El Cuento en America Latina
Tenemos un derecho perfectamente legítimo a hablar del cuento como género en América Latina porque es un género que llegó muy temprano, extrañamente temprano a la madurez y se situó en un altísimo nivel dentro de la producción literaria del conjunto de los países latinoamericanos. Alguna referencia hicimos haciendo notar que hay otras culturas para las cuales el cuento no significa la misma cosa. El caso de Francia es bastante típico: en los cursos académicos que se dan en Francia la novela es todopoderosa como tema y el cuento, un pequeño capítulo accesorio y secundario; sobre todo cuando hay novelistas que también escriben cuentos, los escritores y los críticos se sienten obligados a tratar el tema del cuento pero nunca lo hacen con demasiado deseo ni demasiada buena voluntad. En América Latina no diré que sea lo contrario, porque la novela tiene la importancia que todos ustedes conocen, pero el cuento ocupa una posición de primera fila no sólo desde el punto de vista de la actividad de los escritores sino —lo que es todavía más importante— desde el punto de vista del interés de los lectores: hay un público lector que espera cuentos, de alguna manera los reclama y los recibe con el mismo interés con que recibe la novela.
Pensando en mi propio país, un ejemplo es un texto que hace muchos años que no releo. Se me ocurrió que ya al comienzo de nuestra vida independiente como país en las primeras décadas del siglo XIX tuvimos un poeta, Esteban Echeverría, famoso por un poema llamado «La cautiva» que es uno de nuestros clásicos. Además, escribió un cuento de antología en una época en que parecía muy extraño que alguien pudiera escribir un cuento así, «El matadero», que plantea el enfrentamiento entre los federales y los unitarios. Es un cuento de un realismo extraordinario en alguien que tenía un temperamento tan lírico y romántico. Frente a un tema que evidentemente lo conmueve e incluso lo exaspera —un problema de crueldad, de lucha sin cuartel entre dos facciones políticas dentro del país— escribe un cuento que es un modelo de realismo, observación y descripción; me parece que se ajusta admirablemente a los posibles cánones de este género tan poco canonizable.
Así, a lo largo del tiempo los cuentos van haciendo poco a poco su aparición en todos los países latinoamericanos: aparecen cuentos y cuentistas en Venezuela, México, Perú, que siguen las corrientes estéticas que en esa época venían fundamentalmente de Europa de modo que cuando el Romanticismo entra como una especie de enorme aluvión en América Latina, se escriben muchos cuentos y muchas novelas de carácter romántico pero los temas son ya latinoamericanos y cuando entramos en el siglo XX hay una serie de antecedentes bibliográficos en la materia que hace que los escritores entren en su propio trabajo pisando un terreno conocido, pudiendo dejar atrás cosas superadas y enfrentando el cuento con una dimensión cada vez más contemporánea y moderna.
Algunos críticos —no muchos— han intentado responder a la pregunta de por qué América Latina en su conjunto es un continente que da y ha dado muchos cuentistas. Nadie ha encontrado una explicación coherente. La explicación en broma que he escuchado en Buenos Aires es que los latinoamericanos escribimos cuentos porque somos muy perezosos: como lleva menos tiempo y menos trabajo escribir un cuento que una novela, y como los lectores son tan perezosos como los escritores, los cuentos son muy bien recibidos porque da muy poco trabajo leerlos y uno los lee cuando quiere o como quiere. Desde luego ésta es una explicación burlesca e irónica que no tiene ningún asidero porque quizá seamos un poco perezosos pero no creo que en materia de literatura eso se pueda aplicar.
También circula por ahí alguna otra tentativa de explicación —esta en serio— que hay que tener en cuenta pero que me parece que tiene aspectos contradictorios. Se ha sostenido muchas veces que la literatura latinoamericana en su conjunto entra en la modernidad sin tener toda esa carga —que es al mismo tiempo una seguridad— de un lento pasado y una lenta evolución como tienen las literaturas europeas. Nosotros pasamos de la Conquista española a la colonización y a nuestras independencias en un período cronológico que, comparado con el desarrollo de las grandes culturas literarias de Occidente, es pequeñísimo, apenas un instante. Eso hace que al comenzar a escribir, y con autonomía en cada uno de nuestros países, los escritores pueden haber sentido de una manera inconsciente esa falta de una lenta evolución que los hubiera traído a ellos mismos como último eslabón de una larga cadena; de golpe se encontraron manejando una cultura moderna y un idioma que se prestaba a todas las posibilidades de expresión, sintiéndose a la vez un poco desvinculados de una más desarrollada y coherente y teniendo que valerse fundamentalmente de las influencias de las corrientes que venían del exterior, que nunca son lo mismo que la propia cultura de una raza o de una civilización.
Para explicar esto del cuento se ha dicho que, aunque sea de una manera inconsciente, el escritor todavía está muy cerca de las grandes culturas precolombinas latinoamericanas como la inca o incaica en el Perú y en el Ecuador y las grandes culturas mexicanas mayas y aztecas que desde el punto de vista de la literatura estaban en un territorio fundamentalmente oral y que incluso en sus formas escritas buscaban expresarse a través de relatos, de pequeños cuentos como los que forman en general las mitologías y las cosmogonías. Si por ejemplo uno echa un vistazo al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, ve cómo toda la historia de la creación, todas las historias de las primeras actividades de los dioses y sus contactos con los mortales constituyen una serie de relatos muy frecuentes en otros tipos de cosmogonías y de mitologías: la griega y la judaica a través del Antiguo Testamento contienen momentos que se pueden separar y que son verdaderos relatos como el Zend Avesta. La teoría propone entonces que el escritor latinoamericano está todavía muy cerca de esa etapa oral o de comienzo de la escritura como trasfondo personal y cultural al que le falta una lenta evolución de muchos siglos; por eso el cuento viene de una manera espontánea a un mexicano, un peruano o un boliviano.
Con todo lo que puede tener de interesante, encuentro esta teoría contradictoria en aspectos fundamentales. Piensen un momento en que la parte austral de América del Sur, lo que se llama el Cono Sur (fundamentalmente países como Chile, el Uruguay y la Argentina), son países que han dado y siguen dando una cantidad apreciable e importante de cuentistas sin tener ningún basamento en culturas indígenas, o muy poco. A diferencia de lo que pasa en el Perú o en México, nuestras culturas indígenas —que eran de un nivel que podemos llamar insuficiente en relación a las otras— quedaron eliminadas y destruidas muy rápidamente, durante y muy poco después de la Conquista; por lo tanto ese predominio de lo oral que podría venir de raigambres indígenas, no creo que se aplique de ninguna manera muy válida al Cono Sur, y sin embargo allí los cuentos son buscados, leídos y escritos en una cantidad siempre sorprendente. Si tienen ganas, llegado el momento podemos debatir un poco más este tema porque es sumamente fascinante. Tengo la impresión de que hasta este momento al menos yo no conozco ningún trabajo crítico que responda de manera satisfactoria a por qué en América Latina el cuento es tan popular y alcanza una calidad que lo coloca al nivel de los mejores que se puedan imaginar o escribir en el planeta.
Pensando en mi propio país, un ejemplo es un texto que hace muchos años que no releo. Se me ocurrió que ya al comienzo de nuestra vida independiente como país en las primeras décadas del siglo XIX tuvimos un poeta, Esteban Echeverría, famoso por un poema llamado «La cautiva» que es uno de nuestros clásicos. Además, escribió un cuento de antología en una época en que parecía muy extraño que alguien pudiera escribir un cuento así, «El matadero», que plantea el enfrentamiento entre los federales y los unitarios. Es un cuento de un realismo extraordinario en alguien que tenía un temperamento tan lírico y romántico. Frente a un tema que evidentemente lo conmueve e incluso lo exaspera —un problema de crueldad, de lucha sin cuartel entre dos facciones políticas dentro del país— escribe un cuento que es un modelo de realismo, observación y descripción; me parece que se ajusta admirablemente a los posibles cánones de este género tan poco canonizable.
Así, a lo largo del tiempo los cuentos van haciendo poco a poco su aparición en todos los países latinoamericanos: aparecen cuentos y cuentistas en Venezuela, México, Perú, que siguen las corrientes estéticas que en esa época venían fundamentalmente de Europa de modo que cuando el Romanticismo entra como una especie de enorme aluvión en América Latina, se escriben muchos cuentos y muchas novelas de carácter romántico pero los temas son ya latinoamericanos y cuando entramos en el siglo XX hay una serie de antecedentes bibliográficos en la materia que hace que los escritores entren en su propio trabajo pisando un terreno conocido, pudiendo dejar atrás cosas superadas y enfrentando el cuento con una dimensión cada vez más contemporánea y moderna.
Algunos críticos —no muchos— han intentado responder a la pregunta de por qué América Latina en su conjunto es un continente que da y ha dado muchos cuentistas. Nadie ha encontrado una explicación coherente. La explicación en broma que he escuchado en Buenos Aires es que los latinoamericanos escribimos cuentos porque somos muy perezosos: como lleva menos tiempo y menos trabajo escribir un cuento que una novela, y como los lectores son tan perezosos como los escritores, los cuentos son muy bien recibidos porque da muy poco trabajo leerlos y uno los lee cuando quiere o como quiere. Desde luego ésta es una explicación burlesca e irónica que no tiene ningún asidero porque quizá seamos un poco perezosos pero no creo que en materia de literatura eso se pueda aplicar.
También circula por ahí alguna otra tentativa de explicación —esta en serio— que hay que tener en cuenta pero que me parece que tiene aspectos contradictorios. Se ha sostenido muchas veces que la literatura latinoamericana en su conjunto entra en la modernidad sin tener toda esa carga —que es al mismo tiempo una seguridad— de un lento pasado y una lenta evolución como tienen las literaturas europeas. Nosotros pasamos de la Conquista española a la colonización y a nuestras independencias en un período cronológico que, comparado con el desarrollo de las grandes culturas literarias de Occidente, es pequeñísimo, apenas un instante. Eso hace que al comenzar a escribir, y con autonomía en cada uno de nuestros países, los escritores pueden haber sentido de una manera inconsciente esa falta de una lenta evolución que los hubiera traído a ellos mismos como último eslabón de una larga cadena; de golpe se encontraron manejando una cultura moderna y un idioma que se prestaba a todas las posibilidades de expresión, sintiéndose a la vez un poco desvinculados de una más desarrollada y coherente y teniendo que valerse fundamentalmente de las influencias de las corrientes que venían del exterior, que nunca son lo mismo que la propia cultura de una raza o de una civilización.
Para explicar esto del cuento se ha dicho que, aunque sea de una manera inconsciente, el escritor todavía está muy cerca de las grandes culturas precolombinas latinoamericanas como la inca o incaica en el Perú y en el Ecuador y las grandes culturas mexicanas mayas y aztecas que desde el punto de vista de la literatura estaban en un territorio fundamentalmente oral y que incluso en sus formas escritas buscaban expresarse a través de relatos, de pequeños cuentos como los que forman en general las mitologías y las cosmogonías. Si por ejemplo uno echa un vistazo al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, ve cómo toda la historia de la creación, todas las historias de las primeras actividades de los dioses y sus contactos con los mortales constituyen una serie de relatos muy frecuentes en otros tipos de cosmogonías y de mitologías: la griega y la judaica a través del Antiguo Testamento contienen momentos que se pueden separar y que son verdaderos relatos como el Zend Avesta. La teoría propone entonces que el escritor latinoamericano está todavía muy cerca de esa etapa oral o de comienzo de la escritura como trasfondo personal y cultural al que le falta una lenta evolución de muchos siglos; por eso el cuento viene de una manera espontánea a un mexicano, un peruano o un boliviano.
Con todo lo que puede tener de interesante, encuentro esta teoría contradictoria en aspectos fundamentales. Piensen un momento en que la parte austral de América del Sur, lo que se llama el Cono Sur (fundamentalmente países como Chile, el Uruguay y la Argentina), son países que han dado y siguen dando una cantidad apreciable e importante de cuentistas sin tener ningún basamento en culturas indígenas, o muy poco. A diferencia de lo que pasa en el Perú o en México, nuestras culturas indígenas —que eran de un nivel que podemos llamar insuficiente en relación a las otras— quedaron eliminadas y destruidas muy rápidamente, durante y muy poco después de la Conquista; por lo tanto ese predominio de lo oral que podría venir de raigambres indígenas, no creo que se aplique de ninguna manera muy válida al Cono Sur, y sin embargo allí los cuentos son buscados, leídos y escritos en una cantidad siempre sorprendente. Si tienen ganas, llegado el momento podemos debatir un poco más este tema porque es sumamente fascinante. Tengo la impresión de que hasta este momento al menos yo no conozco ningún trabajo crítico que responda de manera satisfactoria a por qué en América Latina el cuento es tan popular y alcanza una calidad que lo coloca al nivel de los mejores que se puedan imaginar o escribir en el planeta.