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La casa de los deseos

Rudyard Kipling
LLEGÓ MÁS TARDE EL DIOS
Llegó más tarde el Dios, acudieron primero sus heraldos, y fueron desoídos.
Tarde, pero con ira;
proclamando: «Se pagará el agravio y saldará la afrenta
con todo lo que ella poseía».
Envenenó la espada y golpeó el hogar; se abrió
la herida en el centro del pecho y penetró el veneno, sin alivio ni cura.

Acordó con el Tiempo una parada tal que la pena de ella siguiera siempre fresca,
renovada de día y asediando en la noche alma y carne sin tregua…
Mañanas de memoria, vísperas de agonía, medianoche implacable,
hasta que el empedrado de las calles de sus Infiernos y de su Paraíso ardiera de dolor.
​
Vivió así la mujer, mientras su cuerpo se iba corrompiendo.
Y llegada la Noche suplicó algún indicio, y el indicio le fue facilitado.
Y construyó un Altar, y a la luz de su Visión depositó su ofrenda,
sola, sin esperar ni mérito ni halago, pero firme,
resuelta, generosa y divina.
Y todo lo hizo ella tan sólo por amor…
¿Pues qué es un Dios frente a una Mujer? ¡Polvo y escarnio!
La nueva visitadora de la Iglesia acababa de marcharse, tras haber pasado veinte minutos en la casa. Durante la visita, la señora Ashcroft había empleado el lenguaje propio de una cocinera entrada en años, experimentada y jubilada, que ha conocido la vida en Londres. De ahí que en ese momento estuviera aún más dispuesta a hablar con el antiguo y cómodo acento de su tierra natal (suavizando la «d» a medida que se animaba) cuando la señora Fettley, que vivía a cincuenta kilómetros, llegó en el autobús, ese agradable sábado del mes de marzo. Eran amigas desde la infancia, aunque el destino hubiera distanciado cada vez más sus encuentros en los últimos tiempos.
Era mucho lo que tenían que decirse, y muchos los cabos sueltos que anudar por ambas partes antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retales para hacer una colcha, se sentara en el sofá, bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol en el valle, un poco más abajo.
—Se han apeado casi todos en Bush Tye para el partido —explicó—. Y en los últimos ocho kilómetros no tenía a quién agarrarme. ¡Y el coche venga a dar brincos!
—Pero tú estás muy bien —respondió su anfitriona—. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley se rió y empezó a casar dos retales de su gusto.
—Es verdad, si no ya me habría roto hace veinte años, Seguro que ya ni te acuerdas de cuando decían que estaba regordeta. ¿Te acuerdas?
La señora Ashcroft negó con la cabeza despacio, porque nunca se precipitaba, y siguió cosiendo el forro de arpillera en un cesto de mimbre para herramientas, trenzado con trozos de tela. La señora Fettley continuó sacando retales a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y las dos se quedaron un rato calladas.
—¿Cómo es vuestra nueva visitadora? —preguntó la señora Fettley, señalando con la cabeza hacia la puerta. Era muy miope y al entrar casi se había tropezado con la mujer.
La señora Ashcroft dejó la gruesa aguja de coser el forro suspendida en el aire, ponderando su respuesta antes de dalla puntada.
—Aparte de que no trae muchas noticias, no tengo nada en contra de ella.
—La nuestra, la de Keyneslade, no para de hablar y es muy compasiva, pero nunca escucha las respuestas —dijo la señora Fettley—. Puedes seguir a lo tuyo y ella dale que dale.
—Ésta no habla mucho. Me da que va para monja anglicana.
—La nuestra está casada, pero dicen que de poco le vale… —la señora Fettley levantó su pronunciada barbilla—. ¡Ay, Señor! ¡Cómo sacuden el esqueleto esos condenados autobuses!
La casita revestida de azulejos tembló al paso de dos autobuses de cuarenta asientos alquilados especialmente para el partido en Bush Tye; los seguía humeando el coche de línea que iba al mercado de los sábados, en la capital del condado, y de uno de los abarrotados hostales salió un cuarto vehículo pura sumarse a la procesión, interrumpiendo el tráfico a los que iban de paseo.
—Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz —observó la señora Ashcroft.
—Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la abuelita perfecta. Ese cesto es para uno de tus nietos, ¿verdad?
—Para Arthur… el mayor de mi Jane.
—Pero no trabaja en ninguna parte, ¿o sí?
—No. Es una cesta de picnic.
—Tienes suerte. Mi Willie está siempre pidiéndome dinero para uno de esos palos en el aire que la gente pone en el jardín para oír la música que dan en Londres. Y yo se lo doy… ¡tonta de mí!
—Y seguro que luego no te da ni un beso, ¿verdad? —La triste sonrisa de la señora Ashcroft pareció volverse hacia dentro.
—¡Déjate de besos! Los chicos de hoy no son como hace cuarenta años. Lo quieren todo sin dar nada… ¡y nosotras a llagar! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines de golpe!
—Es que no saben lo que cuesta el dinero —señaló la señora Ashcroft.
—Y la semana pasada —continuó la otra—, va mi hija y le pide al carnicero un kilo de tocino, y le dice que se lo corte, que ella no puede molestarse en cortarlo.
—Seguro que se lo cobró.
—Seguro. Tenía partida de tresillo en el Centro, y no podía molestarse en cortarlo. Eso me dijo.
—¡Hala!
La señora Ashcroft dio las últimas puntadas al forro del cesto. Apenas había terminado cuando su nieto de dieciséis años, seguido de la chica de turno, llegó corriendo por el sendero del jardín, preguntando a grito pelado sí el cesto ya estaba listo; le quitó el cesto de las manos a la señora Ashcroft y se largó sin dar las gracias. La señora Fettley lo miró fijamente.
—Se van de excursión a no sé dónde —explicó la señora Ashcroft.
—¡Ya! —dijo la otra, entornando los ojos—. Ése no tiene compasión por nadie. ¿A quién me ha recordado de pronto ese bribón?
—Tienen que mirar por ellos… como nosotras a su edad —lo disculpó la señora Ashcroft, empezando a servir el té.
—Tú sí que supiste mirar por ti, Gracie —dijo la señora Fettley.
—¿Por qué dices eso?
—No sé… De pronto me ha venido a la cabeza… esa mujer de Rye… no me acuerdo cómo se llamaba… ¿era Barnsley?
—Batten… estás pensando en Polly Batten.
—Eso… Polly Batten. Ese día que fue a por ti con una horca… cuando estábamos todos segando el heno en Smalldene… por haberle quitado el novio.
—¿Y no te acuerdas de que yo le di permiso para que se lo quedara? —dijo la señora Ashcroft con una sonrisa y un tono de voz más dulce que nunca.
—Sí… y todos creíamos que iba a clavarte la horca en el pecho.
—¡Qué va! Polly nunca se pasaba de la raya. Se le iba toda la fuerza por la boca.
—Yo siempre he pensado —dijo la señora Fettley tras una pausa—, que no hay cosa más tonta que dos mujeres peleándose por un hombre. Es como un perro con dos amos.
—A lo mejor. Pero ¿por qué te acuerdas ahora de eso, Liz?
—Por la cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era pequeño. Tu Jane no era así, pero… ¡él! ¡Es cómo si volviera a ver a Jim Batten…! ¿Eh?
—A lo mejor. Algunas dirían lo mismo… claro que ellas son estériles.
— ¡Ah! ¡Claro! ¡Qué cosas, qué cosas!…Y Jim Batten murió…
—Hace veintisiete años —dijo escuetamente la señora Ashcroft—. ¿Por qué no te acercas, Liz?
La señora Fettley se acercó a las tostadas con mantequilla, el pan de pasas, el té recocido y amargo, las peras en conserva caseras y un rabo de cerdo hervido y frío, para bajar los bollos de pan dulce, haciendo los oportunos cumplidos.
—Sí. No sé si debería comer tanto —dijo la señora Ashcroft pensativamente—. Pero sólo se vive una vez.
—¿Y nunca te sienta mal? —preguntó su invitada.
—La enfermera dice que antes me muero de indigestión que de mi pierna.
La señora Ashcroft tenía una úlcera muy antigua en el tobillo que requería los continuos cuidados de la enfermera, quien presumía (cuando no lo hacían otros por ella) de haberle hecho ya ciento tres curas desde que llegó al pueblo.
—¡Y tú que estabas tan sana! Se te han echado los años encima demasiado pronto. Me he fijado en cómo andas —dijo la señora Fettley, con sincero cariño.
—A todos nos llega la hora. Pero el corazón todavía me funciona —dijo la señora Ashcroft.
—Eso es porque siempre has tenido un corazón que vale por tres. Y eso una lo puede recordar cuando se va haciendo mayor.
—Tú también tienes cosas que recordar —fue la respuesta de la señora Ashcroft.
—Y tanto. Pero no pienso demasiado en eso; sólo cuando estoy contigo, Gra. Hacen falta dos palos para encender el fuego.
Con la boca entreabierta, la señora Fettley se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvió a estremecerse con el rugido del tráfico, y del abarrotado campo de fútbol al fondo del jardín llegaba casi el mismo estruendo, porque todos disfrutaban de su sábado libre.
La señora Fettley estuvo un rato hablando, con suma precisión y sin interrupciones, antes de secarse los ojos.
—Y —concluyó— el mes pasado me leyeron su esquela en el periódico. Claro que ya no era asunto mío… hacía mucho tiempo que no lo veía. Y no podía decir nada ni demostrar nada. Ni siquiera tengo derecho a ir a Eastbourne para visitar su tumba. He pensado coger el autobús un día de éstos; pero en casa me harán muchas preguntas. Ni siquiera tengo ese consuelo.
—Pero has tenido tus satisfacciones.
—¡Ya lo creo que sí! Esos cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral por todo lo alto.
—Entonces no tienes por qué quejarte. ¿Otra taza de té?
La luz y el ambiente habían ido cambiando a medida que el sol menguaba, y las dos mujeres cerraron la puerta de la cocina cuando empezó a refrescar. Una pareja de arrendajos piaban y alborotaban entre los desnudos manzanos del jardín.
Esta vez tenía la palabra la señora Ashcroft, acodada en la mesa, con la pierna mala en alto sobre un taburete…
—¡Y yo ni imaginarlo! Pero ¿qué te dijo tu marido? —preguntó la señora Fettley, una vez concluido el relato en tono grave.
—Dijo que por él podía largarme donde me diera la gana. Pero como estaba postrao, dije que lo cuidaría. Él sabía que no iba a aprovecharme, porque estaba malo. Duró ocho o nueve semanas. Luego le dio como un ataque, y se quedó varios días tieso como un palo en la cama. Y un día va y se levanta en la cama y me dice: «Reza para que ningún hombre te trate nunca como me has tratao tú a mí». Y yo le digo: «¿Y tú?». Porque tú sabes, Liz, cuánto le gustaban las faldas. «Los dos, pero yo me voy a morir y soy más sabio, y veo lo que se te avecina». Murió un domingo y lo enterramos un jueves… Y mira que yo lo había querido… anteso… ¿lo quise alguna vez?
—Eso no me lo habías contao —dijo la señora Fettley.
—Te lo cuento por lo que tú acabas de contarme. Cuando se murió, la escribí una carta a esa señora Marshall de Londres y la dije que estaba libre, y me dio mi primer trabajo de pinche en la cocina. ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Se alegró mucho, porque los dos se estaban haciendo mayores y yo me sabía sus costumbres. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando iba a servir a su casa… cuando andábamos justos de dinero o… o cuando mi marido estuvo fuera… esa vez?
—¿Cuando estuvo seis meses en la cárcel de Chichester? —susurró la señora Fettley—. Nunca llegamos a saber lo que había pasao.
—Le podían haber caído más, pero el otro no murió.
—No tuvo nada que ver contigo, ¿verdá Gra?
—¡No! Esa vez fue por la mujer del otro. El caso es que cuando mi marido se murió volví con los Marshall, de cocinera, a la buena vida y a que me llamasen señora Ashcroft. Fue el año que tú te mudaste a Portsmouth.
—A Cosham —corrigió la señor Fettley—. Estaban construyendo bastantes casas nuevas. Primero se fue mi marido a buscar el cuarto y después me fui yo.
—Bueno, pues estuve más o menos un año en Londres y se me pasó como un suspiro; cuatro comidas al día y una vida cómoda. Luego, cuando se acercaba el otoño, los señores se fueron de viaje, a Francia; pero no me despidieron, porque no sabían pasarse sin mí. Me arreglé con el guardés y me vine a ver a mi hermana Bessie… con mi sueldo en el bolsillo y to dos contentos de verme.
—Eso debió de ser cuando yo estaba en Cosham —comentó la señora Fettley.
—Tú sabes, Liz, que en esa época nadie se andaba con tantos remilgos, igual que tampoco había cines ni partidas de tresillo. Todo el mundo aceptaba cualquier trabajo por un chelín, ¿verdad? Estaba muy cansada de trabajar en Londres, y pensé que un cambio de aires me sentaría bien. Así que me quedé en Smalldene, y echaba una mano cuando tocaba sacar las patatas o desplumar a las gallinas y esas cosas. ¡Lo que se habrían reído en mi cocina de Londres, si me hubieran visto con mis botas de hombre y las enaguas arremangadas!
—¿Y te sentó bien? —se interesó la señora Fettley.
—No me fui por eso. Tú sabes igual que yo que las cosas no te pasan hasta que te pasan. La cabeza no te dice que no vayas por ese camino hasta que has llegado al final. No nos damos cuenta de lo que hacemos hasta que lo hemos hecho.
—¿Quién fue?
—Harry Mockler —dijo la señora Ashcroft, torciendo el gesto por el dolor de la pierna.
—¿Harry? —preguntó atónita la señora Fettley—. ¡El hijo de Bert Mockler! ¡Y yo sin pisparme de nada!
La señora Ashcroft asintió.
—Entonces me dije… porque de verdá lo creía… que lo que me gustaba era trabajar en el campo.
—¿Y qué pasó?
—Lo de siempre. Al principio todo fue divinamente… luego menos que nada. No me faltaron advertencias, pero no hice caso. Porque un día estábamos los dos juntos quemando basura, justo cuando estábamos empezando a… a conocernos… Era un poco pronto para quemar la basura, y se lo dije. Y él me soltó: «¡No! Cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor». Y me lo dijo con un gesto duro como una roca. Y entonces me di cuenta de que por primera vez un hombre me mandaba, y eso no me había pasado nunca, porque siempre mandaba yo.
—¡Sí! ¡Sí! O mandas tú o mandan ellos —suspiró la otra—. Yo prefiero lo primero.
—Yo no. Pero Harry sí… Por entonces yo tenía que volver a Londres. Y no podía. ¡Sencillamente no podía! Conque un lunes por la mañana fui y me escaldé la mano y el brazo izquierdo con agua hirviendo, aposta, para quedarme otras dos semanas.
—¿Y valió la pena? —preguntó la señora Fettley, contemplando la cicatriz brillante en el brazo arrugado.
La señora Ashcroft asintió.
—Y después nos arreglamos para que él fuese a Londres a buscar trabajo en unas cuadras, cerca de donde yo vivía. Y se lo dieron. Ya me encargué yo de que se lo dieran. Nadie dijo nada. Ni siquiera su madre sospechó lo que pasaba. Él se mudó a Londres, y allí pasamos ese invierno, a menos de un kilómetro el uno del otro.
—Y seguro que tú le pagaste el billete y todo —dijo la señora Fettley con convencimiento.
La señora Ashcroft volvió a asentir.
—Todo me parecía poco para él. Era mi hombre y… ¡ay, Dios mío!… ¡lo que nos reíamos cuando salíamos a pasear de noche por las calles adoquinadas!, ¡y eso que a mí me mataban los callos! Nunca había estado igual. ¡Y él tampoco! ¡Él tampoco!
La señora Fettley soltó una risita para indicar que lo entendía.
—¿Y cómo terminó? —preguntó.
—Cuando me lo devolvió todo, hasta el último penique. Entonces lo supe, pero no quería enterarme. Va y me dice: «Has sido muy buena conmigo». Y yo le digo: «¡Buena! ¿Y lo que hay entre nosotros?». Y él venga a repetir lo buena que había sido con él y que no lo olvidaría nunca. Estuve dos o tres tardes sin creérmelo, porque no me lo podía creer. Hasta que me suelta que no está contento con su trabajo en las cuadras, que los otros la tienen tomada con él, y todas esas mentiras que cuentan los hombres cuando te van a plantar. Yo lo dejé que hablara, sin darle ni quitarle razón. Al final, me quité un broche que me había regalado y le dije: «Muy bien. Yo no te pido nada». Me di media vuelta y me marché. Estaba deshecha. Y él no insistió. Ni me buscó, ni escribió, ni nada. Volvió con su madre.
—¿Y tú querías que volviera? —preguntó implacable la señora Fettley.
—¡Más de una vez! ¡Más de una vez! Cuando pasaba por las calles por las que paseábamos juntos, me parecía que hasta las piedras gritaban bajo mis pies.
—Sí —asintió la señora Fettley—. No sé por qué, pero no hay nada que duela tanto. ¿Y se acabó?
—No. No se acabó. Eso es lo más raro, aunque no te lo creas, Liz.
—Me lo creo. Creo que estás siendo más sincera que nunca, Gra.
—Es verdad… Sufrí como no se lo deseo ni a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Las pasé canutas esa primavera! Me entraron unos dolores de cabeza que no había tenío en la vida. ¡Figúrate… yo con dolor de cabeza! Pero casi me alegré, porque así no pensaba…
—Es como el dolor de muelas —comentó la señora Fetley—. Tiene que doler y doler hasta que ya no puede más y se está quieto; y después… después no queda nada.
—A mí me ha quedado suficiente para toda la vida. Fue por la chica de la asistenta… Sophy Ellis se llamaba… Era todo ojos y codos, siempre con hambre. Yo le daba cualquier cosa de comer, pero no le hacía mucho caso, y mucho menos cuando pasó lo de Harry. Pero ya sabes lo que les pasa a las chicas a veces por primera vez; me cogió un cariño loco; ¡venga a manosearme y a abrazarme a todas horas! Y yo no tenía valor para echarla… Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la mandó a que le diésemos algo. Yo estaba sentada al lado de la chimenea, con el mandil puesto y un dolor de cabeza que me estaba volviendo loca, y de pronto llega la chica. Reconozco que estuve brusca con ella. Y va y dice: «¡Ah! ¿No es más que eso? ¡Yo se lo quito en un pispás!». La advertí que no me pusiera la mano encima, pensando que quería acariciarme la frente; y… a mí esas cosas no me van. Y me dice: «No la voy a tocar». Y coge y se va. No hacía ni diez minutos que se había ido, cuando el dolor de cabeza se me pasa igual que vino. Y vuelvo a mi faena. Y de pronto vuelve la Sophy y se sienta en mi silla; sin hacer ruido, como un ratón. Y veo que tiene unas ojeras que para qué y muy mala cara. Y le pregunto qué le ha pasao. «Nada. Sólo que ahora lo tengo yo». «¿Que tienes qué?», le digo. «Su dolor de cabeza», me dice toda ronca y sin despegar los labios. «Me lo he pasado a mí», me dice. Y yo le digo: «Tonterías. Se me ha quitao solo, mientras tú andabas por ahí. Anda, siéntate, que te hago una taza de té». «No servirá de nada; me durará lo mismo que a usted. ¿Cuánto le duran esos dolores de cabeza?». Y le digo: «Como sigas diciendo tonterías tendré que llamar al médico…», porque me pareció que había cogido el sarampión. «¡Ay, señora Ashcroft!», me dice, estirando esos bracitos tan flacos. «¡La quiero tanto!». Y esa vez tampoco me atreví a echarla. Me la senté encima y la estuve consolando. «¿De verdad se le ha quitado?», me dice. «Sí, y si has sido tú quien me lo ha quitado, te estoy muy agradecida», le digo. «¡Pues claro que he sido yo!», dice ella, y me apoya la mejilla en la mía. «Yo soy la única que lo sabe», me dice. Y entonces va y me cuenta que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos.
—¿Qué es eso? —preguntó bruscamente la señora Fettley.
—Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído hablar de eso. Al principio no entendía nada, pero luego me lo fue explicando y vi que era una casa que llevaba mucho tiempo vacía y cualquiera podía meterse allí. Me contó que se lo había enseñado una niña con la que jugaba en las cuadras donde trabajaba Harry. Me dijo que la niña pasaba el invierno en Londres en un carromato. Y me figuré que eran gitanos.
—¡Ahh! ¡Los gitanos saben muchas cosas! Pero nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y mira que he oído cosas —dijo la señora Fettley.
—La Sophy me dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road… a pocas manzanas, camino de la frutería donde comprábamos nosotros. No había más que tocar el timbre y decir el deseo por la boca del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice: «¿Es que no sabes que en una Casa de los Deseos no hay hadas? Sólo hay un ánima».
—¡Virgen Santa! ¿De dónde habrá sacado esa palabra? —exclamó la señora Fettley; porque un ánima es el espíritu de los muertos o, peor aún, de los vivos.
—Se lo dijo la niña del carromato. A mí, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, ella tuvo que notarlo. Entonces la aprieto fuerte y le digo: «Has sido muy buena por quitarme el dolor de cabeza. Pero ¿por qué no pediste un deseo para ti?». Y me dice: «No se puede. En una Casa de los Deseos sólo puedes pedir que si a alguien le pasa algo malo se lo quiten. Siempre le quito los dolores de cabeza a mi madre, cuando es buena conmigo; pero es la primera vez que puedo hacer algo por usted. ¡Ay, señora Ashcroft! ¡Cuánto la quiero!». Y venga con lo mismo, Liz; te aseguro que me puso la carne de gallina. Y le pregunté cómo era un ánima.
Y me dice: «No lo sé, pero después de tocar el timbre la oyes subir corriendo desde el sótano hasta la puerta. Luego le pides el deseo y te marchas». Y le digo: «¿Y el ánima no abre la puerta?». Y me dice: «No, no. Pero la oyes reírse detrás de la puerta. Entonces le pides que le quite lo malo a la persona que tú quieres mucho. Y te vas». No le hice más preguntas, porque estaba muy cansada y tenía mucha fiebre. Le estuve haciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas y, un poco después, el dolor de cabeza… el mío, supongo… se le quitó, y se fue a jugar con el gato.
—¡Qué cosa tan rara! —dijo la señora Fettley—. ¿Y… no le preguntaste nada más?
—Ella sí me preguntaba, pero yo no quería hablar de esas cosas con una niña.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Cuando me daba el dolor de cabeza, me sentaba en mi habitación, en vez de en la cocina. Pero no podía dejar de pensarlo.
—No me extraña. ¿Y nunca más te dijo nada?
—No. Ella sólo sabía lo que le había contado la niña gitana, y que el encantamiento funcionaba. Y luego… eso fue en mayo… pasé el verano en Londres. Hacía mucho calor y mucho viento, y las calles apestaban a mierda de caballo seca, porque el viento se las llevaba de un lado para otro y se acumulaban hasta la altura de los bordillos. Hoy ya no pasan esas cosas. Tenía las vacaciones justo antes de la recogida del lúpulo, y me vine otra vez con la Bessie. Ella se dio cuenta de que había adelgazao y que tenía ojeras.
—¿Y viste a ‘Arry?
La señora Ashcroft asintió.
—El cuarto… no, el quinto día. Era un miércoles. Yo ya sabía que había vuelto a trabajar en Smalldene. Me crucé con su madre en la calle y se lo pregunté, con todo el descaro. No me pudo contar mucho, porque ya sabes qué lengua tenía la Bessie… que no paraba de hablar. Pero ese miércoles, iba yo paseando con uno de los niños de la Bessie colgao de mis faldas por detrás de Chanter’s Trot. Y de buenas a primeras siento que él está detrás, y por su manera de andar noto que había cambiao. Empecé a andar más despacio y vi que él hacía lo mismo. Entonces hice como que tenía que pararme con el chico por algo, para que él me adelantara. Y no tuvo más remedio. No dijo más que «buenas tardes», y pasó de largo, aparentando como si nada.
—¿Estaba borracho?
—¡Qué va! Encogido y arrugao; parecía un espantajo con la ropa colgando, y tenía el cogote más blanco que la cal. Tuve que aguantarme para no abrir los brazos y llamarlo. Tragué saliva hasta que volví a casa y los chicos se acostaron. Entonces, después de cenar, la pregunto a la Bessie: «¿Qué narices le ha pasao a ‘Arry Mockler?». Y la Bessie me cuenta que ha estao dos meses en el hospital; se había cortao el pie con una pala sacando el barro del estanque en Smalldene. El barro estaba infestao y primero se le infestó la pierna y luego se le subió por todo el cuerpo. Hacía sólo quince días que había vuelto a su trabajo… de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el médico dijo que seguramente no aguantaría las heladas de noviembre, y su madre le contó a la Bessie que ni dormía ni comía y que sudaba a chorros, aunque durmiera desabrigao. Y por las mañanas no paraba de escupir. Y yo dije: «¡Ay, madre! Aunque a lo mejor la recogida del lúpulo le sienta bien». Y cojo mi labor y me pongo a coser debajo de la lámpara, como si nada. Pero esa noche (mi cama estaba en el lavadero) me la pasé llorando. Y tú sabes, Liz, porque has estao conmigo en los partos, que yo tengo que estar muy mala para llorar.
—Sí; pero el dolor del parto es sólo dolor —dijo la señora Fettley.
—Cuando cantó el gallo me fui a la cocina a ponerme té frío en los ojos para que no se notara. Y a última hora de la tarde… iba yo a poner unas flores en la tumba de mi marido, por guardar las apariencias… volví a encontrarme con ‘Arry, donde ahora está el Monumento a los Caídos. Él volvía de las cuadras y no me vio. Lo miro de arriba abajo y le digo en voz baja: «‘Arry, vente a Londres a descansar». Y me dice: «No, porque no puedo darte nada». Y le digo: «Yo no te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a Londres para que te vea un médico». Y él me mira con los ojos tristes y me dice: «Ya no se puede hacer nada, Gra. Sólo me quedan unos meses». Y yo le digo: «¡Ay, ‘Arry! ¡Ay, ‘Arry, eres mi hombre!».
Y no pude decir más; se me hizo un nudo en la garganta. Y él me dice: «Muchísimas gracias, Gra», pero no dijo que yo fuera su mujer. Y siguió calle arriba, y su madre… la muy bruja… lo estaba esperando, y en cuanto entró candó la puerta.
La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa liara rozar la manga de la señora Ashcroft, a la altura de la muñeca, pero ésta apartó la mano.
—Y me marché al cementerio con mis flores, y entonces me acordé de la advertencia que mi marido me hizo esa noche. Es verdad que tenía la sabiduría de la muerte, y todo se cumplió como me dijo. Pero cuando estaba poniendo las flores en la tumba, se me ocurrió que a lo mejor podía hacer algo por ‘Arry. Dijera lo que dijera el médico, tenía que intentarlo.
Y lo hice. Al día siguiente llegó una cuenta de nuestra tienda de Londres. La señora Marshall me había dejao dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que tenía que volver a casa. Y esa misma tarde cogí el tren.
—Y… ¿no te daba miedo?
—¿De qué? Ya no me quedaba más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Sabía que ya nunca podría tener a ‘Arry… ¿no? Y sabía que eso me quemaría hasta que me consumiera.
—¡Ay! —exclamó la señora Fettley, haciendo un nuevo intento de acercarse a la muñeca de su amiga; y esta vez, la señora Ashcroft se lo permitió.
—De todos modos me consoló saber que al menos podía intentarlo. El caso es que fui a pagar la cuenta al frutero, me guardé el recibo en el bolso y eché a andar hacia la casa de la señora Ellis… nuestra asistenta. Le pedí las llaves para abrir la casa. Lo primero que hice fue hacerme la cama. Y me acordé del refrán[26]. Luego me preparé una taza de té y me senté en la cocina, y estuve pensando casi hasta que empezó a oscurecer. Casi era de noche. Entonces me vestí y salí con mi recibo en el bolso, haciendo como que buscaba unas señas. La casa estaba en el número 14 de Wadloes Road. Era una casita con la cocina en el sótano, en una fila de veinte o treinta todas iguales, con jardincitos en la entrada y la pintura de las puertas pelada, con pinta de que nadie se ocupaba de nada. Casi no había nadie en la calle, aparte de los gatos. ¡Hacía demasiao calor! Me planté en la puerta, con todo el valor. Subí los escalones y llamé al timbre. Sonó muy fuerte, como pasa en las casas vacías. Cuando dejó de sonar, me pareció como si arrastraran una silla por el suelo de la cocina. Después oí pasos en la escalera, como de una mujer gorda en zapatillas. Los pasos llegaron hasta lo alto de la escalera y cruzaron el vestíbulo… oí crujir los tablones del suelo… y se pararon en la puerta. Me acerqué a la boca del buzón y dije: «Que me pase a mi todo lo malo que le pasa a mi hombre, a ‘Arry Mockler, por el amor que le tengo». Entonces, lo que estaba al otro lado de la puerta soltó el aire, como si lo hubiera estado aguantando para oírme mejor.
—¿Y no te dijo nada? —preguntó la señora Fettley.
—Nada. Sólo soltó el aire… como un aah. Luego los pasos volvieron a las escaleras de la cocina… arrastrando los pies, y volví a oír que arrastraban la silla.
—¿Y tuviste el valor de aguantar delante de esa puerta, Gra?
La señora Ashcroft asintió.
—Me marché, y me crucé con un hombre que me dijo: «¿No sabía usted que esa casa está vacía?». Y yo le dije: «No. Me han debido dar mal el número». Volví a nuestra casa y me metí en la cama, porque estaba reventada. Hacía tanto calor que sólo podía dormir a ratos, y me pasé la noche levantándome y acostándome, hasta que amaneció. Entonces fui a la cocina para prepararme una taza de té, y me di un golpe justo encima del tobillo, con una de las tenazas que la señora Ellis había separao de la esquina cuando estuvo limpiando. Y luego esperé a que los Marshall volvieran de vacaciones.
—¿Allí sola? ¿No te daba miedo la casa vacía? —preguntó la señora Fettley, horrorizada.
—Bueno, la señora Ellis y la Sophy empezaron a venir en cuanto que supieron que yo había vuelto, y entre todas limpiamos la casa de arriba abajo. En una casa siempre hay mucho que hacer. Y así me pasé ese otoño y ese invierno en Londres.
—¿Y no te pasó nada… por lo que habías hecho?
La señora Ashcroft sonrió.
—No. Entonces no. Más tarde, en noviembre, le mandé a la Bessie diez chelines.
—Tú siempre tan generosa —interrumpió la señora Fettley.
—Y con las demás noticias me enteré de que había conseguido lo que quería. La Bessie me contó que la recogida del lúpulo le había sentao de maravilla a ‘Arry. Estuvo seis semanas y luego volvió a su trabajo en Smalldene. A mí me daba igual cómo hubiese pasao… lo que me importaba es que había pasao. Pero los diez chelines tampoco me tranquilizaron mucho. Si ‘Arry se hubiera muerto, sería mío hasta el día del Juicio; pero si estaba vivo, a lo mejor no tardaba en liarse con alguna. Y eso me daba mucha rabia. Y con la primavera me pasó otra cosa que me fastidió mucho. Me había salido un furúnculo muy feo por encima del tobillo, que no se iba con nada. Me ponía enferma, porque yo siempre he tenido muy buena piel. Ya me puedo cortar con una pala que enseguida me curo, como la tierra. La señora Marshall se empeñó en que me lo viera su médico. El médico dijo que tenía que haber ido a verlo mucho antes, en vez de pasarme meses escondiéndolo con medias oscuras. Dijo que era de pasar mucho tiempo de pie, por mi trabajo, porque estaba muy cerca de una vena que se había hinchao, por detrás del tobillo. «Tarda en venir y tarda en irse. Descanse con la pierna en alto, y se irá aliviando. Pero no deje que se le cierre demasiado pronto. Tiene usted una pierna muy fuerte, señora Ashcroft». Y me puso compresas húmedas.
—Hizo bien —señaló la señora Fettley—. En heridas húmedas, compresas húmedas. Se tragan la pus como las lámparas el aceite.
—Cierto. Y la señora Marshall venga a recordarme que descansara, y esa noche me mejoró. Y después me mandaron aquí con la Bessie, para que terminara de curarme, porque yo no soy de las que se pueden estar quietas cuando hay tanto por hacer. Para entonces tú ya habías vuelto al pueblo, Liz.
—Sí, sí. Pero… ¡cómo iba yo a saber!
—Yo no quería que lo supieras —dijo la señora Ashcroft con una sonrisa—. Me crucé con ‘Arry un par de veces por la calle; había engordao y se había curao del todo. Un día no lo vi, y su madre me contó que un caballo le había dao una coz en la cadera. Estaba en la cama con muchos dolores. La Bessie le dijo a la madre que era una lástima que ‘Arry no tuviera una mujer que lo cuidara. ¡Y no veas cómo se puso! Nos dijo que ‘Arry nunca había mirao a ninguna mujer, y que mientras ella siguiera con vida cuidaría de él hasta que se le cayeran las manos. Y entonces me di cuenta de que me vigilaría como a un perro, y eso que yo ni siquiera pedía un hueso.
La señora Fettley se echó a reír.
—Ese día —continuó la señora Ashcroft— casi no me senté un momento, viendo ir y venir al médico, porque creían que a lo mejor le había roto alguna costilla. Se me abrió el furúnculo y me empezó a supurar. Al final resultó que ‘Arry no tenía nada en las costillas y pasó buena noche. A la mañana siguiente, cuando me lo contaron, me dije: «No sumes dos y dos todavía. Quédate una semana de pie y a ver qué pasa». Ese día no me dolió mucho… al contrario; casi parecía que me daba fuerzas… y ‘Arry volvió a pasar buena noche. Eso me animó a seguir, pero no quise sumar dos y dos hasta el fin de semana, cuando ‘Arry estaba otra vez como si nada… sano por dentro y por fuera. Casi me pongo de rodillas en el lavadero cuando la Bessie salió a la calle. «Ya eres mío. Yo te daré el bien mientras viva, aunque tú no lo sepas. ¡Ay, Dios mío, dame muchos años de vida por el bien de Harry!», dije. Y creo que eso me alivió los dolores.
—¿Para siempre? —preguntó la señora Fettley.
—Han vuelto muchas veces, pero, por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Y entonces empecé a dirigirlos, como dirigía mi cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando yo quería. Aunque la verdad es que era muy raro. Habia veces, Liz, que el furúnculo se encogía y se secaba. Al principio yo intentaba que me volviera a salir, porque me daba miedo dejar a ‘Arry demasiao tiempo solo y que le pasara algo malo. Después comprendí que eso era una señal de que él estaba bien, y así me salvé.
—¿Y cuánto duró eso? —preguntó la señora Fettley con enorme interés.
—A veces he pasao casi un año sin que el furúnculo se viera más que un poquitín. Se encogía y se secaba. Hasta que él lo volvía a inflamar, para avisarme, y entonces me dolía. Cuando no podía más… porque tenía que seguir con mi trabajo en Londres, ponía la pierna en alto hasta que se me pasaba el dolor. Pero no creas que se me quitaba pronto. Y por cómo me dolía esas veces, yo sabía que ‘Arry me necesitaba. Entonces le mandaba cinco chelines a Bess, o algo para los chicos, para enterarme de si es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y así seguí! Así, año tras año, Liz, cuidando de él, y todo lo bueno que le pasaba era gracias a mí… así año tras año.
—¿Y qué sacabas tú de todo eso, Gra? —preguntó la señora Fettley, casi sollozando—. ¿Lo veías a menudo?
—A veces… cuando me venía aquí por vacaciones. Y desde que me vine para siempre más. Pero no me ha mirao ni una sola vez; ni a mí ni a ninguna más que a su madre. ¡Y mira que yo lo vigilaba! Y ella también.
—¡Así años y años! —repitió la señora Fettley—. ¿Y dónde trabaja ahora?
—Hace mucho que dejó las cuadras. Trabaja en una de esas fábricas de tractores… ésas en las que también hacen arados, y tengo oído que a veces va con los camiones… hasta Gales. Cuando viene está con su madre; pero ahora me paso semanas sin verlo. Con ese trabajo no puede quedarse mucho tiempo en el mismo sitio.
—Pero… es un decir… suponte que a Harry le diera por casarse —dijo la señora Fettley.
La señora Ashcroft resopló con fuerza entre los dientes, uniformes y todavía propios.
—Nunca se me ha ocurrió pensarlo —dijo—. Supongo que se me tendrían en cuenta mis dolores, ¿no crees, Liz?
—Seguro que sí, hija. Seguro que sí.
—A veces me duele. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no sé lo que tengo.
La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se atreve a pronunciar la palabra «cáncer».
—¿Estás completamente segura, Gra?
—Desde que el señor Marshall me mandó subir a su despacho y me soltó un sermón sobre mi lealtad. Llevaba bastante tiempo sirviendo en su casa, aunque no lo suficiente para que me dieran una pensión. Pero me dan una asignación semanal mientras viva. Desde ese momento supe lo que significaba… de eso hace ya tres años.
—Eso no demuestra nada, Gra.
—¿Darle quince chelines a la semana a una mujer que podría vivir veinte años si la naturaleza sigue su curso? ¡Claro que sí!
—¡Te equivocas! ¡Te equivocas! —insistió la señora Fettley.
—No me puedo equivocar, cuando los bordes están todos dados la vuelta como… como un cuello de camisa. Ya lo verás. Además, yo ayudé a amortajar a Dora Wíckwood. Ella tenía lo mismo que yo, en el sobaco.
La señora Fettley se quedó un rato pensativa y luego inclinó la cabeza, como si se diera por vencida.
—¿Y cuánto crees que te queda a partir de ahora, hija?
—Tarda en venir y tarda en irse. Pero si no te vuelvo a ver antes de la próxima recogida del lúpulo, Liz, ésta será nuestra despedida.
—No sé yo si podré apañarme para entonces sin un perrito que me guíe. Los chicos no quieren molestias, y… ¡ay, Gra…! Me estoy quedando ciega… ¡Me estoy quedando ciega!
—¡Vaya! ¡Por eso no has hecho más que dar vueltas con la colcha todo el rato! Ya me parecía a mí… Pero, seguro que el dolor se tiene en cuenta, ¿no crees, Liz? El dolor tiene que contar para que Harry siga… donde yo quiero que esté. Dime que no ha sido todo en vano.
—Seguro que no… seguro, hija mía. Recibirás tu recompensa.
—No quiero más que eso… que el dolor se tenga en cuenta.
—Se tendrá… se tendrá, Gra.
Llamaron a la puerta.
—Debe ser la enfermera. Llega antes de tiempo —dijo la señora Ashcroft—. Anda, abre.
La joven entró enérgicamente, con una bolsa llena de frascos tintineantes.
—Buenas tardes, señora Ashcroft. He venido un poquito antes que de costumbre porque esta noche hay baile en el Centro. Supongo que no le importará.
—Claro que no. Yo ya no estoy para bailes —dijo la señora Ashcroft, volviendo a ser la prudente criada—. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, que me ha estado haciendo compañía un rato.
—Espero que no se haya fatigado —dijo la enfermera en tono un tanto frío.
—Al contrario. Ha sido un placer. Sólo… sólo al final me he sentido un poquitín… un poquitín cansada.
—Ya, ya. —La enfermera ya se había puesto de rodillas, con todos los líquidos a mano—. Ya me he dado yo cuenta de que las señoras mayores no paran de hablar cuando se reúnen.
—Puede que tenga razón —dijo la señora Fettley, poniéndose en pie—. Me iré, para no estar de más.
—Espera un poco —dijo la señora Ashcroft con un hilillo de voz—. Me gustaría que lo vieras.
La señora Fettley lo vio y se estremeció. Luego se inclinó y besó a la señora Ashcroft, primero en la frente macilenta y después en los desvaídos ojos grises.
—Seguro que cuenta… el dolor, ¿verdad que sí? —Los labios, que aún conservaban algún rastro de su dibujo original, apenas susurraron las palabras.
La señora Fettley se los besó y se alejó hacia la puerta.  

​FIN
​RAHERE
Rahere, bufón del rey Enrique, aterraba con sus modos a los señores normandos:
clavábanse sus ojos en los pechos, deshonraba su lengua a las espadas;
nutrido y halagado por el clero —que bien sabía el puesto que ocupaba
en los turbios consejos del oscuro monarca—, presa cayó de un mal humor del alma.
Se figuró de pronto los días de su vida, los aún por venir y los pasados,
tan vacíos y yermos, tan fijados e insulsos como esas leguas de desnuda arena
cuando en St. Michael retrocede el mar hasta la línea gris del horizonte,
y las aguas extensas, traicioneras, se alejan de la vista y del oído.

Se hundió luego su espíritu en la noche más negra, y, sin tardanza
(quién lo viera, crispado de dolor, emblanquecido y deambulando a solas),
acercóse a él Gilberto, el médico de la corte, y susurró en su oído:
«Lo tienes, ¿verdad, hermano?». «Lo tengo», Rahere dijo.
«Así llega —Gilberto con voz suave— esa angustia inmanente en todo hombre.
Es un humor del alma que con brío aborrece del exceso;
y todo cuanto a éste da sustento, ya sea ingenio o riqueza, ya sea poder o fama
(y tú lo tienes todo), se esfuerza el alma en expulsar sin falta.

»Por eso el odio propio en la mirada triste… de ahí el ceño fruncido;
de ahí la carga de Wanhope y el dolor en el cuerpo y en el alma.
Debe afrontarlo este bufón alegre y aprenderlo también este sabio galeno;
Pues llega… llega —añadió Gilberto— tal como pasa… y vuelve».

Era grande el tormento de Rahere, y vagaba el bufón ausente y mudo,
hasta que fue a la plaza, pestilente, atestada, donde se levantaban los patíbulos.
(Seguido de Gilberto, el físico de la corte). Bajo los pies del reo —el cuello roto—,
sentábase un leproso al lado de su esposa, cortando pan, felices.

Iba el hombre cubierto de barbilla a tobillo —obsceno, ya sin dedos y sin rostro—,
putrefacta la carne, tal como para el hombre se ha dispuesto; intacta y limpia ella,
feliz, junto a su hombre canturreando, y tras ellos Rahere,
sin poder contener otro de sus gemidos al verlos tan dichosos.

«Llega así —habló Gilberto—. Llega. Así es desde que hay vida.
Es un gesto del alma que Dios al hombre quiso revelarle,
pues cuando hay amor en demasía, grande es la mancha y grande la caída,
y dicen las Sagradas Escrituras que no sabe de excesos el amor si es perfecto.
​
»Por eso no ve el ojo los defectos… ni se muestra la hora con recato.
De ahí que sostenga el alma con firmeza que Sustancia y Esencia son lo mismo.
No se libran siquiera los mezquinos, y la sufre igualmente el poderoso.
Pues llega… llega —dijo Gilberto—, ¡y como ves, no muere!».


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