti... ¿Quien te ha dicho que a uno se le para el corazón por un penalti?... Ya te dije que lo que me preocupaba eran las deudas. De ese día por la mañana sólo recuerdo que me habían ido a cobrar bien temprano y no tuve tiempo para pensar y darle a ustedes las instrucciones correctas. Por eso siempre pensé que la culpa de la derrota de aquel día fue solo mía. Como soy un tipo responsable les pité el partido, pero después tenía que ir a pensar en mis propios problemas... —Entonces, hizo un silencio de unos segundos y luego prosiguió con una carcajada que taladró mi cerebro— !Jajajaja! ¡Por supuesto! ya me acuerdo bien. Te comiste un penalti y les dieron una palera de los mil demonios, ahora me acuerdo perfectamente ¡Jajajaja!
—¿Entonces usted nunca estuvo enojado por eso?
—¿Enojado? ¡Por favor Aldo!, ¡hasta Maradona!, ¡hasta Maradona!, ¡hasta Maradona!...
—¡Dígame la verdad por favor! ¡Yo necesito saber la verdad señor Pineda!
Y a eso, él contestó.
—¿Es en eso en lo que piensas?, Jajajaja... ¡Ni Maradona!, ¡Ni Maradona!, ¡Ni Maradona!... Jajajaja...
Me sentí al mismo tiempo un tanto turbado y ofendido por su carcajada. Con algo de grosería, permitiendo exhalar de mi un forzado dejo de bravucón que no me quedó nada bien, haciendo todo el esfuerzo para no llamarle ¡Cráneo Duro!, con el único propósito de hacerlo detener en su repetidera, en mi mente grité cuestionándole:
—¿Y adonde está usted ahora ya no ve usted esos desastres de los que habla?
Y él —todavía no me explico como pude darme cuenta en aquel momento de su bochorno– titubeó antes de contestar:
—Si que los veo... Y hasta peores,... ¡pero sabes!... Ya no los siento,... ya no los siento....
Y repitiendo esto último, su voz cada vez más débil, se fue disipando en un eco continuo que desvaneció en la madrugada y desapareció para siempre.
Días después, cuando oyeron de mi la historia con los primeros detalles de este relato, mis padres y el doctor Rondón, entre reprimendas, me aseguraron que todo esto era el producto confuso de mi desaforada imaginación de niño desocupado. El doctor Rondón asevera además, que es su suministro de tabletas coloridas la que ha logrado con el tiempo alejar de mi imágenes y sonidos de cosas inexistentes y que si me habitúo a seguir sus consejos y prescripciones habrá de llegar el día en que en mi no quede ningún rastro de ese afán malicioso por evocar idioteces. Tanta energía y credibilidad tiene lo que los adultos vivos aseveran, que la versión que todos tienen sobre la desaparición del Señor Pineda no es la que él me contó y yo reproduzco en detalle, sino la simple, mermada y falta de tono que cuenta su esposa, la vieja Berta, o María como aveces el viejo le llamaba, quien estuvo entre otras cosas con los ojos cerrados, inconsciente casi todo el tiempo de aquella noche.
Lo que la señora Berta refiere, cuando le preguntan, es que aquel día, en contraste con lo que me dijo el Señor Pineda, era ella la que dormía intranquila —las pesadillas se habían sucedido una tras otra durante toda la noche— hasta que a eso de las cuatro de la mañana se despertó con un frío que le penetraba el alma. El señor Pineda yacía rígido a su lado, boca y ojos abiertos mirando hacia arriba. Lo tocó y lo sintió tan frío como el hielo. Se alarmó y salió del cuarto gritando como loca. Cuando los vecinos que acudieron a su llamado llegaron, su marido ya estaba muerto.
Desde entonces, la vieja pregona que su marido murió de frío; y es ésta la versión que todos mis amigos y los vecinos en la cuadra tienen y creen. Y es que resulta bastante fácil de creer, porque cuando los vecinos de Callejón Acacias nos asomábamos a ver por última vez al señor Pineda, todos pudimos apreciar sobre su rostro sonriente y sus mejillas grises las góticas que el vapor de agua había formado al condensarse en el vidrio del ataúd.
FIN