—Sí, la de Tony fue la boda más lasciva a la que he asistido, y he estado en muchas, como puede usted suponer —dijo el párroco, volviéndose al señor Lackland—. Como ministro de la Iglesia he tenido el privilegio de asistir a todos los bautizos, bodas y funerales, como es costumbre en Wessex.
»Fue una noche muy fría, en la semana de Navidad, y entre los invitados se encontraban los Hardcome de Climmerston, Steve y James, primos hermanos, los dos pequeños agricultores que empezaban a abrirse camino en el negocio por cuenta propia. Con ellos iban, como es natural, sus futuras mujeres, dos jóvenes de la vecindad, muy guapas y vivaces las dos, y montones de amigos de Abbot’s-Cernel, Watherbury, Mellstock y qué sé yo. ¡La casa estaba a reventar!
»Se habían retirado los muebles de la cocina para el baile, y la gente mayor jugaba a las cartas en la sala de estar, aunque al final todos se sumaron a la fiesta. La fila empezaba en el ventanal de la cocina y había tantas parejas que salía por la puerta y se perdía en la oscuridad, fuera de la casa. La verdad es que no se veía dónde terminaba, y nunca se supo exactamente hasta dónde llegaba, porque los últimos se escondieron entre los matorrales.
»Tras varias horas de baile, cuando los hombres más altos ya empezaban a tener chichones en la coronilla de tanto rebotar contra las vigas del techo, el primer violín soltó el arco y dijo que no tocaba más, porque quería bailar. Y una hora después el segundo violín soltó el arco y dijo que él también quería bailar, así que se quedó solo el tercer violín, que era un hombre mayor, ya veterano, de muñecas muy débiles. De todos modos, consiguió aguantar bastante bien, hasta que empezaron a fallarle las rodillas lo mismo que las muñecas, y como no había ninguna silla tuvo que sentarse en la esquina de la repisa de la alacena, que no era precisamente cómoda para un hombre tan entrado en años.
»Entre los que más bailaban estaban las dos parejas prometidas, como es natural. Se las veía a las dos muy compenetradas y muy distintas entre sí. La prometida de James Hardcome era Emily Darth, y tanto ella como James eran discretos, afables, hogareños y amantes de la tranquilidad. Steve y su prometida, Olive Pawle, eran muy diferentes, de carácter más bullicioso, muy amigos de festejos y de ver lo que pasaba en el mundo. Las dos parejas habían acordado casarse el mismo día, y no faltaba mucho para la fecha. La boda de Tony fue una especie de estimulante, como suele ocurrir, según he podido comprobar en muchas ocasiones.
»Bailaban con ganas, como solo los jóvenes que se están cortejando son capaces de bailar, y sucedió que, conforme avanzaba la velada, James empezó a bailar con Olive, la prometida de Stephen, y éste hizo lo propio con Emily, la prometida de James. Saltaba a la vista que, a pesar de haber cambiado de pareja, los jóvenes seguían disfrutando del baile tanto como antes. Con el mismo orden cambiado, continuaron bailando una nueva melodía, y aunque al principio cada uno de los primos guardaba con su pareja de baile una pudorosa distancia de medio brazo, para que el otro no pudiera objetar que se acercaba demasiado a su dama, la distancia se redujo ligeramente al cabo de un rato, y volvió a reducirse un poco más conforme pasaba el tiempo.
»Cuanto más tarde se hacía, más tiempo pasaba cada primo bailando con la prometida del otro, y con más fuerza la cogía del talle para hacerla girar; y lo curioso era que a ninguno de los dos parecía importarle lo que hacía su pariente. La fiesta se acercaba a su fin, y esa noche no vi nada más, pues fui de los primeros en retirarme, debido a mis obligaciones matinales. Sin embargo, me enteré por los que se quedaron de lo que pasó a continuación.
»Tras concluir un baile especialmente fogoso con las parejas cambiadas, tal como ya se ha dicho, los dos jóvenes intercambiaron una mirada y salieron al porche.
»—James —dijo Steve—, ¿en qué has pensado mientras bailabas con mi Olive?
»—Bueno —contestó James—, quizá en lo mismo en lo que tú pensabas mientras bailabas con mi Emily.
»—Yo he pensado —dijo Steve, con cierta vacilación— que no me importaría cambiar para siempre.
»—Pues eso mismo he pensado yo.
»—Estoy dispuesto a aceptarlo, si se te ocurre cómo resolver la situación.
»—Yo también, pero ¿qué dirán ellas?
»—Me parece a mí que no pondrán muchas objeciones. Tu Emily se me apretaba como si ya fuera mía.
»—Y tu Olive lo mismo. Notaba los latidos de su corazón, como un reloj.
»Acordaron decírselo a las muchachas cuando volvieran a casa los cuatro juntos. Y así lo hicieron. Al separarse esa noche, el cambio quedó decidido, al calor de la excitación del baile. Sucedió por lo tanto que, el domingo siguiente, cuando la gente tomó asiento en la iglesia para oír la lectura de las amonestaciones, hubo no poco asombro al descubrir que los nombres de los contrayentes se habían cambiado. La congregación empezó a cuchichear, pensando que el párroco se había equivocado, hasta que por fin se supo que no había ningún error en la lectura. Y tal como lo decidieron, así se casaron, cada cual con la prometida del otro.
»El caso es que las dos parejas vivieron tranquilamente uno o dos años, hasta que el amor se enfrió un poco, como es la norma en la vida conyugal, y los primos empezaron a preguntarse en su fuero interno cómo habían cometido el desatino de casarse en el último momento con la novia del otro, en lugar de casarse como es debido, tal como había planeado la naturaleza, con la mujer de la que se habían enamorado en primera instancia. La culpa la tenía lisa y llanamente la fiesta de Tony, y casi lamentaron haber asistido. James, que era un hombre apacible, hogareño y reflexivo, sentía a veces que un abismo lo separaba de Olive, a quien le encantaba montar a caballo y salir de excursión, mientras que Steve, que siempre estaba dando vueltas de acá para allá, tenía una mujer muy amante de la vida doméstica, que bordaba, hacía alfombrillas para la chimenea, rara vez tenía ganas de cruzar el umbral de su puerta y solo salía con él por complacerlo.
»Pese a que hablaban muy poco de su mal casamiento con sus conocidos, Steve a veces miraba a la mujer de James y suspiraba, y James miraba a la mujer de Steve y hacía lo propio. Pasado algún tiempo, los maridos se sinceraron el uno con el otro, y no tenían reparos en hablar discretamente del asunto cuando estaban a solas, con cara larga, sonrisa triste y aire caprichoso, reconociendo la estupidez que habían cometido al trastocar una elección bien sopesada, dejándose llevar por una fantasía en mitad del torbellino y el frenesí de un baile. De todos modos, eran hombres juiciosos y honrados, y hacían cuanto estaba en su mano por aceptar su suerte, puesto que ellos mismos así lo habían dispuesto, sin lamentarse por lo que ya no tenía remedio.
»Así siguieron las cosas hasta que un hermoso día de verano partieron los cuatro para hacer su pequeña escapada anual, como tenían por costumbre desde antiguo. Ese año decidieron pasar el día en Budmouth-Regis, y vestidos con sus mejores galas, a las nueve de la mañana se pusieron en camino.»Cuando llegaron a su destino pasearon en pareja por la orilla del mar, chapoteando con sus botas nuevas en la arena húmeda y aterciopelada. ¡Todavía me parece estar viéndolos! Después fueron a ver los barcos atracados en el puerto, subieron al mirador, cenaron en la posada y volvieron a chapotear en pareja por la arena aterciopelada. A la caída de la tarde se sentaron un rato a escuchar a la banda de músicos en el paseo marítimo, y se preguntaron qué hacer a continuación.
»—A mí —dijo Olive (es decir, la mujer de James Hardcome)— lo que más me gustaría es remar por la bahía. Podríamos escuchar a los músicos desde el agua, a la vez que disfrutamos de la diversión del remo.
»—Eso mismo haría yo —dijo Steve, que siempre tenía los mismos gustos que ella.
El párroco se volvió entonces al capellán.
—Usted conoce mejor que nadie los extraños detalles de esa extraña velada, puesto que los ha oído de sus propios labios, no como yo. ¿Tendrá la bondad de contárselos al caballero?
—Con mucho gusto, si así lo desea —dijo el capellán. Y reanudó el relato del párroco—: La mujer de Stephen aborrecía el mar, solo le gustaba visto desde tierra, y no quería ni pensar en subir a una barca. A James también le desagradaba el agua, y dijo que él prefería quedarse escuchando a la banda donde estaba, pero que no quería privar a su mujer de dar un paseo en barca si así lo deseaba. Finalmente acordaron que James y Emily, la mujer de su primo, se quedarían disfrutando de la música, mientras los otros dos alquilarían una barca allí mismo, pasarían una media hora remando, y volverían al paseo marítimo, desde donde regresarían todos juntos a casa.
»Nada podía haber complacido más a los dos aventureros, y Emily y James los vieron bajar a la playa, acercarse a uno de los barqueros, elegir uno de los pequeños esquifes amarillos y pisar con cuidado el pequeño tablón colocado como un caballete para subir a bordo de la barca. Vieron que Stephen y Olive se sentaban frente a frente y, una vez acomodados, les decían adiós con la mano. Stephen cogió entonces los remos y los acompasó al ritmo de la música, mientras Olive tomaba el timón y empezaba a sortear las demás embarcaciones, porque el mar estaba esa noche como un espejo y eran muchos los buscadores de placer que habían salido a remar como ellos.
»—Qué bien se les ve, ¿verdad? —le dijo Emily a James, según me han asegurado—. Los dos disfrutan con las mismas cosas. Tienen los mismos gustos en todo.
»—Es cierto —contestó James.
»—Habrían hecho una buena pareja, si se hubieran casado.
»—Sí, es una lástima que los separásemos.
»—No digas eso, James. Para bien o para mal, decidimos hacer lo que hicimos, y no hay más que hablar.
»Dicho esto guardaron silencio. La banda seguía tocando. La gente deambulaba por el paseo marítimo, y Stephen y Olive empequeñecían por momentos, alejándose mar adentro. Los que se habían quedado en tierra contaban que Stephen soltó un momento los remos y se quitó la chaqueta para poder remar cómodamente, mientras la mujer de James seguía en la popa, sosteniendo las cuerdas del timón para guiar la barca. Cuando ya casi no se les veía, ella volvió la cabeza hacia la costa.
»—Nos está saludando con el pañuelo —dijo la mujer de Stephen, sacando también el suyo para devolver la señal.
»La barca se desvió un poco de su rumbo al soltar el timón la mujer de James para agitar el pañuelo, pero enseguida volvió a enderezarse, y el pequeño esquife siguió navegando en línea recta. Muy pronto, la pareja que estaba en tierra apenas acertaba a distinguir el chal claro de Olive y las mangas de la camisa blanca de Stephen.
»James y Emily siguieron charlando.
»—Fue muy raro cómo cambiamos de pareja en la boda de Tony Kytes —dijo Emily—. Tony era muy voluble, de eso no cabe duda, y fue como si esa noche nos contagiara a todos. ¿Quién de vosotros propuso que no nos casáramos con quien nos habíamos prometido?
»—Hum… No lo recuerdo —contestó James—. Lo hablamos, ya lo sabes, y todo fue dicho y hecho.
»—Fue por culpa del baile. La gente a veces se vuelve loca cuando baila.
»—Es verdad.
»—James… ¿Tú crees que todavía se quieren? —preguntó la mujer de Stephen.
»James Hardcome reflexionó unos momentos y reconoció que quizá la llama del amor aún se avivaba en sus corazones de vez en cuando.
»—Pero no creo que tenga importancia —dijo.
»—Yo a veces pienso que Steve se acuerda mucho de Olive —murmuró Emily—, sobre todo cuando la ve pasar al galope desde la ventana… Yo nunca sería capaz de hacer eso. No consigo vencer el miedo que les tengo a los caballos.
»—A mí tampoco me gusta montar, aunque finjo que sí, para no disgustar a Olive —confesó James Hardcome—. ¿No tendrían que haber vuelto ya, como los demás barcos? No entiendo qué hace Olive fijando el rumbo en línea recta hacia el horizonte. No se ha desviado casi desde que se alejaron.
»—Estarán hablando y no se darán cuenta —dijo Emily.
»—Puede ser. No sabía que Steve remase tan bien.
»—Ah, sí. Viene mucho por aquí, por cosas de negocios, y siempre da un paseo por la bahía.
»—No veo el barco —dijo James—, y está empezando a oscurecer.
»La despreocupada pareja que había salido a remar era para entonces un punto diminuto en el manto de la noche, que se espesaba por momentos, hasta que la oscuridad se los tragó por completo. Se habían alejado en línea recta del mundo y de sus habitantes, como si quisieran saltar al vacío por el borde del horizonte y no regresar nunca a tierra firme.
»Los otros dos seguían sentados, tras acordar que no se moverían de allí hasta que volvieran los excursionistas. Las farolas del paseo marítimo se encendieron una por una, los músicos plegaron sus atriles y se retiraron, los yates atracados en la bahía también se iluminaron, los esquifes volvieron a la orilla y sus ocupantes desembarcaron por el mismo tablón por el que habían subido a bordo, pero Stephen y Olive seguían sin dar señales de vida.
»—¡Cuánto tardan! —dijo Emily—. Empiezo a tener frío. No imaginaba que tendríamos que esperar tanto.
»James Hardcome dijo entonces que no necesitaba la chaqueta, e insistió en prestársela.
»Se la echó a Emily sobre los hombros.
»—Gracias, James —dijo ella—. ¡Qué frío debe de estar pasando Olive con esa chaqueta tan ligera!
»James dijo que eso mismo estaba pensando él.
»—Seguro que ya están cerca, aunque no los veamos.
Todavía no han vuelto todos los barcos. A algunos les gusta apurar la hora de alquiler.
»—¿Qué tal si damos un paseo por la orilla para ver si vuelven? —propuso Emily.
»James asintió, aunque dijo que no había que perder de vista los asientos, no fuera a ser que los otros volvieran y, al no encontrarlos allí, se enfadaran por haber faltado a su palabra.
»Pasearon por la orilla sin alejarse de los asientos, pero Stephen y Olive seguían sin llegar. James Hardcome se acercó por fin al barquero, pensando que quizá su mujer y su primo habían vuelto al abrigo de la oscuridad y se habían olvidado del lugar dónde habían acordado encontrarse.
»—¿Han vuelto todos? —preguntó.
»—Todos menos uno —dijo el barquero—. No entiendo por qué tarda tanto esa pareja. Podría pasarles cualquier cosa en la oscuridad.
»James y Emily siguieron esperando, cada vez más inquietos. Pero el esquife amarillo no regresaba. ¿Habrían desembarcado en otro punto del paseo marítimo?
»—A lo mejor lo han hecho para no pagar —dijo el barquero—. Aunque no tenían pinta de ser de ésos.
»James Hardcome no veía probable esta explicación. Recordó entonces las confidencias que había intercambiado de cuando en cuando con Steve, admitió por vez primera la posibilidad de que los sentimientos de la pareja se hubieran reavivado al verse cara a cara, mucho más de lo que se imaginaban en el momento de embarcarse en la excursión —pues era evidente que al principio solo pensaban en pasarlo bien—, y hubiesen desembarcado en unas escaleras que había cerca del muelle, con la intención de estar más rato a solas.
»De todos modos, este pensamiento le desagradaba, y se guardó de compartirlo con su acompañante. Se limitó a sugerir que se alejaran un poco más.
»Así lo hicieron, y estuvieron paseando entre el muelle y el puesto de los barcos hasta que la mujer de Stephen Hardcome empezó a sentirse indispuesta y se vio obligada a aceptar el brazo que James le ofreció. La noche seguía avanzando. Emily estaba agotada, y James decidió llevarla a casa; además, cabía la remota posibilidad de que Stephen y Olive hubieran desembarcado en el puerto, al otro lado de la ciudad, y hubieran regresado precipitadamente creyendo que sus cónyuges se habían cansado de esperar.
»Dejó no obstante instrucciones en la ciudad de que estuvieran al tanto, aunque con discreción, pues la sola idea de que se hubieran fugado era más que suficiente para llevarlo a obrar con cautela. Muy recelosos, James y Emily corrieron a coger el último tren que salía de Budmouth-Regis y, una vez en Casterbridge, volvieron en coche a Upper Longpuddle.
—Por el mismo camino por el que vamos ahora —señaló el párroco.
—Eso es, por este mismo camino —asintió el capellán—. Pero Stephen y Olive no habían vuelto a casa, ni tampoco al pueblo, desde que salieron esa mañana. Emily y James se fueron a sus respectivas residencias, pasaron una mala noche y, al amanecer, volvieron a Casterbridge y cogieron el primer tren para Budmouth.
»Nada se había sabido de la otra pareja en este breve lapso de tiempo. Horas más tarde, unos jóvenes aseguraron que habían visto a un hombre y una mujer remando en una frágil embarcación de alquiler rumbo a mar abierto; iban mirándose el uno al otro como si estuvieran hechizados, como si no fueran conscientes de lo que hacían ni de adónde iban. Bien avanzado el día llegaron nuevas noticias a oídos de James. Habían visto el esquife volcado, a la deriva, muy lejos de la costa. El mar se agitó un poco al caer la tarde, y por la ciudad corrió el rumor de que habían aparecido dos cadáveres en la playa de Lulwind Bay, a varios kilómetros al este. Los trasladaron a Budmouth y resultaron ser los de Stephen y Olive. Se decía que los encontraron abrazados, los labios de él en los de ella, con la misma expresión de ensoñación serena con que los vieron alejarse.
»Ni James ni Emily cuestionaron los motivos por los que sus infortunados cónyuges quisieron hacerse a la mar. No albergaban ninguna sospecha sobre sus intenciones. Al margen de lo que sus mutuos sentimientos pudieran haberlos impulsado a hacer, no era propio de ellos obrar a escondidas. Cabía la posibilidad de que, al verse cada cual en presencia de aquellos ojos que en otro tiempo habían brillado únicamente para el otro, hubiesen caído en una dulce ensoñación y, no queriendo reconocer sus sentimientos, se hubieran dejado llevar, ajenos a todo, hasta que la oscuridad los sorprendió lejos de tierra. Pero nada se sabía a ciencia cierta. Había sido su destino morir de esa manera. Las dos mitades, creadas por la naturaleza para formar un todo perfecto, no habían logrado unirse en vida, pero “no estaban separadas en su muerte”[1]. Ese mismo día los trasladaron a casa y les dieron sepultura. Recuerdo que, cuando oficié el funeral, en el cementerio de la iglesia, me fijé en que casi toda la parroquia había asistido.
—Así fue, señor —dijo el párroco.
—Los viudos —prosiguió el capellán, cuya voz había cobrado un tono más grave al referir el triste sino de los enamorados— eran más prudentes y tenían más visión de futuro que los fallecidos, aunque eran menos románticos. Al verse los dos privados de su compañero, se vieron libres para cumplir con su destino de acuerdo con el plan de la naturaleza y de su propia y serena intención original. James Hardcome tomó a Emily por esposa en el plazo de un año y medio, y su matrimonio resultó muy feliz en todos los sentidos. Yo mismo solemnicé la unión, y fue Hardcome quien, en el momento de anunciarme su intención de casarse, me contó la historia de cómo había perdido a su primera mujer, casi literalmente como yo se la he contado a ustedes.
—¿Y siguen viviendo en Longpuddle? —preguntó el emigrante.
—No, señor —dijo el capellán—. James murió hace doce años, y su mujer hará unos seis o siete. No tuvieron hijos. William Privett era el hombre que les hacía todos los trabajos hasta que murió.
—¡Ah, William Privett! ¿También ha muerto? —preguntó el señor Lackland—. ¡Todos se han ido!
—Sí, señor. William era mucho mayor que yo. Tendría cerca de los ochenta si siguiera con vida.”
–Hubo algo muy extraño acerca de la muerte de William, ¡muy extraño de veras! –suspiró con melancolía un hombre en la parte de atrás del vagón. Era el padre del granjero, quien hasta ahora había guardado silencio.
–¿Y que pudo haber sido? –preguntó el señor Lackland.
»Fue una noche muy fría, en la semana de Navidad, y entre los invitados se encontraban los Hardcome de Climmerston, Steve y James, primos hermanos, los dos pequeños agricultores que empezaban a abrirse camino en el negocio por cuenta propia. Con ellos iban, como es natural, sus futuras mujeres, dos jóvenes de la vecindad, muy guapas y vivaces las dos, y montones de amigos de Abbot’s-Cernel, Watherbury, Mellstock y qué sé yo. ¡La casa estaba a reventar!
»Se habían retirado los muebles de la cocina para el baile, y la gente mayor jugaba a las cartas en la sala de estar, aunque al final todos se sumaron a la fiesta. La fila empezaba en el ventanal de la cocina y había tantas parejas que salía por la puerta y se perdía en la oscuridad, fuera de la casa. La verdad es que no se veía dónde terminaba, y nunca se supo exactamente hasta dónde llegaba, porque los últimos se escondieron entre los matorrales.
»Tras varias horas de baile, cuando los hombres más altos ya empezaban a tener chichones en la coronilla de tanto rebotar contra las vigas del techo, el primer violín soltó el arco y dijo que no tocaba más, porque quería bailar. Y una hora después el segundo violín soltó el arco y dijo que él también quería bailar, así que se quedó solo el tercer violín, que era un hombre mayor, ya veterano, de muñecas muy débiles. De todos modos, consiguió aguantar bastante bien, hasta que empezaron a fallarle las rodillas lo mismo que las muñecas, y como no había ninguna silla tuvo que sentarse en la esquina de la repisa de la alacena, que no era precisamente cómoda para un hombre tan entrado en años.
»Entre los que más bailaban estaban las dos parejas prometidas, como es natural. Se las veía a las dos muy compenetradas y muy distintas entre sí. La prometida de James Hardcome era Emily Darth, y tanto ella como James eran discretos, afables, hogareños y amantes de la tranquilidad. Steve y su prometida, Olive Pawle, eran muy diferentes, de carácter más bullicioso, muy amigos de festejos y de ver lo que pasaba en el mundo. Las dos parejas habían acordado casarse el mismo día, y no faltaba mucho para la fecha. La boda de Tony fue una especie de estimulante, como suele ocurrir, según he podido comprobar en muchas ocasiones.
»Bailaban con ganas, como solo los jóvenes que se están cortejando son capaces de bailar, y sucedió que, conforme avanzaba la velada, James empezó a bailar con Olive, la prometida de Stephen, y éste hizo lo propio con Emily, la prometida de James. Saltaba a la vista que, a pesar de haber cambiado de pareja, los jóvenes seguían disfrutando del baile tanto como antes. Con el mismo orden cambiado, continuaron bailando una nueva melodía, y aunque al principio cada uno de los primos guardaba con su pareja de baile una pudorosa distancia de medio brazo, para que el otro no pudiera objetar que se acercaba demasiado a su dama, la distancia se redujo ligeramente al cabo de un rato, y volvió a reducirse un poco más conforme pasaba el tiempo.
»Cuanto más tarde se hacía, más tiempo pasaba cada primo bailando con la prometida del otro, y con más fuerza la cogía del talle para hacerla girar; y lo curioso era que a ninguno de los dos parecía importarle lo que hacía su pariente. La fiesta se acercaba a su fin, y esa noche no vi nada más, pues fui de los primeros en retirarme, debido a mis obligaciones matinales. Sin embargo, me enteré por los que se quedaron de lo que pasó a continuación.
»Tras concluir un baile especialmente fogoso con las parejas cambiadas, tal como ya se ha dicho, los dos jóvenes intercambiaron una mirada y salieron al porche.
»—James —dijo Steve—, ¿en qué has pensado mientras bailabas con mi Olive?
»—Bueno —contestó James—, quizá en lo mismo en lo que tú pensabas mientras bailabas con mi Emily.
»—Yo he pensado —dijo Steve, con cierta vacilación— que no me importaría cambiar para siempre.
»—Pues eso mismo he pensado yo.
»—Estoy dispuesto a aceptarlo, si se te ocurre cómo resolver la situación.
»—Yo también, pero ¿qué dirán ellas?
»—Me parece a mí que no pondrán muchas objeciones. Tu Emily se me apretaba como si ya fuera mía.
»—Y tu Olive lo mismo. Notaba los latidos de su corazón, como un reloj.
»Acordaron decírselo a las muchachas cuando volvieran a casa los cuatro juntos. Y así lo hicieron. Al separarse esa noche, el cambio quedó decidido, al calor de la excitación del baile. Sucedió por lo tanto que, el domingo siguiente, cuando la gente tomó asiento en la iglesia para oír la lectura de las amonestaciones, hubo no poco asombro al descubrir que los nombres de los contrayentes se habían cambiado. La congregación empezó a cuchichear, pensando que el párroco se había equivocado, hasta que por fin se supo que no había ningún error en la lectura. Y tal como lo decidieron, así se casaron, cada cual con la prometida del otro.
»El caso es que las dos parejas vivieron tranquilamente uno o dos años, hasta que el amor se enfrió un poco, como es la norma en la vida conyugal, y los primos empezaron a preguntarse en su fuero interno cómo habían cometido el desatino de casarse en el último momento con la novia del otro, en lugar de casarse como es debido, tal como había planeado la naturaleza, con la mujer de la que se habían enamorado en primera instancia. La culpa la tenía lisa y llanamente la fiesta de Tony, y casi lamentaron haber asistido. James, que era un hombre apacible, hogareño y reflexivo, sentía a veces que un abismo lo separaba de Olive, a quien le encantaba montar a caballo y salir de excursión, mientras que Steve, que siempre estaba dando vueltas de acá para allá, tenía una mujer muy amante de la vida doméstica, que bordaba, hacía alfombrillas para la chimenea, rara vez tenía ganas de cruzar el umbral de su puerta y solo salía con él por complacerlo.
»Pese a que hablaban muy poco de su mal casamiento con sus conocidos, Steve a veces miraba a la mujer de James y suspiraba, y James miraba a la mujer de Steve y hacía lo propio. Pasado algún tiempo, los maridos se sinceraron el uno con el otro, y no tenían reparos en hablar discretamente del asunto cuando estaban a solas, con cara larga, sonrisa triste y aire caprichoso, reconociendo la estupidez que habían cometido al trastocar una elección bien sopesada, dejándose llevar por una fantasía en mitad del torbellino y el frenesí de un baile. De todos modos, eran hombres juiciosos y honrados, y hacían cuanto estaba en su mano por aceptar su suerte, puesto que ellos mismos así lo habían dispuesto, sin lamentarse por lo que ya no tenía remedio.
»Así siguieron las cosas hasta que un hermoso día de verano partieron los cuatro para hacer su pequeña escapada anual, como tenían por costumbre desde antiguo. Ese año decidieron pasar el día en Budmouth-Regis, y vestidos con sus mejores galas, a las nueve de la mañana se pusieron en camino.»Cuando llegaron a su destino pasearon en pareja por la orilla del mar, chapoteando con sus botas nuevas en la arena húmeda y aterciopelada. ¡Todavía me parece estar viéndolos! Después fueron a ver los barcos atracados en el puerto, subieron al mirador, cenaron en la posada y volvieron a chapotear en pareja por la arena aterciopelada. A la caída de la tarde se sentaron un rato a escuchar a la banda de músicos en el paseo marítimo, y se preguntaron qué hacer a continuación.
»—A mí —dijo Olive (es decir, la mujer de James Hardcome)— lo que más me gustaría es remar por la bahía. Podríamos escuchar a los músicos desde el agua, a la vez que disfrutamos de la diversión del remo.
»—Eso mismo haría yo —dijo Steve, que siempre tenía los mismos gustos que ella.
El párroco se volvió entonces al capellán.
—Usted conoce mejor que nadie los extraños detalles de esa extraña velada, puesto que los ha oído de sus propios labios, no como yo. ¿Tendrá la bondad de contárselos al caballero?
—Con mucho gusto, si así lo desea —dijo el capellán. Y reanudó el relato del párroco—: La mujer de Stephen aborrecía el mar, solo le gustaba visto desde tierra, y no quería ni pensar en subir a una barca. A James también le desagradaba el agua, y dijo que él prefería quedarse escuchando a la banda donde estaba, pero que no quería privar a su mujer de dar un paseo en barca si así lo deseaba. Finalmente acordaron que James y Emily, la mujer de su primo, se quedarían disfrutando de la música, mientras los otros dos alquilarían una barca allí mismo, pasarían una media hora remando, y volverían al paseo marítimo, desde donde regresarían todos juntos a casa.
»Nada podía haber complacido más a los dos aventureros, y Emily y James los vieron bajar a la playa, acercarse a uno de los barqueros, elegir uno de los pequeños esquifes amarillos y pisar con cuidado el pequeño tablón colocado como un caballete para subir a bordo de la barca. Vieron que Stephen y Olive se sentaban frente a frente y, una vez acomodados, les decían adiós con la mano. Stephen cogió entonces los remos y los acompasó al ritmo de la música, mientras Olive tomaba el timón y empezaba a sortear las demás embarcaciones, porque el mar estaba esa noche como un espejo y eran muchos los buscadores de placer que habían salido a remar como ellos.
»—Qué bien se les ve, ¿verdad? —le dijo Emily a James, según me han asegurado—. Los dos disfrutan con las mismas cosas. Tienen los mismos gustos en todo.
»—Es cierto —contestó James.
»—Habrían hecho una buena pareja, si se hubieran casado.
»—Sí, es una lástima que los separásemos.
»—No digas eso, James. Para bien o para mal, decidimos hacer lo que hicimos, y no hay más que hablar.
»Dicho esto guardaron silencio. La banda seguía tocando. La gente deambulaba por el paseo marítimo, y Stephen y Olive empequeñecían por momentos, alejándose mar adentro. Los que se habían quedado en tierra contaban que Stephen soltó un momento los remos y se quitó la chaqueta para poder remar cómodamente, mientras la mujer de James seguía en la popa, sosteniendo las cuerdas del timón para guiar la barca. Cuando ya casi no se les veía, ella volvió la cabeza hacia la costa.
»—Nos está saludando con el pañuelo —dijo la mujer de Stephen, sacando también el suyo para devolver la señal.
»La barca se desvió un poco de su rumbo al soltar el timón la mujer de James para agitar el pañuelo, pero enseguida volvió a enderezarse, y el pequeño esquife siguió navegando en línea recta. Muy pronto, la pareja que estaba en tierra apenas acertaba a distinguir el chal claro de Olive y las mangas de la camisa blanca de Stephen.
»James y Emily siguieron charlando.
»—Fue muy raro cómo cambiamos de pareja en la boda de Tony Kytes —dijo Emily—. Tony era muy voluble, de eso no cabe duda, y fue como si esa noche nos contagiara a todos. ¿Quién de vosotros propuso que no nos casáramos con quien nos habíamos prometido?
»—Hum… No lo recuerdo —contestó James—. Lo hablamos, ya lo sabes, y todo fue dicho y hecho.
»—Fue por culpa del baile. La gente a veces se vuelve loca cuando baila.
»—Es verdad.
»—James… ¿Tú crees que todavía se quieren? —preguntó la mujer de Stephen.
»James Hardcome reflexionó unos momentos y reconoció que quizá la llama del amor aún se avivaba en sus corazones de vez en cuando.
»—Pero no creo que tenga importancia —dijo.
»—Yo a veces pienso que Steve se acuerda mucho de Olive —murmuró Emily—, sobre todo cuando la ve pasar al galope desde la ventana… Yo nunca sería capaz de hacer eso. No consigo vencer el miedo que les tengo a los caballos.
»—A mí tampoco me gusta montar, aunque finjo que sí, para no disgustar a Olive —confesó James Hardcome—. ¿No tendrían que haber vuelto ya, como los demás barcos? No entiendo qué hace Olive fijando el rumbo en línea recta hacia el horizonte. No se ha desviado casi desde que se alejaron.
»—Estarán hablando y no se darán cuenta —dijo Emily.
»—Puede ser. No sabía que Steve remase tan bien.
»—Ah, sí. Viene mucho por aquí, por cosas de negocios, y siempre da un paseo por la bahía.
»—No veo el barco —dijo James—, y está empezando a oscurecer.
»La despreocupada pareja que había salido a remar era para entonces un punto diminuto en el manto de la noche, que se espesaba por momentos, hasta que la oscuridad se los tragó por completo. Se habían alejado en línea recta del mundo y de sus habitantes, como si quisieran saltar al vacío por el borde del horizonte y no regresar nunca a tierra firme.
»Los otros dos seguían sentados, tras acordar que no se moverían de allí hasta que volvieran los excursionistas. Las farolas del paseo marítimo se encendieron una por una, los músicos plegaron sus atriles y se retiraron, los yates atracados en la bahía también se iluminaron, los esquifes volvieron a la orilla y sus ocupantes desembarcaron por el mismo tablón por el que habían subido a bordo, pero Stephen y Olive seguían sin dar señales de vida.
»—¡Cuánto tardan! —dijo Emily—. Empiezo a tener frío. No imaginaba que tendríamos que esperar tanto.
»James Hardcome dijo entonces que no necesitaba la chaqueta, e insistió en prestársela.
»Se la echó a Emily sobre los hombros.
»—Gracias, James —dijo ella—. ¡Qué frío debe de estar pasando Olive con esa chaqueta tan ligera!
»James dijo que eso mismo estaba pensando él.
»—Seguro que ya están cerca, aunque no los veamos.
Todavía no han vuelto todos los barcos. A algunos les gusta apurar la hora de alquiler.
»—¿Qué tal si damos un paseo por la orilla para ver si vuelven? —propuso Emily.
»James asintió, aunque dijo que no había que perder de vista los asientos, no fuera a ser que los otros volvieran y, al no encontrarlos allí, se enfadaran por haber faltado a su palabra.
»Pasearon por la orilla sin alejarse de los asientos, pero Stephen y Olive seguían sin llegar. James Hardcome se acercó por fin al barquero, pensando que quizá su mujer y su primo habían vuelto al abrigo de la oscuridad y se habían olvidado del lugar dónde habían acordado encontrarse.
»—¿Han vuelto todos? —preguntó.
»—Todos menos uno —dijo el barquero—. No entiendo por qué tarda tanto esa pareja. Podría pasarles cualquier cosa en la oscuridad.
»James y Emily siguieron esperando, cada vez más inquietos. Pero el esquife amarillo no regresaba. ¿Habrían desembarcado en otro punto del paseo marítimo?
»—A lo mejor lo han hecho para no pagar —dijo el barquero—. Aunque no tenían pinta de ser de ésos.
»James Hardcome no veía probable esta explicación. Recordó entonces las confidencias que había intercambiado de cuando en cuando con Steve, admitió por vez primera la posibilidad de que los sentimientos de la pareja se hubieran reavivado al verse cara a cara, mucho más de lo que se imaginaban en el momento de embarcarse en la excursión —pues era evidente que al principio solo pensaban en pasarlo bien—, y hubiesen desembarcado en unas escaleras que había cerca del muelle, con la intención de estar más rato a solas.
»De todos modos, este pensamiento le desagradaba, y se guardó de compartirlo con su acompañante. Se limitó a sugerir que se alejaran un poco más.
»Así lo hicieron, y estuvieron paseando entre el muelle y el puesto de los barcos hasta que la mujer de Stephen Hardcome empezó a sentirse indispuesta y se vio obligada a aceptar el brazo que James le ofreció. La noche seguía avanzando. Emily estaba agotada, y James decidió llevarla a casa; además, cabía la remota posibilidad de que Stephen y Olive hubieran desembarcado en el puerto, al otro lado de la ciudad, y hubieran regresado precipitadamente creyendo que sus cónyuges se habían cansado de esperar.
»Dejó no obstante instrucciones en la ciudad de que estuvieran al tanto, aunque con discreción, pues la sola idea de que se hubieran fugado era más que suficiente para llevarlo a obrar con cautela. Muy recelosos, James y Emily corrieron a coger el último tren que salía de Budmouth-Regis y, una vez en Casterbridge, volvieron en coche a Upper Longpuddle.
—Por el mismo camino por el que vamos ahora —señaló el párroco.
—Eso es, por este mismo camino —asintió el capellán—. Pero Stephen y Olive no habían vuelto a casa, ni tampoco al pueblo, desde que salieron esa mañana. Emily y James se fueron a sus respectivas residencias, pasaron una mala noche y, al amanecer, volvieron a Casterbridge y cogieron el primer tren para Budmouth.
»Nada se había sabido de la otra pareja en este breve lapso de tiempo. Horas más tarde, unos jóvenes aseguraron que habían visto a un hombre y una mujer remando en una frágil embarcación de alquiler rumbo a mar abierto; iban mirándose el uno al otro como si estuvieran hechizados, como si no fueran conscientes de lo que hacían ni de adónde iban. Bien avanzado el día llegaron nuevas noticias a oídos de James. Habían visto el esquife volcado, a la deriva, muy lejos de la costa. El mar se agitó un poco al caer la tarde, y por la ciudad corrió el rumor de que habían aparecido dos cadáveres en la playa de Lulwind Bay, a varios kilómetros al este. Los trasladaron a Budmouth y resultaron ser los de Stephen y Olive. Se decía que los encontraron abrazados, los labios de él en los de ella, con la misma expresión de ensoñación serena con que los vieron alejarse.
»Ni James ni Emily cuestionaron los motivos por los que sus infortunados cónyuges quisieron hacerse a la mar. No albergaban ninguna sospecha sobre sus intenciones. Al margen de lo que sus mutuos sentimientos pudieran haberlos impulsado a hacer, no era propio de ellos obrar a escondidas. Cabía la posibilidad de que, al verse cada cual en presencia de aquellos ojos que en otro tiempo habían brillado únicamente para el otro, hubiesen caído en una dulce ensoñación y, no queriendo reconocer sus sentimientos, se hubieran dejado llevar, ajenos a todo, hasta que la oscuridad los sorprendió lejos de tierra. Pero nada se sabía a ciencia cierta. Había sido su destino morir de esa manera. Las dos mitades, creadas por la naturaleza para formar un todo perfecto, no habían logrado unirse en vida, pero “no estaban separadas en su muerte”[1]. Ese mismo día los trasladaron a casa y les dieron sepultura. Recuerdo que, cuando oficié el funeral, en el cementerio de la iglesia, me fijé en que casi toda la parroquia había asistido.
—Así fue, señor —dijo el párroco.
—Los viudos —prosiguió el capellán, cuya voz había cobrado un tono más grave al referir el triste sino de los enamorados— eran más prudentes y tenían más visión de futuro que los fallecidos, aunque eran menos románticos. Al verse los dos privados de su compañero, se vieron libres para cumplir con su destino de acuerdo con el plan de la naturaleza y de su propia y serena intención original. James Hardcome tomó a Emily por esposa en el plazo de un año y medio, y su matrimonio resultó muy feliz en todos los sentidos. Yo mismo solemnicé la unión, y fue Hardcome quien, en el momento de anunciarme su intención de casarse, me contó la historia de cómo había perdido a su primera mujer, casi literalmente como yo se la he contado a ustedes.
—¿Y siguen viviendo en Longpuddle? —preguntó el emigrante.
—No, señor —dijo el capellán—. James murió hace doce años, y su mujer hará unos seis o siete. No tuvieron hijos. William Privett era el hombre que les hacía todos los trabajos hasta que murió.
—¡Ah, William Privett! ¿También ha muerto? —preguntó el señor Lackland—. ¡Todos se han ido!
—Sí, señor. William era mucho mayor que yo. Tendría cerca de los ochenta si siguiera con vida.”
–Hubo algo muy extraño acerca de la muerte de William, ¡muy extraño de veras! –suspiró con melancolía un hombre en la parte de atrás del vagón. Era el padre del granjero, quien hasta ahora había guardado silencio.
–¿Y que pudo haber sido? –preguntó el señor Lackland.