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Paraíso Perdido

Felipe trigo
—Esto es un paraíso —me dijeren cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.
​
Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.
Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.
Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.
Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.
Las semanas pasaron.

Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad…

Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.

Una siesta, en que a la sombra de los plátanos me balanceaba en la red de abacá, escuchando en el silencio absoluto del humano vivir el chiflar poderoso y uniforme de las chicharras del bosque, cuyas primeras columnatas de árboles se me ofrecían cerca, recreándome los ojos con sus cortinajes de liana y sus volanderas cuerdas de bejucos revestidas de trepadoras y ornadas con florones de parásitas, todo lo cual, en sus huecos de verdosa luz, bajo las bóvedas de follaje, a que se descolgaban gritando algunos simios o que cruzaban con pausado vuelo de una a otra rama algunas aves de pechuga azul, me parecía el pórtico de colosales palacios encantados; esa tarde, digo, en que doliente desde mi hamaca miraba a ratos el lejano mar, siguiendo en su gris superficie inmóvil la estela del sol, que como una senda de luz condujo a mi fantasía más allá del horizonte, más allá, mucho más allá, a aquella España hacia que viajaba entonces el astro de oro… yo comprendí de improviso mi nostalgia. Unas notas fugitivas, un perfume de néctar, una silueta entre brumas de no sé qué distancia ni qué espacios. ¡Ella! ¡Mi visión de la mujer!
​
Ella… era quien faltaba en nuestro paraíso. La mujer, el amor, el adorno supremo de la Naturaleza, para cuyo esplendor están hechas las grandezas de todos los escenarios.
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¡Con cuánta pena seguí en mis eternos días contemplando aquellos paisajes de belleza inútil!

El fastidio mortal dijérase que nos inspiraba en el desdén de unos a otros un odio inconsciente de camarada a camarada; el cansancio del vivir ante la inutilidad de la existencia sin ilusiones. ¿A qué, ni para recibir él agrado de quién, por nada esforzarse? ¿A qué hablar siquiera?

Noches de soberana hermosura, noches de los trópicos, en que tumbados en las amplias lonas de sillas como catres, formábamos silencioso y disperso corro, cara al cielo, mirando cada cual su lucero favorito, entre las estrellas que fulguraban como ascuas. Las luciérnagas volaban en las copas de los aromados ilán como llamas de plata. Alguna prendía en su mariposeo de luz nuestras miradas, perdíalas en el espacio… y ¡quién sabe tras ella en qué memoria de mujer perdíase también el recuerdo!

¡Oh, si! ¡Un sarcasmo! ¡Un insulto de tantos regios esplendores a nuestro deseo! El alba; aquellos amaneceres serenos, en que sobre la inmensa alfombra verde de los hondos valles se levantaban, siguiendo el curso de ríos ocultos, cendales de niebla, que se extendían hasta el mar, como doseles de nubes sobre una procesión de diosas desnudas para el baño…

La siesta, con sus horas incitantes en el bosque, en la espesura de la sombra, entre los laberintos escondidos por los abanicos en hoja de las palmas, con sus grutas de enredaderas en los bambúes, al pie de las fuentes de agua helada, cuyos asientos de peña parecían el lugar de enamorada cita con mujeres que no llegaban jamás… Las tardes, aquellas tardes de poesía embriagadora, de limpio ambiente que dejaba hasta el fin penetrar la mirada por las montañas desiertas, onduladas por el fofo ramaje de la arboleda como un océano de cuajadas olas verdes; que permitía seguir las praderas interminables sin encontrar sobre sus tonos de esmeralda la casita que nos mintiese el querido hogar…

Las tardes de puesta de sol con celajes increíbles, con nubes de todos los colores, con reflejos metálicos de púrpura en fondos mimosos de cielo verde, verde como las praderas y los mares de Oriente…

¿De qué servían si no pudieron jamás inspirar la frase trémula de pasión a la mujer alumbrada por sus luces de nácar?…

Y era tanta la hermosura de tales sitios, que ni dejaban al alma herida que los odiase francamente.

Un día, cuando otro camarada llegó, cuando después de dejar el caballo, fatigado por la cuesta, él se puso a contemplar el grandioso espectáculo desde la altura, yo me acerqué y le dije, a pesar mío:

—¡Esto es un paraíso!

Sólo que, recordando mi desolación, añadí rápidamente:

—¡Un paraíso perdido, un paraíso estúpido! ¡Sin una Eva siquiera!

FIN
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